La crisis carcelaria, reflejo de la deshumanización nacional

Los reclusos tienen derecho a la vida y a ser tratados con humanidad, lo que implica condiciones de dignidad como las que se nos reconocen a todos y por las cuales luchamos diariamente.

Opina - Sociedad

2020-05-06

La crisis carcelaria, reflejo de la deshumanización nacional

Columnista:

Tatiana Barrios

 

El coronavirus ha sido toda una secuencia de pruebas y destapes para nuestro país. Como he dicho anteriormente, quedó en evidencia el desempleo, la pobreza, el abandono, la falta de inversión en salud y la corrupción, que siempre se hace un lugarcito en nuestras listas; pero, además de todas estas manzanas podridas que muchos se negaban a ver por la prisa de la rutina o la ceguedad que trae la comodidad (para quien así lo decide), se vino junto a todas estas “revelaciones” uno de los destapes más grandes y controversiales en Colombia: la crisis carcelaria.

En el país el hacinamiento no es una novedad, pues desde hace bastante tiempo diferentes entidades se han manifestado sobre la situación de los centros penitenciarios. Actualmente estos presentan, de forma global, un 53 % de hacinamiento, según las últimas cifras del INPEC. Sin embargo, algunos centros presentan situaciones todavía más graves, como es el caso de la cárcel de Villavicencio, en donde se supera de lejos ese porcentaje.

La reacción nacional está dividida, aunque la balanza se inclina un poco más hacia un lado. En un extremo están quienes apoyan el descongestionamiento de las cárceles y, por el otro, quienes consideran un gasto de energía hablar de salvarle la vida a un mísero delincuente, como por ahí les dicen. Esta última posición ha sido una de las más apoyadas, argumentos diversos que llegan a un mismo punto “¿para qué salvar un recluso? ¿Qué vale su vida? Es un delincuente y punto”. Como siempre nuestro país, sus ideas y sus pasiones.

Y hablo de pasiones porque así somos, esa pasión con la que se apoya a un equipo de fútbol o el sentimentalismo con el que lloramos por una novela, es el mismo con el que la mayoría de habitantes de este pequeño país plantea sus posiciones políticas y éticas, a veces la rapidez de los sentimientos es tan efectiva que nos hace tener planteamientos demasiado ligeros. Es verdad lo que dicen, mejor pensar con cabeza fría.

Si bien las emociones son un punto inseparable de nuestras posturas, es indispensable que siempre recurramos a la objetividad, centrar nuestros odios y amores para pensar un poco con la razón. Entremos a analizar entonces el caso de las cárceles desde dos enfoques: objetividad y, lo más importante, humanidad.

Una de las posiciones repetitivas en esta polémica es el concepto que tenemos de la delincuencia, un delincuente es eso y no más, como algunos políticos por ejemplo, pero la cuestión aquí es que la realidad inmediata tiene un trasfondo siempre, algo que generó lo que actualmente ves. Casi siempre hay historias detrás de cada persona, eso sí, no son justificables los actos, pero nos dan una radiografía de este mal eterno que parece invencible. Este tipo de perspectiva se denomina perspectiva sociológica, nada es lo que parece, y es a partir de este punto desde donde quiero que observemos la realidad de los presos.

Una de las razones por las que surgen grupos delincuenciales son las realidades socioeconómicas en que crecen estos individuos, la necesidad de satisfacer objetivos inalcanzables, bajo un sistema parcializado que no brinda igualdad de oportunidades, es una de las causas más comunes y se convierte, incluso, en un mal heredable. Nada bueno se hereda, dicen. Una de las características de las pandillas es que ingresan desde muy jóvenes sus integrantes, la persuasión, la decepción por el sistema y la frustración, son algunos de los motivos por los que se conforman este tipo de grupos. Como ya he dicho, el rencor nada bueno trae, pero, ¿cómo podría yo condenar a muerte a alguien que sintió el golpe de la realidad inalcanzable y no tuvo a nadie que le diera una mano, alguien que le diera una primera oportunidad de realizarse? Simplemente no puedo.

Ahora, con esto no generalizo, porque bien he dicho que nada bueno trae, únicamente trato de mostrarles una de las muchas realidades que hay dentro de las cárceles que quieren condenar al virus; por supuesto que hay quienes no lo hicieron por necesidad o frustración, ¿qué necesidad puede tener un congresista para robar? Ninguna, por eso no creo que esta teoría de criminalidad sea aplicable a todos los delincuentes, sin embargo, es una que existe y en parte nos involucra con un grado de responsabilidad; pero meter a todos los presos en una misma clasificación me parece apresurado, me atrevo a pensar que algunos de los que están ahí dentro necesitaron una oportunidad, ¿seré muy inocente por pensar que es posible? No lo creo.

