Colombia pinochesca (I)

Opina - Sociedad

2016-06-10

Colombia pinochesca (I)

(O del hablar franco)

Los colombianos somos grandes mentirosos por esencia. Fabricamos y decimos mentiras en abundancia, hemos refinado el método de la falacia hasta hacer de ella modelo de nuestra comunicación; y usamos la mentira igual para definir nuestra identidad, que para relacionarnos con otros en el ámbito cotidiano. Históricamente, por encima de las bombas y los fusiles, ha sido la mentira nuestra principal arma de guerra.

Hablemos ahora de una de esas formas de la mentira. Contemos alguna anécdota.

Hace alguno años vino a la Fiesta del Libro de Medellín el escritor francés Oscar Brenifier a hablar de su obra (es conocido como escritor de cuentos infantiles) y a realizar algunos talleres con niños y adultos. