Para «El Pelusa»: una estrella dentro y fuera de las canchas

Diego Armando Maradona nunca intentó ser un ejemplo, sin embargo, era un hombre que tenía una gran influencia sobre los demás.

Narra - Deporte

2022-11-22

Para «El Pelusa»: una estrella dentro y fuera de las canchas

Columnista:

Daniel Riaño García 

 

Los 80, los 80; una década convulsionada. Muchos eventos históricos se vivieron: el final de la Guerra Fría. La existencia del sida se hacía público por primera vez en 1981. Chernóbil se convirtió en el símbolo del riesgo del mal uso de la energía nuclear. México vivió el peor terremoto de su historia, con una magnitud de 8.1 grados en la Escala de Richter. También en 1985, en la Colombia del auge del narcotráfico, se produjo la tragedia de Armero tras la erupción del volcán del Nevado del Ruiz —y la toma del Palacio de Justicia—. Luego de ser derrotada en la guerra de Las Malvinas, Argentina volvía a la democracia, asumiendo Raúl Alfonsín la presidencia. Charly García le cantó, detrás de una metáfora y un piano, a la dictadura en dicho país. 

En el mundo hubo importantes acontecimientos durante la década de los 80, sin embargo, miles de personas recuerdan uno de los más representativos: un joven, ungido de las entrañas de Villa Fiorito, se erigió como la estrella más grande del fútbol argentino (y para muchos del planeta). Con una extraña adicción a «la caprichosa» —y a otras cosas—, este hombre amoldado por las repeticiones diarias de los entrenamientos daría al pueblo argentino un poco de dignidad. La década de los 80 es la década de Diego Armando Maradona. En el 86, Víctor Hugo Morales se desgarraba la garganta cantando las anotaciones del gran «Barrilete Cósmico», quien con dos goles de zurda —sí, de zurda— a la herida aún abierta en las Malvinas: hizo uno con la mano izquierda —para desgracia de los ingleses y de la dictadura argentina—, que él llamó «la mano de Dios», y el otro con la pierna izquierda, después de haber arrasado y tumbado, como si fueran estacas de entrenamiento, a los ingleses.

Los 80 —que trajeron para Diego la Copa del Mundo, Barcelona y Nápoles— fueron su gloria y su perdición. Se hundió en las drogas y el alcohol al tiempo que rozaba el cielo europeo con las manos. Lo hacía de forma consciente tratando de sobrellevar un caótico mundo que estaba encima de él por haberse mostrado como un ‘D10S’.

Una estrella dentro y fuera de las canchas que dejó tantos hijos como cualquier ser de la mitología griega. Lastimó a quienes más lo querían y luchó contra sí mismo, no solo en los 80, sino a lo largo de su vida. Nunca intentó ser un ejemplo, sin embargo, era un hombre que tenía una gran influencia sobre los demás.

Aquella década fue mágica para el fútbol mundial, ya que «El Pelusa» era un poeta con la pelota. Su sonrisa y su magia arrancaron sonrisas cuando la tristeza acongojaba el alma. Él se hundía, pero sus seguidores se deleitaban con su imparable zurda. Esa es la misión de todo genio; navegar en las aguas del Leteo y pagarle a Caronte incluso con su propio cuerpo a cambio de genialidad. Eso fue lo que hizo Diego: ser un dios con la pelota mientras se desvanecía lentamente debido a sus errores y sus abusos. 

«El Pelusa», «Barrilete Cósmico», «El Cebollita», «Pibe de Oro», «D10s»… arrasó a los ingleses y eso fue suficiente; cuestionó al fútbol con la pelota en los pies y eso lo hizo más grande de lo que era; cuestionó la pobreza y a los italianos y, con ello, se ganó a los napolitanos… Cometió grandes errores, pero también aciertos. Levantó la Copa del Mundo jugando contra Alemania Federal para ser una leyenda. En su vida jugó como quiso y como pudo. Glorificó a la pelota al tiempo que, paradójicamente, la manchaba; sin embargo, le pidió perdón porque si algo tenía Diego era que no se quedaba con nada. La glorificación de su vida y su fútbol dieron paso a Maradona, al que muchos odiaron y amaron. Los más allegados siempre se quedarán con Diego, quien en realidad seguía siendo aquel niño de Villa Fiorito que soñaba con jugar un mundial y después, si se daban las cosas, ganarlo. Su talento era más que merecido, no obstante, esa fama, que tanto mal le hizo, no la merecía.

Un miércoles 25 de noviembre, la cabeza más rápida e ingeniosa del fútbol, dejó su adicción a la pelota en la tierra —y a las demás cosas que lo acompañaron a lo largo de su vida— para no volver. Tan ‘Dios’, tan humano, tan frágil, tan perdido, tan genio.

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Daniel Riaño García