Por otro lado, se tiene la idea de que los reclusos no tienen derechos, como si fueran clase aparte, esos pasan la reja y se convierten en animales, y hasta menos, porque hace unos meses peleaban por poner al oso Chucho como sujeto de derechos, pero a los privados de la libertad están que les dejan un virus “pa’ que se acaben”, lastimosamente la delincuencia no se acaba si no se resuelven las bases, pero ese es un tema que hablaremos más adelante, por ahora nos conciernen los derechos de los reclusos ¿tienen o no tienen?

La respuesta a la pregunta es sencilla, ¿recuerda usted, por ejemplo, las marchas de la comunidad LGBTIQ por el matrimonio gay o las marchas de aquellas mujeres obreras por un salario digno como el de los hombres? El fundamento de este tipo de protestas siempre fue la igualdad, “todos somos iguales” era la consigna de estos grupos, y así es.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos se basa en cinco principios, entre los que se encuentra el de igualdad, quiere decir que todos los derechos consagrados en la Declaración y los que nazcan de esos mismos, aplican a todos los seres humanos sobre el globo terráqueo sin discriminación de ningún tipo, ninguno. Claro está que hay algunos que quedan sujetos a las disposiciones del Estado, pero los fundamentales, o llamados los “intocables” por la Corte Constitucional, son totalmente inherentes a la persona y deben ser garantizados.

Entonces, tenemos que los reclusos tienen derecho a la vida y a ser tratados con humanidad, sí, hu-ma-ni-dad, lo que implica condiciones de dignidad como las que se nos reconocen a todos y por las cuales luchamos diariamente. Entre los derechos civiles que abarca la Declaración tenemos el derecho de las personas detenidas a ser tratadas humanamente, así como el derecho de no sufrir penas crueles o degradantes (no seguir el ejemplo del presidente del Salvador en este caso). 

Esto quiere decir, que así no nos guste y queramos tomar puestos justicieros, los reclusos deben ser protegidos porque así lo manifiesta la Declaración, el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, y las normas internas de este país. Sería un poco contradictorio de nuestra parte pedir derechos sujetándonos de la igualdad, pero discriminando entre quienes aplica dicho concepto.

Por último, por ahí merodea el argumento de que la cárcel es un castigo y, siendo sinceros, en parte lo es, pues se supone que “el que la hace, la paga”, pero más que un castigo la idea de estos centros es la resocialización. Devolver a la sociedad personas con un cambio mínimo, con esperanza para salir a trabajar y entrar a seguir el orden social, empezar de cero.

Pero las cárceles congestionadas son una imagen desesperanzadora, ¿qué ganas de reinventarse puede tener alguien que le toca dormir de pie en el rincón de una celda porque no tiene espacio? Ninguna, más bien se llenará de mucho más odio. No estoy diciendo que les pongan camas con colchones ultra suaves y almohadas de plumas, simplemente que les den lo necesario, lo que la ley dice, y más todavía en momentos de pandemia donde los centros penitenciarios se convirtieron en un foco de contagio amenazador, presos y funcionarios del INPEC: todos a la misma bolsa de infectados, porque a diferencia de nosotros, el virus no come de estrato, género o antecedentes. Una cárcel al estilo colombiano viene con el sello de peligro, aumenta la violencia, hay falta de comida, condiciones y dignidad.

Y así termina mi paso por este tema controversial, más que una crítica al Estado o a la sociedad, son argumentos base para mi posición frente a la crisis carcelaria, en la que espero coincidan los lectores. Me di el gusto de pasarme por la sociología y los derechos humanos para poder justificar mi idea, pero creo que una de las razones más importantes es la humanidad, la misma de la que les hablé en un inicio. El sentimiento que nos permite pensar más allá de las diferencias, el que me permite reconocer que no puedo actuar igual a la persona que estoy juzgando, si un hombre mata a otro y yo decido matarlo para hacer justicia ¿no soy también un asesino?, ¿no perdí, al igual que él, la sensibilidad y el sentido más humano?

Espero que cada uno pueda sacar sus conclusiones de esta situación, lo que sí considero un hecho, y el título de esta columna lo dice, es que la crisis de los centros penitenciarios reveló la enfermedad que come de a poco a este país, el que oculta de vez en cuando y luego vuelve a renacer, el promovido por el rencor que tanto mal nos trae, el que hace hablar echando espuma por la boca, con odio: la enfermedad crónica de la deshumanización.

 

Fotografía: cortesía AP.

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Tatiana Barrios
Barranquilla, Colombia | Estudiante de Derecho de la UA.