Un país de camanduleros

Opina - Sociedad

2016-08-18

Un país de camanduleros

La gran mayoría de las protestas en Colombia no son motivadas por la razón, sino por intereses particulares, ya sean políticos o simple manipulación de los sentimientos de los electores. La razón no tiene cabida porque es más fácil escupir que masticar. Un ‘youtuber’ bocón, que habla y luego piensa, contradiciendo la máxima cartesiana, está feliz porque un señor que no escribe sino que vomita escupitajos por el Twitter y cuya redacción deja mucho que desear, comparte sus videos diarreicos en los que asegura que con la cartilla de educación sexual que se pretende implementar en las escuelas de la patria del Sagrado Corazón “los niños podrán vestir con faldas”.

Asegurar semejante barbaridad en un país ultraconservador, alarmista y extremadamente religioso, donde el procurador general dejó de usar el Código Penal para implementar como herramienta jurídica la Biblia, y donde un expresidente con mucho poder toma gotas mágicas en las mañanas para que el Espíritu Santo lo ilumine, es echarle más gasolina al fuego y poner en la mesa pública los ingredientes para incentivar la homofobia y la discriminación que busca eliminarse de las escuelas.

Hay que recordarles a los protestantes que las cartillas del «bololó» no las inventó el Ministerio de Educación porque le dio la gana, ni tampoco la Organización de las Naciones Unidas que, según informaron algunos medios, acompañó el proceso de elaboración, ni mucho la comunidad LGBTI, como aseguran los que salieron a las calles del país a increpar con consignas homofóbicas y pedir la renuncia de la ministra de Educación. Para los olvidadizos, o aquellos desinformados que practican la máxima “a dónde va Vicente”, hay que explicarles con plastilina que la Corte Constitucional, en la Sentencia T-478 de 2015 dejó claro la implementación de mecanismos para la prevención de la discriminación, ya sea por orientación sexual e identidad de género en todos los colegios y escuelas del territorio nacional.

Hay que recordarles también que las cartillas de la discordia no iban dirigidas a los niños, como lo aseguró el señor de los tirantes y la horda de fanáticos irracionales que repitieron consignas sin haberse tomado el tiempo de leer los textos, sino a los directivos y profesores como máximos responsables de la formación de los niños en las instituciones educativas y, por contigüidad semántica, a los padres como máximos responsables de la orientación de sus hijos.

No hay duda que detrás de estas marchas de odio en un país de rezanderos, donde hasta hace poco el aborto era un delito sin importar las condiciones de la concepción y donde las diferencias entre liberales y conservadores no son políticas sino de horarios para asistir a la misa, no solo estaba la mano del camandulero mayor, un señor que, según algunos funcionarios de la Procuraduría, son obligados a ir a las liturgias so pena de ser declarados insubsistentes, sino también la otra mano, la firme que reposa sobre el corazón grande.

El asunto, aunque algunos quieran disfrazarlo de buenas intenciones, de la defensa de la familia tradicional y otros mitos sociales, no tiene en realidad nada que ver con la moral, ni con los niños, ni muchos menos con el respeto a los menores. Si el asunto solo fuera la defensa de las axiologías dominantes o del mejoramiento de la sociedad colombiana, se programaría marchas para acabar con la corrupción galopante que tiene a la gran mayoría de las ciudades y departamentos sumidos en la pobreza. Se programaría marchas para protestar por la muerte –por hambre– de más de 7.000 niños en los últimos cinco años y los 51 que se suman en lo corrido de 2016. Se programaría marchas para evitar que los menores abandonados por sus padres (los mismos que se oponen a la adopción de parejas homosexuales) se tomen los semáforos para vender chucherías o pedir monedas. Se programaría marchas contra los sacerdotes violadores de niños que, en Colombia, suman cientos de casos en los últimos diez años, como el del cura William de Jesús Mazo Pérez, que se hizo famoso en Cali y no fue precisamente por sus sermones.

Solo en 2015, nos recordaba Cecilia Álvarez Correa en su columna de El Tiempo (14/08/2016) se registraron en el territorio nacional 7.732 reportes de niños maltratados tanto física como psicológicamente por familiares, allegados o conocidos. Las denuncias de violaciones a menores ascendieron casi un 15 % con relación a 2014, y el asesinato y agresiones sexuales a mujeres por parte de sus esposos o desconocidos se disparó en igual proporción.

Imagen cortesía de: notimerica.com

Imagen cortesía de: notimerica.com

Se necesita ser un desinformado, o un tarado, en última instancia, incapaz de asociar que detrás de la supuesta defensa de la orientación sexual de los niños, de unas cartillas que no buscan homogeneizar a nadie, están los papistas políticos que luchan para que la guerra continúe. Dividir a los colombianos entre ángeles y demonios, entre ateos y creyentes, entre izquierda y derecha, entre heterosexuales y homosexuales, donde los demonios, los ateos, la izquierda y los homosexuales son malos y los otros buenos, es lo que ha venido haciendo la derecha extrema desde principios del siglo XX. Es lo que ha venido haciendo la Iglesia Católica desde su creación y fue lo mismo que hicieron Laureano Gómez, Mariano Ospina Pérez y un amplio número de mandatarios de la misma estirpe que han pescado en río revuelto para mantener la hegemonía política de la clase dirigente.

Los mismos que luchan porque hoy no se imparta en las escuelas del país la polémica cartilla ordenada por la Corte Constitucional, han sido los mismos que se han partido el brazo porque Colombia no salga de ese atraso oceánico en la que la han mantenido a lo largo de estos dos últimos siglos. Son los mismos que se han parado en la raya para el desarrollo de las minorías étnicas, que han incentivado el racismo y se rasgan las vestiduras cuando las mujeres se practican un aborto.

Creer que los principios que direccionan la discriminación racial o sexual no son los mismos principios aplicados a todas las demás formas de segregación, es literalmente pensar con el deseo. Es desconocer que toda exclusión inserta una creencia de superioridad de un grupo social sobre otro. Es el mismo principio rector que, contradictoriamente, explica por qué un pobre diablo que gana un salario mínimo, que la EPS no le presta el servicio de salud a pesar de que mensualmente le descuentan una parte de su salario para el pago del mismo, vota en cada elección a cargo público por uno de los poderosos que no le permite alcanzar un desarrollo medianamente aceptable en la sociedad.

Utilizar los “valores hegemónicos y religiosos” como bandera política ha sido uno de los principios de toda sociedad profundamente teísta que estigmatiza sin mucho esfuerzo todo aquello que se sale de los lineamientos de un pensamiento ortodoxo. Para Thomas Frank, autor del libro “Por qué los pobres votan a la derecha” es claro que toda sociedad conservadora está regida por principios religiosos que ejercen un control estricto sobre el comportamiento social: el matrimonio, el sexo y la puesta en práctica de las creencias y costumbres.

Cuanto más ortodoxa sea una sociedad, menos tolerancia y menos libertad asumirán sus ciudadanos. Eso lo sabe el procurador Alejandro Ordóñez, los miembros del Centro Democrático y la extrema derecha que han gobernado desde siempre este país. De ahí su lucha sin cuartel para que nada cambie, para que todo continúe igual porque saben que para la masa el acto de pensar es doloroso. Y ahí radica su triunfo.

El texto fue publicado originalmente en Semana.com y se republica con autorización expresa del autor.

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Joaquín Robles Zabala
Profesor universitario, columnista de varios medios. Residente en París, Francia.