El oficio del cremador

No hay afán, hasta ese momento solo crema un cuerpo y no tiene más, así que aprovecha para conversar con sus amigos de oficios varios, con los que siempre bromea; aunque claro, tienen como regla respetar el dolor ajeno.

 

 

Narra - Narrativo

2018-02-01

El oficio del cremador

En la fría camilla metálica yace el cuerpo inerte de Josefina Duque. Sus manos arrugadas por el trasegar de la vida, sobre su estómago. Ya está en paz, su rostro durmiente advierte que su viaje a la eternidad comenzó. A tres metros de distancia, ubicado en el escritorio de madera, del gran salón de baldosas blancas, Víctor Ríos la observa. Con un pantalón negro y una camisa blanca manga larga, el cuerpo de Josefina, en pocos minutos, será reducido a cenizas

A las 6:00 de la mañana Víctor Erney Ríos inicia su turno como cremador. Los pájaros cantan mientras el cielo sobre el cementerio Jardines de Montesacro se despeja. Unas pocas personas caminan por la grama verde, entre las losas de mármol, en donde exactamente a dos metros de profundidad, reposan en su última morada, aquellos que han elegido ser inhumados. Víctor, cremador del cementerio hace 16 años, conversa con sus compañeros en el exterior del Mausoleo, una de las 3 edificaciones del cementerio, en donde además de albergar cenizarios y las oficinas, se realizan las velaciones y los rituales de despedida a los fallecidos.

Esperando en las oficinas a su compañera María, la coordinadora de servicios, que siempre entra a las 7:00 de la mañana, Víctor hace un cálculo de cómo será su turno, leyendo la agenda de los servicios o como popularmente se dice, entierros; aunque afirma que “no hay una regla general de cremaciones, en cualquier momento llega un cuerpo”.

Después de entregar la agenda, baja las escaleras para personal autorizado, y con sus llaves, abre una gran puerta café e ingresa a un salón cuadrado de un blanco inmaculado. A la derecha de este, dos hornos metálicos, uno colombiano y otro americano, se ven imponentes; en el medio, un ascensor horizontal para transportar los cofres o ataúdes; cinco camillas distribuidas por todo el salón, un escritorio a la izquierda y en la parte de atrás, un molino, el cual tritura los restos retirados del horno.

Víctor Ríos de 43 años, baja estatura y piel trigueña que contrasta con su delantal blanco anti fluidos, se ubica en el escritorio y espera a que lleguen los cuerpos. A él no le da miedo. Después de estar en un trabajo relacionado con la muerte, primero como de oficios varios en el parque –como llaman a la grama y las tumbas-, el cual incluía inhumaciones y exhumaciones, ya sabía muy bien a lo que se enfrentaba; así que el día en el que gracias a realizar un reemplazo comenzó como cremador, ya sabía cómo era el proceso. Lo único que tenía que aprender era el funcionamiento de los hornos, que después de pasar por una inducción de dos días, logró la estabilidad laboral que tanto anhelaba, y que la empresa Prever –la cual administra el cementerio- le proporcionó.

Por una puerta auxiliar que da a un callejón, por la cual solo ingresan los empleados y los de la funeraria, se escucha unas voces. Víctor se levanta e inmediatamente sabe que traen unos restos exhumados, que generalmente en las mañanas, siempre resultan tres.  Los restos de José Herrera, cubiertos por una bolsa negra, son depositados en una camilla. Víctor se acerca al escritorio y marca la extensión de María, para saber si puede proceder con la cremación del recién llegado; al recibir una respuesta afirmativa, enciende la poscombustión del horno americano, lo cual perturba la paz del lugar, por el sonido a motor que se origina; se pone unos guantes y un tapabocas industrial, para coger la bolsa con sus manos y proceder a meterla al horno. Cuando este alcanza una temperatura de 300°C, prende los quemadores de la combustión, los cuales dejarían a José, según Víctor, “como brasas, como pedacitos de carbón”.

8:00 de la mañana. Esa es la hora que Víctor anota en la planilla de control de cremaciones –que siempre se debe llenar al meter un cuerpo al horno- . Dos horas después en la casilla siguiente, anotaría la hora de la retirada de las cenizas del horno, luego de pasarlas por el molino. Mientras se realiza la cremación, sube a las oficinas por los stickers con el nombre de José, pues es necesario un sticker para pegar en la camilla junto al cuerpo, y otro para la bolsa con las cenizas, así se evitan confusiones y equivocaciones.

No hay afán, hasta ese momento solo crema un cuerpo y no tiene más, así que aprovecha para conversar con sus amigos de oficios varios, con los que siempre bromea; aunque claro, tienen como regla respetar el dolor ajeno.

Media hora después, Víctor baja al salón de los hornos crematorios, y al hacerlo, el cambio de ambiente se nota al instante; el horno emana calor que impregna al lugar, el sonido del horno hace que se esfuerce más la voz. Se pone  el tapabocas industrial, abre el horno y con un rastrillo, reubica o mueve el cuerpo, para que se consuma totalmente, pues “lo primero que se quema son las extremidades y de último, el torso”.  Cuando el rastrillo reacomoda los restos, una llamarada de fuego se aviva; así que Víctor cierra el horno, se quita el tapabocas y ya solo le queda esperar.

Limpiar, escuchar música, “hacer recocha con los muchachos” y hasta dormir, es lo que hace Víctor mientras los hornos están ocupados. Su relación con los compañeros del cementerio es muy buena, tanto, que hasta le tienen varios apodos como “enano, chiquitico y pelo de coco”.

