El vaivén de una existencia

Narra - Conflicto

2017-08-14

El vaivén de una existencia

“El mal sufrido debe inscribirse en la memoria colectiva,
pero para dar una nueva oportunidad al porvenir”.
TzvetanTodorov

Mientras hablaba, sus manos se movían constantemente, evocando la agitación de los peces en un mar turbulento, sin embargo su cara permanecía serena, sosegada, hasta el punto de narrar su vida como un personaje ajeno a sí misma. “La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla”, escribió alguna vez Ricardo Piglia y en medio de ese juego de espejos, entre la mujer que era antes y la que acontece ahora, en las múltiples vidas que vive una mujer que formó parte de la guerra colombiana, transcurre esta historia.

Al escuchar a Dolores*, su relato daba cuenta de una vida con muchas historias dentro. Su narración iba dejando caer pedazos de ser, trozos de existencia, en medio de una guerra que no era la de ella, tampoco era la de sus dos pequeñas hijas con las que vivió en la selva durante una década unida a las filas de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), también conocidas como paramilitares, en el Norte de Santander.

El día del encuentro con Dolores en una localidad de Risaralda el clima era templado, con ese ambiente de los pueblos rivereños que mezclan la calidez de las casas coloridas con bucólicos paisajes y miseria distribuida por igual en cada esquina. Hacía un sol que calentaba sin quemar y aprovechando que los domingos llegaba poca clientela al pequeño negocio de repuestos, que ahora era la fuente de su sustento, Dolores decidió contar esa otra cara de la luna que tiene su vida. Quizás porque otro de los sentidos que tiene contar nuestra historia es librarnos un poco de ella y de su peso en la memoria.

Aquel día era una mañana del año 2015, cuando aún se contemplaba con legítima sospecha el tema de los acuerdos que transcurrían en La Habana, las negociaciones tenían más ateos que creyentes y los principales canales de televisión nacional aún no habían inundado los campamentos guerrilleros con su foco de noticias de última hora, ofreciendo en “exclusiva” su océano de información con unos centímetro de profundidad.

Esto era distinto, la historia era narrada aún en época de guerra. Dolores nos invitó a su casa y ofreció café, la bebida que en este país es la invitación y el garante de una buena conversación, los humeantes tazones de la bebida endulzada con panela aparecieron del otro lado de un pasillo atiborrado de repuestos, rines, bujías y llantas. Después de los primeros tragos sus palabras comenzaron a llenar el aire que parecía tornarse cada vez más espeso.

«¿Usted quiere saber por mi vida de antes o la de ahora?»

Preguntó espontáneamente Dolores, sin percatarse del profundo peso existencial y ontológico que abrazaba su consulta. Yo quería saber por la vida de las dos, de esas dos mitades irreconciliables pero latentes de su vida, la guerrillera que fue antes y la mujer reintegrada a la sociedad civil de ahora.

«Esas que juegan afuera son mis hijas, las tuve después de volarme de la casa con el que ahora es mi esposo. Con la nena me fui a las selvas del Norte de Santander a trabajar con los paramilitares cuando tenía solo 6 meses de nacida. La menor nació allá también. Yo me salí de eso para darles otra vida a mis hijas, aunque vivir aquí tampoco ha sido fácil.»

Las risas de las niñas se escuchaban del otro lado de la ventana, dando una extraña liviandad a la historia. La vida de Dolores por una década se resumió en numerosos intentos por robarle tiempo a la muerte en medio de un conflicto que ya no puede ser explicado en términos dicotómicos de héroes Vs. villanos, y que comienza a mostrar su escala de grises ante el nuevo horizonte de transición hacia una sociedad pacífica.

«Realmente no me fui a la guerrilla porque creyera en sus causas, ni siquiera me llamaban la atención sus ideales. Simplemente mi esposo y yo llevábamos mucho tiempo desempleados, pasábamos muchas dificultades, y se nos presentó la oportunidad de que nos fuéramos con los paras. Nosotros solo sabíamos trabajar en el campo y nos habían dicho que ellos pagaban bien el trabajo en la tierra.»

Dolores, su hija con pocos meses de nacida y su esposo se fueron a trabajar la tierra de los paramilitares, pero allí ya no cultivaban café ni plátano, sino coca. Eran los encargados de los almácigos, del cuidado de las plantas de coca desde la semilla hasta que pueden ser trasplantadas para convertirse en un árbol. En manos de otros quedaba el proceso que la convertía en cocaína, lista para ser consumida en las calles de N.Y, Londres o Ámsterdam, y con la que se financiaban las muertes que se cobraban en El Salado, Trujillo, Mapiripán, El Aro, Yolombó y en todo el territorio nacional atravesado por la herida de la guerra.

