Era una reunión para renegociar el programa de Estatus de Protección Temporal (TPS), pero ningún legislador esperaba que su presidente se expusiera de esa manera. Dijo que El Salvador, Haití y algunos países de África, eran “países de mierda”. En la reunión, Trump afirmó que Estados Unidos debería recibir gente de países como Noruega. El estupor salió de la Oficina Oval.
Existe un proceso cognitivo que permite a la mayoría de personas hacer filtros entre lo que piensa y lo que dice. Tal proceso ha servido para disimular el racismo, la discriminación y el machismo en Estados Unidos y el mundo. Pero en las urnas dicho proceso no existe, ahí no se disimula y por esto vivimos el fenómeno Donald Trump.
Primero expresó que “todos los haitianos tienen sida”, después señaló que los nigerianos en Estados Unidos deberían volver a sus “cabañas”. Goza de una torpeza sin precedentes, de una vesania que hace gala cada vez que tiene un micrófono a la altura de su hocico; es la máxima expresión de la política como espectáculo televisivo, es un showman que ocupa el cargo más poderoso de la modernidad. Además de su discurso antiinmigrante, ha tomado acciones concretas: retiró, según el Washington Post, la protección a 200.000 salvadoreños y a 59.000 haitianos.
La posición de Trump, aunque parezca novedosa, es un clásico de la política: decir que primero es el “pueblo”, en este caso el estadounidense, y después identificar a los inmigrantes como los únicos culpables de las problemáticas internas del país. Es el mismo discurso de Le Pen en Francia y el de Viktor Orbán en Hungría para generar odio y legitimación.
En un comunicado, un portavoz de la Casa Blanca afirmó: “Mientras algunos políticos de Washington eligen pelear por otros países, el presidente siempre peleará por el pueblo americano. Al igual que otros países tienen sistemas de inmigración basados en un sistema meritocrático, el presidente Trump quiere luchar por soluciones permanentes que hagan a nuestro país más fuerte, recibiendo a quienes puedan contribuir a nuestra sociedad”.
Lo cierto es que Haití y El Salvador viven en una incertidumbre social, pobreza generalizada y violencia en sus territorios debido a que sus gobiernos llevan al pie de la letra lo que dice el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano y, claro, como no, Estados Unidos. El intervencionismo ha hecho destrozos que ahora no está dispuesto a reconocer.
Históricamente Haití ha sido un país ocupado, en su génesis por Francia y después por los Estados Unidos, desde 1915 cuando el presidente Woodrow Wilson envió soldados para “salvaguardar intereses comerciales americanos en la capital”, Puerto Príncipe. Por otro lado, Estados Unidos ha intervenido en la Guerra Civil de El Salvador, como dice una carta del Jesuita Ignacio Ellacuria, escrita en 1981: “La flagrante intervención económica, política y militar de Estados Unidos en los asuntos internos de El Salvador es de extraordinaria significación, no sólo para el propio país centroamericano y su área circundante -especialmente Nicaragua-, sino para el mundo entero”.
Las repercusiones por sus palabras han sido tibias. La Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, ha salido a decir que los comentarios de Trump son “sorprendentes”, “vergonzosos” y “racistas”. Nada nuevo, nada vinculante. La fragilidad de los inmigrantes centroamericanos aumenta cada vez más, pues viven en condiciones precarias e intentan sobrevivir en un entorno que, gracias a Trump, posibilita la violencia contra ellos.
Las deportaciones han aumentado 40%, muchas familias se ven desintegradas y el tejido social hecho por los inmigrantes en Estados Unidos se está deshaciendo. Ante la violencia recibida, el camino de muchos inmigrantes es la segregación, la creación de grupos de defensa y, por supuesto, la ilegalidad. Muchos de los hijos de los inmigrantes son estadounidenses, lo que significa que colosales cifras de padres y madres deberán dejar a sus hijos y marcharse del país.
Trump, en sus chifladuras discursivas, “argumenta” que los inmigrantes han traído violencia y narcotráfico, pero lo cierto es que las cifras lo desmienten. En Estados Unidos mueren, aproximadamente, 33.000 personas por armas de fuego al año, este fenómeno no es creado por inmigrantes, inclusive: los asesinatos en masa realizados recientemente por Stephen Paddock en Las Vegas y por Dylann Roof en Carolina del Sur, demuestran que los hombres blancos, americanos, y clase media-alta cometen más asesinatos que cualquier grupo de inmigrantes.
Él, un hombre blanco y burgués representa la parte más conservadora del país de las estrellas y los bastones. Cada vez que hay un tiroteo por parte de un hombre blanco los medios salen a justificarlo adjudicándole problemas mentales; en cambio, si el incidente tiene algún implicado inmigrante o afroamericano, se desglosa toda una serie de ideas e imaginarios de peligrosidad que sustentan la paranoia de Trump y sus votantes. Lo que se vive hoy es el racismo y la xenofobia en su máxima expresión. Su impunidad es vergonzosa. Trump seguirá intentando atacar a grupos de inmigrantes: tiene en la mira a 86.000 hondureños y a 5.300 nicaragüenses.
La estrategia de los inmigrantes deberá ser la creación de redes que les permitan unir esfuerzos y conocimientos, utilizar el litigio estratégico ante las injusticias institucionales y compartir experiencias para prepararse y prever situaciones de conflicto. Son pocos los gobiernos que han sentado alguna posición frente a Trump, pero será necesario que las administraciones de los países implicados -de los “países de mierda”-, hagan un llamado al trato humanitario, al respeto por los derechos humanos sin excepción alguna de sus compatriotas y, también, deberían invitar a la comunidad internacional a pronunciarse y sancionar las injusticias cometidas por Trump.