Elogio de la derecha

Todos los políticos estuvieron de acuerdo en que no tener partido, ni ideología, ni pactos, ni compromisos, sería la mejor forma de garantizar la victoria.

Opina - Política

2017-12-17

Elogio de la derecha

(Si éste fuera el capítulo de una novela muy colombiana, diría algo así):

Después de dos siglos de rancio bipartidismo, ella, la derecha, había caído tan bajo, había sido tan desprestigiada, que en la nación colombiana ya pocos -excepto los últimos radicales-  se atrevían a decir abiertamente que eran de derecha.

A finales de 2017 y, como antesala de las próximas elecciones legislativas y presidenciales aparecieron, como era de esperarse, políticos de todas las pelambres. A pesar de los intentos fallidos de renovación, las listas estaban encabezadas por las viejas familias políticas y sus pequeños delfines, por los herederos de uno que otro parapolítico, por la abultada lista de uno que otro destituido, investigado, acusado, condenado, preso o prófugo de la justicia, que ahora pretendía gobernar en cuerpo ajeno y por miles de independientes que no se representaban sino a ellos mismos y al monumental ego que habían construido en años de ingente trabajo.

Aunque todo parecía igual que antes, dos fenómenos nuevos se habían hecho latentes:

Por un lado, y ante el desprestigio del bipartidismo liberal y conservador -y de sus partiditos bastardos-, los candidatos presurosos salieron a encargar, pagar y recoger firmas por todos los rincones del territorio, como si el respaldo ciudadano fuera la única forma de lavar las culpas del desprestigiado partido al que pertenecían y bien podría haberlos avalado.

En amplias entrevistas para todos los medios de comunicación, tanto nacionales como regionales, cada candidato anunció el costalado de firmas que pretendía hacer contar y verificar por parte de la autoridad electoral para acceder a su candidatura. Los más modestos, en el caso de los presidenciales, anunciaron tener más de 800 mil firmas. El más radical no se conformó con menos de 5 millones de adeptos a su aspiración, entonces dispuso una maquinaria que recorrió el territorio desde la selva amazónica hasta el Cabo de la Vela y pagó a buenos precios cada firma sin importar que, al fin de cuentas, muchos ciudadanos ventajosos firmaran por el mismo candidato varias veces como si esa estrategia les multiplicara, por ese mismo hecho, los posibles beneficios pre y post electorales.

El otro hecho particular tenía que ver, propiamente, con la suerte que corría todo aquello que se pareciera a la derecha, en especial a derecha extrema. Uno a uno, los mismos candidatos fueron contestando a los inquisidores periodistas que ellos representaban un amplio sector de centro, con fuerzas progresistas de aquí y de allá, y amplios matices sociales convergentes en una propuesta pluralista de unidad nacional.  Algunos, con algo de rubor, admitieron ser de derecha, pero de inmediato aclararon, sin ser interrogados, que representaban la derecha moderada y «jamás a la temida extrema derecha».

Inclusive, al interior de los partidos que se consideraban más puristas, más de centro y más democráticos, se veía con cierta vergüenza -aunque sin ser negados, como en toda familia honorable- a aquellos miembros que se ubicaban en los extremos de la derecha. Parecían, si acaso, como octogenarios obstinados, cuyos días estaban contados y, por tanto, no representaban mayor peligro para los intereses del partido.

Todo este estado de cosas inverosímiles se debía -pensaban los de la extrema- a una Constitución excesivamente liberal, a las casi derrotadas corrientes insurgentes y a la injerencia de factores externos como el castrochavismo, una plaga que no había podido ser derrotada a pesar de los ingentes esfuerzos de todos los últimos gobiernos con el respaldo directo del gobierno de Washington.

Parecía que pocos recordaban los años de gloria de la derecha. A su lado estaban, ni más ni menos, que los últimos 2000 años de historia. A la diestra del Padre estaban Jesús y María y, por ende, toda la Iglesia con sus ángeles, arcángeles y santos. A la derecha estaba el bien, lo bueno, lo sacro, por oposición a la izquierda, donde había sido desterrada, desde los tiempos de Eva y la Serpiente, el pecado, la maldad, la brujería y toda suerte de actos contra la fe, el pudor, la moral, el honor, la honra, la propiedad privada y el Estado.

La derecha había tenido sus días de gloria apenas medio siglo atrás. Eran los tiempos en que el viejo Laureano, El Supremo, el último gran líder de las derechas, había promulgado aquella famosa sentencia: «Calumniemos, que algo queda» y había prometido hacer «invivible la República». Contrario a los políticos de turno cumplió, con creces, su promesa: 60 años de guerra, más de 200 mil muertos y una sexta parte de la población del país desplazada o desterrada, así lo confirmaban.

Aunque un amplio sector de la población seguía considerando a la izquierda como sinónimo de maldad y pecado, y se habían emprendido grandes campañas mediáticas para que siguiera siendo así, ya fuera por moda, por curiosidad o por la natural inclinación a la maldad humana, cientos y miles de personas no sólo sentían simpatía por la izquierda, sino que aplaudían  sus luchas, sus demandas y sus propuestas de gobierno.

No cabía duda pues, que en esa Colombia de finales de 2017 algo había cambiado, especialmente, en asuntos de política. El centro, como discurso purificador, había llegado para quedarse. El centro parecía ser, como en la sentencia de Sartre, un intermedio entre la nada y la nada de dudosa reputación, pero como en política poco se pregunta de dónde vienen los aplausos, todos estuvieron de acuerdo en que no tener partido, ni ideología, ni pactos, ni compromisos, sería la mejor forma de garantizar la victoria.

Pero, ¿estaba perdida la derecha? De ninguna manera. Los perdedores eran los de siempre:  las instituciones, la democracia, el pueblo. La derecha había acudido a la vieja fórmula política para seguir reinando: «Ahora cambiemos todo de nombre, que así todo seguirá igual».

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Julio César Orozco
Periodista sin oficio, abogado sin causa, filósofo por vocación, fotógrafo por afición, maestro en formación.