Jaime Garzón, memoria de un país posible

Lo de Jaime Garzón fue, antes de cualquier cosa, un coqueteo a la inteligencia, al sentido crítico y a la necesidad imperante de construir un nuevo país, entre todos.

Opina - Conflicto

2020-08-13

Jaime Garzón, memoria de un país posible

Columnista:

Juan Sebastián Gil

 

A propósito de la fatídica memoria del 13 de agosto de 1999, día en que paramilitares, en complicidad con agentes del Estado, asesinaron a Jaime Garzón; apremia una reflexión de su obra. Así, invito a subvertir la aflictiva idea de que morir por Colombia es una acción estéril. Repudio la acción patibularia de estas oligarquías y su estrecha relación con la criminalidad, así, por justicia a nuestros muertos, estoy convencido de que pensar en la muerte, y los muertos en Colombia, es necesariamente un reto a nuestra voluntad.

La réplica inicial es a la ligereza argumental de quién afirme que nuestra cultura es violenta, así no más, desconociendo la violencia como un fenómeno estructural. Sobre todo, porque se ubican en la cómoda poltrona de la altura moral. Pues la violencia no es hacienda de nadie, a todos nos arropa y participamos de ella por acción u omisión. Justo esa era la demanda de Jaime: la necesidad de reconocernos como un ser colectivo.

Lo suyo fue antes de cualquier cosa, un coqueteo a la inteligencia, al sentido crítico y a la necesidad imperante de construir un nuevo país, entre todos. Vista en conjunto, su obra es un notable análisis de discurso; una exploración de la diversidad de palabras, evocaciones y significaciones de la colombianidad. Su humor se convirtió en una herramienta de profunda reflexión de la narrativa de país, de nuestras costumbres, incoherencias, desatenciones y paradojas. Y, más allá de lo idiosincrático, fue una estricta enunciación de las tragedias del campo político.

Usó el humor como método, en búsqueda de verdades; la palabra precisa, el silencio oportuno, la mueca necesaria, un manejo ecuánime de la exageración así como de la reducción al absurdo. Los recursos de Jaime desencadenaban en una ineludible carcajada del público. Esa risa conjunta es una verdad revelada. Pues nos reconoce como un ser colectivo, del que participamos todos y del que todos padecemos.

Este ejercicio que fluctúa entre lo humorístico y lo pedagógico, es por demás una acción política. Jaime, necesariamente, representa un espacio deliberativo, es imposible desvincularlo del ágora. Sus polémicos personajes, desde la representación, la imitación o la parodia, son al final un espectro de opiniones conducidas con precisión por él. De este modo el país ganó lucidez sobre sus males a través de una pluralidad de discursos, razones y emociones que imposibilitaban sentirse apartado de la obra en conjunto.

Muestra de ello, la diversidad de significantes que configuran sus personajes y la aguda relación entre cada uno y los problemas de la sociedad colombiana. Sobre sus personajes, bien podría detenerme a desglosar las características de cada uno, como un ejercicio pretencioso y academicista, pero ese no es el móvil de este apartado. Sin embargo, es necesario enunciarlos, recordarlos y de alguna manera, revivirlos.

Están los presentadores de noticias en Zoociedad y ¡Quac! como sátira al periodismo pusilánime; Inti de la Hoz, reportera aburguesada exponente del periodismo servil; Néstor Elí, el portero que conoce cada detalle del edificio y sus relaciones de poder a punta de mera observación y lambonería; Dioselina Tibaná, cocinera del poder consciente de que en la cocina todo se sabe; el ‘repostero’ William Garra; el ‘compañero’ Jhon Lenin, un estudiante con un discurso ortodoxo de marxismo trasnochado; Godofredo Cínico Caspa, un rancio laureanista y finalmente el emocionante Heriberto de la Calle, lustrabotas que le emboló los zapatos a varios personajes públicos desvistiendo sus perversiones con la genialidad propia de un gamín ilustrado.

Esta representación del país (y del reír) se alimentó de la sabiduría popular, el análisis de coyuntura política y sobre todo una creciente desconfianza en el poder. Jaime era periodista, defensor de derechos humanos, activista político y humorista. El análisis más frívolo conduciría a esa clichesuda noción de que ‘no hay nada más serio que la risa’. Sin embargo, la naturaleza polifacética de Jaime, corresponde al sentido verdadero del periodismo y de la creación de productos culturales: incomodar al poder. Más aún si es mezquino el poder, si es criminal el poder…

Era un revolucionario. Revisó constantemente las dinámicas de la hegemonía en Colombia y asumió su papel transformador desde dentro de los medios corporativos. Hablarle al país desde los medios masivos de información, desde una práctica contrahegemónica, si se quiere contrainformativa, es su virtud. Confirmó, además, que el periodismo debe ser crítico, reflexivo y debe tomar partido de la justicia social. Esta lectura es netamente gramsciana, una noción vanguardista del papel del intelectual dentro de los procesos revolucionarios. Su disputa fue la del poder cultural, la de la producción simbólica y por supuesto la de la renovación de la esperanza. Ya dijo Gramsci que el pesimismo es virtud de los inteligentes y el optimismo virtud de la voluntad.

La agitación, pedagogía y conciencia política que despertó, significó una relativa victoria. Por supuesto esta perspectiva democrática, renovadora y entusiasta incomodó a las élites que ejercen el poder político en Colombia, a las que Jaime denunció abiertamente y de las que aseguraba enfáticamente, tenían relación con las más oscuras estructuras criminales.

Sufrió la sistemática persecución al pensamiento crítico a la que están expuestos todos quienes asumen la responsabilidad transformadora de Colombia. Una vez el establecimiento se siente amenazado empiezan las campañas de estigmatización, amenazas y hostigamiento. De ello era consciente Jaime, que, aún sabiendo que podía costarle la vida, tenía claro que el norte era la paz de Colombia. La única justificación para que no huyera, se escondiera o se callara es, de nuevo, la voluntad. Él no quería marcharse amedrentado. Quizá pensaba en la muerte de la esperanza como la peor de las pérdidas.

Cuando afirmo que no es estéril la muerte en Colombia hablo del referente ético y revolucionario de personas como Jaime Garzón, con la necesaria reflexión y ejercicio de memoria sobre estas estéticas, discursos y nociones de la muerte que se moldean en medio del conflicto armado y social. Es necesaria la defensa de la vida, la esperanza y la alegría. La lucha contra el olvido, es la inmortalización de nuestras luchas, la reivindicación de nuestros esfuerzos. Desdeñar lo efímero, lo superfluo y levantar la bandera de la paz, la libertad y la justicia social.

Este amargo día tiene que llenarnos de digna rabia, de voluntad revolucionaria, transformadora, crítica y reflexiva. Es un momento oportuno para rescatar la memoria de todos los líderes sociales, periodistas, mujeres, jóvenes, indígenas, estudiantes y líderes comunales que el paramilitarismo en complicidad con el Estado asesinó.

Decía Jaime: “Yo soy aburridísimo: creo en la vida, creo en los demás, creo que este cuento hay que lucharlo por la gente, creo en un país en paz, creo en la democracia, creo que lo que pasa es que estamos en malas manos, creo que esto tiene salvación”.

Por la paz y la democracia ¡Ni un Quac atrás!

 

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Juan Sebastián Gil
Estudiante, periodista, investigador y lector.