«¿Pa’ qué, si igual seguimos en lo mismo?»

Opina - Conflicto

2016-10-14

«¿Pa’ qué, si igual seguimos en lo mismo?»

Las razones profundas detrás del alto abstencionismo en el plebiscito ponen serios riesgos a la democracia, que no se resuelven con un Premio Nobel de la Paz.

En los últimos días, he afrontado la difícil tarea de explicar a mis amigos y familiares extranjeros lo inexplicable: ¿Cómo pudieron los Colombianos votar «no» al acuerdo de paz?

El resultado negativo del plebiscito del 2 de octubre, sorprendió enormemente a la comunidad internacional. Con una reacción que tiene algo irónico, se decidió otorgar al Presidente Santos el Premio Nobel de la Paz. Se espera que esto ayude a reabrir las negociaciones y lograr un más amplio consenso político.

Sin embargo, la atención mediática a estos desarrollos, que por cierto son importantes y positivos, distrae la atención del aspecto más preocupante del resultado del plebiscito: una de las más altas tasas de abstención de las últimas décadas (63%). Ningún Nobel de la Paz puede resolver las raíces profundas de este problema de manera inmediata.

Los analistas se han enfocado en explicar las razones por las que la gente votó «no». Pero pocos se pusieron en la tarea de analizar la pregunta más interesante. No tanto ¿por qué los colombianos votaron «no» al acuerdo de paz?, sino más bien, ¿por qué fueron indiferentes a ello?

De manera simplista, algunos explican la alta tasa de abstención refiriéndose a la generalizada apatía política en Colombia. Sin embargo, para entender realmente por qué las personas decidieron no participar en una votación «histórica», hay que tratar de ver el mundo a través de sus ojos.

Durante casi un año, he estado viviendo en San Carlos, uno de los pueblos más afectados por el conflicto armado, y símbolo nacional de reconciliación y reparación. Aquí, los resultados del plebiscito fueron casi iguales a las nacionales. Cuando preguntaba a la gente si tenían la intención de ir a votar, las dos respuestas más comunes que recibí fueron: «¿Pa’ qué, si igual seguimos en lo mismo?” y «No mami, mejor no meterse con eso de la política«.

Estas respuestas, aparentemente superficiales, en realidad revelan dos ideas profundamente arraigadas en la forma de ver el mundo de muchos colombianos – con, eso sí, muchas importantes excepciones-. La primera es un profundo escepticismo frente al cambio social y a la erradicación de la violencia. Muchos están convencidos de que las negociaciones de paz no eran más que un pantallazo que no iba a traer algún cambio concreto en sus vidas cotidianas. La segunda es una tendencia instintiva a evitar la participación en espacios públicos y a tomar el cambio social en sus propias manos. Esta es, sin duda, una estrategia de supervivencia aprendida en el trascurso de un conflicto donde líderes sociales, periodistas y defensores de derechos humanos han sido unos de los grupos más golpeados.

Estas son las verdades de los adultos que han vivido la guerra y tuvieron que aprender a sobrevivir en ella. Pero son también las sabidurías que se transmiten a las nuevas generaciones, que van a constituir la supuesta ‘sociedad en paz’ que las élites políticas están peleando para lograr.

En San Carlos, paso mis noches con grupos de adolescentes de sectores sociales marginados. Sus pasatiempo favorito es fumar marihuana contando las espantosas historias de guerra que escucharon de sus padres y abuelos, y las historias de la nueva guerra urbana de las comunas de Medellín que muchos de ellos vivieron en carne propia. Se emocionan en contar los detalles más macabros, pero muchas veces confunden diametralmente los actores. «’Paracos’ es el plural de ‘guerrilla’”, me aseguró el otro día un chico de 15 años.

La violencia, en sus diferentes formas, se vuelve así, parte integrante de su imaginario colectivo.  Sin embargo, muchas veces este imaginario está desprovisto de cualquier conciencia política sobre las causas estructurales, económicas, sociales e ideológicas del conflicto. En lugar de una cuestión política, la violencia es para ellos una realidad cotidiana, que se vuelve concreta en el más cercano de sus entornos: las casas. La violencia intrafamiliar, tanto física cómo psicológica, es una práctica común y socialmente aceptada en estos sectores de la sociedad Colombiana. Ahí se encuentra el verdadero origen de una concepción de la violencia como una forma legítima y efectiva de imponer la propia voluntad al otro.

Cuando pregunto a estos jóvenes si considerarían entrar en política para aportar cambios positivos en la sociedad, la respuesta es siempre un claro y rotundo «no». Típicamente, acompañado por una risa como si mi pregunta fuera ridícula. La ridiculez tiene origen en su convicción que «los políticos son todos corruptos». Esto no es sorprendente, puesto que es lo que les enseñan muchos profesores en el colegio. Y además, ¿para qué tratar de aportar algún cambio social? «Si uno se mantiene en lo suyo, uno vive tranquilo”. Esta es otra de las enseñanzas de la vida de los mayores a sus nietos.

Mi vecino, un hombre de 80 años de edad que ha vivido los años más duros de la guerra, siempre me dice: «Yo nunca tuve problemas cuando hubo guerra aquí. ¿Y sabes por qué? Porque nunca me metí en lo de los demás. Si uno es amigo de todos, y no se mete con nadie, nadie lo molesta.» Por otro lado, las madres de buena familia siempre me dicen que una buena educación es «de la casa al colegio, del colegio a la iglesia, de la iglesia a la casa”. Resultado: los ‘niños juiciosos’ no ‘pierden’ tiempo afuera, en el espacio público. Eso sólo lleva problemas.

El sueño de paz que estaba en la base de la campaña por el «sí» tenía dos premisas: que lograr la paz es posible, y que esta paz se puede lograr con la participación de todos. Pero para muchas personas, sobre todo en los sectores sociales más marginados, estas dos premisas son fundamentalmente falsas. Por eso, muchos decidieron no ir a votar. No tiene sentido votar a favor o en contra de algo que es pura ficción: «¿Pa’ qué, si igual, seguimos en lo mismo

En búsqueda de optimismo, algunos sostienen que por lo menos la democracia ganó en el plebiscito. Pero esta afirmación también es cuestionable. Tal vez, si por ‘democracia’ entendemos el respeto de un voto mayoritario, entonces sí, ganó. Pero si la democracia es un sistema en el que los ciudadanos sienten el deber y el derecho de participar, este resultado es la prueba de que esta democracia más profunda, está lejos de ser realidad en Colombia. Si las cosas siguen así, mi previsión es que la democracia profunda no se concretará en la próxima generación tampoco. Mi esperanza es que los Colombianos que sí creen que la participación activa es el corazón de la verdadera democracia, impulsados por el reconocimiento y apoyo de la comunidad internacional, logren invertir esta tendencia.

Publicado el: 14 Oct de 2016

 

 

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Elena Butti
Elena Butti es candidata al doctorado en el Centro de Estudios Socio-Jurídicos de la Universidad de Oxford, en Inglaterra. Su investigación busca entender las experiencias de niños y jóvenes afectados por el conflicto armado Colombiano frente a la transición del país hacia la paz. Actualmente vive en Colombia para desarrollar su trabajo de campo. En Bogotá, ha colaborado ​​con el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef). También ha sido invitada a compartir su trabajo de investigación en las Facultades de Derecho y Ciencias Política de la Universidad Nacional y la Universidad del Rosario. Cuenta con estudios superiores en Francia (SciencesPo Paris), Olanda (Universidad de Utrecht) y Inglaterra (Universidad de Oxford).