Colombia: un Estado Asimbólico

Opina - Sociedad

2017-08-11

Colombia: un Estado Asimbólico

El contenido de este texto busca reacciones en los lectores, alrededor de la categoría Estado Asimbólico que se propone evaluar la acción estatal (histórica) del Estado colombiano. Así entonces, espero los comentarios que a bien tengan hacer aquellas personas que decidan dedicar tiempo a leer este artículo.

Un Estado se considera Asimbólico cuando, por su débil institucionalidad, es incapaz de regular, guiar y enfocar la vida de quienes comparten un territorio sobre el que teleológicamente busca dar sentido a ideas políticas como soberanía popular y estatal, y moralidad pública; y lograr, en un proceso histórico continuo y vigilado, una esperada e imaginada unidad nacional.

Un Estado se considera Asimbólico porque a lo largo de su historia, la estructura de poder que lo soporta y las correlaciones de fuerza que lo visibilizan y perpetúan,  permitieron la consolidación de negativas representaciones sociales (RS) de sus asociados, que terminaron en el debilitamiento de su imagen como orden viable, legítimo y justo.

Su incapacidad e “insolvencia” simbólica es resultante del desgaste que sufrió su institucionalidad estatal por las acciones y prácticas asociadas al clientelismo, a las de un entronizado ethos mafioso y a la corrupción público-privada que poco a poco minaron la confianza de la ciudadanía, hasta deslegitimar su operación e intervención a través de políticas públicas y por supuesto, a través del uso del poder coercitivo, del uso legítimo de la fuerza, de la imposición de gravámenes y del imperio de la ley.

Lo que sucede con el Estado en lo que corresponde a la función simbólica que le precede, es que ésta, una vez debilitada por la circulación y entronización de las negativas representaciones sociales (RS) construidas y  de-construidas por los  ciudadanos y las que terminan interiorizándose en quienes sobrellevan la institucionalidad estatal, esto es, el Presidente de la República y otros funcionarios de elección popular y en general de la burocracia estatal, es que pierde credibilidad, legitimidad y anima el incumplimiento de la ley, la inmoralidad pública, así como el irrespeto a las instituciones estatales y la consecuente violación de la confianza ciudadana.

Un Estado mantiene intacta o pierde su condición de símbolo de poder y dominación a lo largo de la historia y  de acuerdo con las formas como se resolvieron los conflictos, las luchas y las guerras que se suscitaron durante su proceso de consolidación.

Todo lo anterior, asociado, por supuesto, a las prácticas culturales y al fortalecimiento de actores de poder interesados, en primer lugar, en construir Estado a partir de su aceptación como necesidad para superar estadios de violencia e inmanejables incertidumbres sociales y espirituales; y en segundo lugar, esos mismos u otros actores de poder (de la sociedad civil, especialmente), proclives a través del tiempo a “hacerse” con el Estado para orientar o reorientar los objetivos compartidos universalmente sobre su función, operación y fines políticos.

El carácter más o menos espectral con el que históricamente el Estado opere, le irá asegurando la condición asimbólica en la medida en que la sociedad civil y la sociedad en general toman decisiones más acordes con intereses particulares y de acuerdo con los frutos que dejen las “negociaciones”, coaliciones, recomposición del poder y consensos logrados entre sectores de poder (élites del llamado Establecimiento) interesados más en consolidar un tipo de Estado sectorial o regionalmente fuerte (privatizado), al tiempo que aseguran su debilidad para ejercer completo  dominio del territorio administrativa y políticamente reconocido.

Para el caso de Colombia, el Estado es Asimbólico porque de tiempo atrás su inacción, su débil respuesta a las demandas sentidas de la sociedad, en especial a los más vulnerables, su no presencia, o por el contrario, su presencia no heterogénea en el territorio nacional, permitió y permite aún que dicha nomenclatura, concepto y categoría haya perdido anclaje político, social y económico, lo que paulatinamente debilitó su capacidad de mantenerse y erigirse como  un símbolo de unidad identitaria y territorial sobre el que recae la enorme responsabilidad política de convertirse en un faro moral para sus asociados.

La condición asimbólica del Estado colombiano puede tener origen en el incumplimiento de los tres monopolios modernos, universalmente aceptados: renta, fuerza o violencia y justicia. Pero digamos que esa no sería la única fuente determinadora de esa condición. Su carácter espectral con el que se presenta a lo largo y ancho del territorio nacional, anima, produce, reproduce, legitima y valida acciones y actores paraestatales que pueden ser legales o ilegales. Quizás, entonces, su sombría o fantasmagórica figura sea la fuente más clara de dónde viene la condición asimbólica que se le puede endilgar al Estado colombiano.

De esa manera, la función simbólica del Estado recae no solo en quien funge como Presidente de la República, sino en cada uno de los funcionarios públicos que llevan a cuesta la representación del Estado como una forma de dominación en la que el uso de legítimo de la fuerza, la intimidación y la coerción, se aceptan a través de tres caminos:

El primero, a través de la aceptación natural por parte de cada uno de los asociados que nacen, reconocen las circunstancias regladas, se comprometen a respetarlas y promueven su perpetuación a través del ejemplo; el segundo, a través de la aceptación expresa de su autoridad por parte de ciudadanos que confían y reclaman del Estado su condición perenne. Y el tercero, a través de la imposición a través de acciones violentas que tienen un carácter ejemplarizante y persuasivo para aquellos grupos humanos o sectores de poder particular que retan o cuestionan la autoridad y la legitimidad estatal.

Para el caso colombiano, dichas acciones disciplinantes y ejemplarizantes se enmarcaron en la lucha contra los grupos de bandoleros y las otras denominaciones en el contexto de la violencia política de los años 40 y 50, y posteriormente, el enfrentamiento estatal contra las agrupaciones subversivas que surgieron en los años 60.

Al revisar el contenido de la Constitución Política de Colombia (1991) se encuentra el carácter simbólico del Estado, en particular cuando en el Título VII, de la Rama Ejecutiva, Capítulo I del Presidente de la República, se lee: “Artículo 188. El Presidente de la República simboliza la unidad nacional y al jurar el cumplimiento de la Constitución y de las leyes, se obliga a garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos”.

La disquisición alrededor de si el Estado colombiano es símbolo de poder, o si por el contrario su accionar en lo público hace pensar en que su poder es estratégicamente simbólico, no solo confirma su naturaleza simbólica como un tipo de orden, sino que advierte que el Presidente,  como máxima autoridad moral y administrativa, entra de manera obligada en un proceso de consolidación del  Estado, en su calidad de Jefe de Estado, como símbolo de unidad nacional.

De esta manera,  la condición o el carácter simbólico del Estado bien pueden debilitarse o consolidarse de acuerdo con las valoraciones que de la gestión del Presidente hagan los ciudadanos y actores de la sociedad civil, incluyendo por supuesto a los partidos políticos.

Con todo lo anterior, y si seguimos a Fernán González cuando señala que Colombia es un Estado en formación, podemos colegir que hemos construido, de disímiles maneras, o por específicas circunstancias, un Estado Asimbólico, hecho que hace aún más complejo el ejercicio de erigirse como un orden justo, defendible, viable y legítimo.

 

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Germán Ayala Osorio
Docente Universitario. Comunicador Social y Politólogo. Doctor en Regiones Sostenibles de la Universidad Autónoma de Occidente.