Su esposa y sus dos hijas, perdieron toda curiosidad sobre la cremación. Para él y su familia, “es un trabajo normal”, lo que para las otras personas no lo es tanto, pues le dicen “no, qué miedo usted, a su esposa no le da miedo eso que usted hace”, y ni se diga de todo lo que comentan de su oficio, ya sea que entregan las cenizas de otra persona o que meten a muchos en un mismo horno, lo cual, Víctor siempre desmiente.

Si bien para hacer su trabajo se requiere ganas de trabajar y fortaleza mental, Víctor ha sido testigo de “sombras pasajeras” mientras está en el molino; pero no les hace caso y sigue con su trabajo; en el cual ve de todo, como una joven que murió por múltiples puñaladas, y que al tener una camisa manga sisa, pudo ver que “los brazos estaban llenos de chuzones”. Y cuando trabajaba en oficios varios, le tocó el funeral de Pablo Escobar – quien está inhumado allí-, en el cual, “pusieron el cofre en la grama del parque y lo abrieron, mientras un gentío acompañaba al cuerpo inerte”. Y precisamente la tumba más visitada es la de Escobar, pues todos los días llega una buseta con extranjeros, que aprovechan también para pasar por la tumba de Griselda Blanco.

Una hora y media después, Víctor apaga el horno y lo abre. De José solo quedaron residuos de huesos calcinados, que deja reposar por 25 minutos, para que al sacarlos estén fríos.  Mientras se enfrían, a las 10:00 de la mañana Víctor coge la coca del desayuno que su esposa le preparó esa madrugada, y se la come en el comedor de los empleados. Nadie lo acompaña; así que en 10 minutos se termina los fríjoles, el arroz, la carne y el huevo frito; lava la coca y vuelve a los hornos para lavarse los dientes con agua caliente, pues su oficio acalora.

Con los restos de José en el horno ya fríos, Víctor se quita el delantal anti fluidos, y se prepara para el servicio que se oficia en el salón de ritual de despedida, en donde los seres queridos del fallecido, lo verán por última vez. El cofre baja por el ascensor, Néstor Díaz, uno de los empleados del cementerio, entra al salón de los hornos para ayudar a Víctor a cargar el cofre. Abren el ascensor y en  dos palos de madera ubicados en el suelo, depositan el féretro de Josefina Duque. Sacan el cuerpo y de un golpe seco contra el metal, ubican el cuerpo en la camilla del horno colombiano, que es eléctrico y cuenta con un sistema de banda transportadora.

Cinco minutos más tarde, por la puerta que da al callejón, llega un hombre de la funeraria para recoger el cofre en donde había reposado Josefina; llena primero la planilla de retirada de cofres – que siempre es diligenciada por los de la funeraria –, y con la ayuda de Víctor, acomodan el cajón rectangular en el carro fúnebre.  Después, y como es costumbre, Víctor verifica si la señora tiene  la licencia de cremación y como así es, procede a meterla en el horno.

Con Josefina cremándose, Víctor abre el horno americano, en donde se encuentra lo que queda de José, y sin ninguna protección, con el rastrillo, amontona el contenido del horno; el cual cae a una bandeja de donde es retirado y depositado en un contenedor de plástico naranja, para luego pasarlo por el molino.

Con el tapabocas industrial, Víctor enciende el molino. Durante un minuto, los restos de José son triturados, hasta convertirse en lo que llaman ceniza, solo que la textura es granulosa, como la arena. Inmediatamente el cremador va por dos bolsas al escritorio, lo que no es muy común, pues generalmente las cenizas caben en una sola bolsa.  Una vez Víctor deposita las cenizas en las bolsas, las sella con la selladora eléctrica y pone el sticker a una de estas. Todo esto, mientras es hora de reubicar el cuerpo de la señora Josefina, que apenas se comienza a desintegrar.

Contando con dos compañeros más, con los cuales se reparte los turnos de la mañana, la tarde y la noche, Víctor termina la jornada matutina, a las 2:00 de la tarde. A pesar de que ha sido  un día de trabajo “suave”, como casi siempre lo es en tal turno, a él le gusta más el turno de la noche, porque hay una mayor concentración y no hay interrupciones por parte de sus compañeras, quienes lo llaman constantemente por cualquier eventualidad; aunque en la noche es donde más trabajo hay que hacer, pues en ocasiones el salón de los hornos crematorios se llena tanto, que una vez, había cuerpos hasta en el suelo; “no había por donde caminar”, asegura el cremador.

Si bien para Víctor su trabajo se le convirtió en costumbre, él nunca se ha vuelto insensible; aprecia a los muertos y los respeta, procurando prestarles el mejor de los servicios, el último que tendrán. El miedo pasa a un segundo plano gracias a que lo maneja “psicológicamente,” y no puede evitar conmoverse cuando es un bebé al que debe cremar. Contemplando el cuerpo inerte de  Josefina, exclama que “esos son los muertos bonitos, de pronto estaba enfermita y mi Dios se acordó de ella”, pero cuando es una persona que recién comenzaba su vida, las cosas cambian.

Y tras 16 años de realizar esta labor, ha perdido la cuenta de cuántos cadáveres han pasado por sus manos, pero lo que sí sabe con certeza es que ama su trabajo y se siente orgulloso de tener como oficio la cremación.

*Por respeto, algunos nombres fueron cambiados.

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Juliana Gómez Restrepo
Comunicadora social - Periodista Universidad Pontificia Bolivariana