Había un a vez un reyecito. Uno de esos reyecitos que aman mandar. Un enanito rey que, en su trono sentado, no tocaba el piso. No porque levitara en su ego. No. Más bien por su tamañito. El mismo que lo hacía sentir inferior en su corazón,p ero que lo dotaba de ese poder de la palabra y el discurso agresivo y sobrecogedor para las masas ignorantes. El Napoleoncito, el Hitlercito. El perrito pincher que se piensa dóberman. Irónicamente, los súbditos lo creen un guerrero. Un indomable héroe de mil batallas. Un Aquiles de la política. Un guerrero de dios con la biblia y la espada en su afiche de mirada en el horizonte y el corazón enmarcado por su mano firme.
Un día el reyecito eterno tuvo que delegar el poder. Con mucho coraje intentó agarrarse de su trono, a punta de Yidis política, maquinó su permanencia, pero quedó a merced de la Constitución que lo jaló hacia su condición de exreyecito y empezó la pataleta del niño que no quiere ir a misa o al dentista. Al final cedió, pero pensó: —Puedo seguir siendo reyecito si pongo a mi primer caballero como rey a nombre mío—. Ese caballero que escogió, resultó ser el mismo que por estirpe estaba destinado a mandar y no dejarse controlar de nadie. Sir Juanpa, un príncipe santo de la orden del Tiempo.
Este paladín de la paz, que mandaba a sus escuderos a reventar a palos a los campesinos “rebeldes” en las tierras lejanas y olvidadas del reino, traicionó al reyecito. El pobre enano pataleó y gritó, amenazó, chuzó y hackeó, pero no pudo hacer nada ante la traición de su caballero. Debió permanecer en las catacumbas de su castillo, rodeado por los vejetes que lo aconsejaban y las gritonas comadronas que lo alababan. Y así pasaron 8 años.
Nuestro reyecito no se rindió. Mientras maquinaba su regreso, se encargó de mover las fichas en su mapita. Soldaditos aquí, paracos acá, bolsitas de oro a los terratenientes y dueños de las industrias, pero lo más importante, convenció a los pregoneros del reino a que repitieran sus mentiras. Él siempre supo que su pueblo no preguntaba, no leía, no estudiaba. Supo que prefería el azote de los capataces que la libertad y la dignidad de su propia fuerza de trabajo. Y así lo convenció de que seríamos como el reino de al lado, ya que los bandidos de los bosques que habían sido sus adversarios en tiempos de su reinado, habían decidido hacer la paz con el caballero Juanma.
El reyecito sabía que no era fácil. Sus marqueses y caballeros estaban en prisión o en el exilio por robar y matar. Pensó y pensó, mientras recorría sus tierras extensas llenas de vacas y cadáveres. Sabía que no podía confiar en un caballero de brillante armadura y cuna de oro. Lo volvería a traicionar.
Entonces mientras paseaba por las porquerizas de su tierra se fijó en el que los alimentaba. Un gordito rozagante que nadie conocía. Se bajó de su caballo y lo llamó. El gordito se acercó a él con la cabeza gacha y miedo en su corazón. El rey le preguntó: —hijito ¿usted qué sabe hacer? El humilde porquero le respondió: Sé tocar guitarra, jugar con la pelota, cantar y bailar. Leo y escribo lo que manda su majestad y me gusta el vallenato, las corridas de toros, el reguetón y la selección de fútbol, como la mayoría de sus vasallos. Sobre todo, obedecer su majestad.
El reyecito le preguntó si quería ser un rey como él. El muchachito sonriente dijo que, si lo ordenaba su majestad, el sería Rey. El enanito sintió paz en su corazón y decidió llevarlo consigo al castillo, pintarle canas y nombrarlo duque del reino. Lo llevó a recorrer todas las tierras que un día fueron suyas, le dijo qué decir, cómo decirlo, y de qué forma. Lo paró junto a los pregoneros de todo el reino y le enseñó a cambiarse de credo, a besar la cruz y la biblia.
Le mostró cómo se hacía la quema de libros, brujas y herejes. Lo llevó de la mano a la santa inquisición y a visitar otros reyes. Esos mismos a los que él quiere mucho. Le enseñó a llenar de miedo el corazón de los incautos y a besar las manos de los comerciantes y mercaderes de su reino y de otros reinos.
En la contienda final ganó el miedo. Los atisbos de revolución de la vida, las artes, la sapiencia y la cultura fueron cortados con la guillotina de las mentiras. Y así el duque se hizo rey.
Hoy el reino vive en la más oscura de sus edades. Los vasallos de carruaje y finca se han dado cuenta que no eran parte de esa élite que creyeron ser. En las calles se respira un aire de desolación y pobreza. Se baten a duelo los humildes arribistas, por creer en su superioridad diciendo: “usted no sabe quién soy yo”. Discriminando, juzgando, separando a los diferentes. Águilas negras quemando a los herejes a plomo, mientras los ricos y poderosos de verdad se ríen desde los balcones de sus castillos de los pobres ilusos que se creen igual que ellos.
Y así un reyecito observa desde su guarida, moviendo los hilos de un criador de cerdos, esperando con miedo que el pueblo no despierte del letargo de 200 años. Miedo tiene y tendrá por el resto de sus días. Porque el despertar del pueblo significaría pasar su cabeza por el cadalso de los criminales.
Fotografía cortesía de El Nuevo Herald
Súper bueno. Ni mas que ver. Grandioso. Felicitaciones cosa mas buena
Brillante, pero le falto ser mas crudo y senido a a sus electores.
brillante fabula inclonclusa y fabula inconclusa, de un reino sin pueblo valiente, parecemos 40 millones de judios estupidos en una no alemania governada por una gestapo debil y unos «nazis» sin cerebro.
Felicidades. Exelente adaptación de la historia política de el «gran colombiano» y del «títere».
Excelente
Excelente
Y el pueblo sufrió las consecuencias de tamaño disparate con un reyezuelo jugando a ser monarca. En cagada tras cagada .