El cultivo de coca y el tráfico de cocaína han sido la principal fuente de financiación de la guerra colombiana. Se calcula que el negocio de la droga con unas ganancias anuales de 600.000 millones de dólares al año -solo superado por el tráfico de armas que asciende a unos 800.000 millones de dólares- al menos la mitad corresponde a lo que deja el tráfico de cocaína.

Ni el negocio legal más rentable del mundo como es el petróleo, con 250.000 millones de dólares de ganancias anuales, supera estas cifras que develan un extraño panorama mundial donde los países poderosos y desarrollados trafican y consumen la droga que financia la barbarie en los países vulnerables.

Dolores no solo cuidaba el cultivo de coca, como toda mujer sus responsabilidades variaban en una amplia gama de labores, entre la cocina, el cuidado los niños que secuestraban o que llegaban con otros padres que habían decidido formar parte de paramilitarismo, también lavaba las ropas y se encargaba de las labores de una ama de casa, aunque no sea más que una manera de decirlo porque todas sus labores las realizaba en la selva.

Durante largas temporadas no tenía luz, muchas veces escaseaba el agua y cocinar se convertía en el arte de saber combinar enlatados. En pocas ocasiones servía papas, plátanos o arroz cocinados al calor de la hoguera, un método pocas veces utilizado pues el humo podía delatar su ubicación fácilmente.

«Había que alimentar a mucha gente y la comida se acababa muy rápido, entonces otra de nuestras tareas era irnos en jeep con mi esposo y mis bebes, dando una imagen familiar con la que lográbamos pasar los retenes del ejército sin problemas. Cuando éramos detenidos en la carretera con la carga de alimentos y enseres para los paramilitares decíamos al ejército que teníamos una tienda que abastecer, ellos miraban a la nena durmiendo en mis brazos y con eso bastaba para poder continuar nuestro camino.»

Durante 10 años Dolores vivió con su familia formando parte de las AUC, una guerrilla de derecha a la que se le atribuye la responsabilidad del mayor número de masacres que se registraron durante los años del conflicto armado colombiano, sin embargo ella dice haber permanecido ajena a estas muertes. Afirma que los paramilitares fueron como su familia, quienes la recibieron como una más cuando todos la rechazaron. Los paras llegaron a su vida cuando ella tenía 16 años y era una joven embarazada que había escapado de su casa con su novio. Partieron a la guerra como una manera de sobrevivir, paradoja irrisoria.

Antes de ser paramilitar Dolores era una joven como cualquier otra de un barrio marginal y olvidado de Cali. Ahora, después de un largo proceso de reintegración a la sociedad y haber pasado 6 años cumpliendo los requisitos de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR), Dolores es una mujer “reintegrada”, como le llaman en términos jurídicos, pero en realidad es mucho más que eso, es una excombatiente, una exguerrillera, también es un grito, una tormenta, un reflejo de nuestro país. Es, ante todo, una sobreviviente que pide perdón por su pasado y trata de reinventarse cada día.

Hay noches en que la vencen sus recuerdos que regresan como pesadillas. Una vez estuvo muy cerca de la muerte, fue una madrugada mientras se levantaba, como de costumbre, para hacer los desayunos. Una granada explotó por accidente en el campamento. Los paramilitares entraron en pánico, comenzaron a disparar y mataron a varios de sus propios combatientes, ella tomó a su hija entre los brazos y se arrojaron al suelo.

Cuando los disparos cesaron se levantaron en medio de un campo de guerra sembrado de muertos. Su pequeña hija lo vio todo, durante un mes no pronunció palabra. Al salir de la casa de Dolores la vi jugando a la pelota, nadie puede imaginar el poder de resiliencia que guarda la sonrisa de los niños. Por ella escribo la historia de su madre que es la de ambas, es la de su padre y su hermana menor, es también la de todo un país que se ha debatido históricamente entre la vida y la muerte.

Dolores no sabe muy bien de qué lado quedó, pero juega a la vida cada mañana desde hace 8 años en su taller de repuestos, con sus hijas y su esposo, tratando de olvidar y de sobrellevar esas dos mitades irreconciliables que tienen sus vidas.

 

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*Hemos decidido cambiar su nombre bajo solicitud de reserva de identidad, por seguridad de la fuente y de su familia.

 

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Maria Paz Gomez
Periodista por convicción, filósofa de titulación y escritora por vocación.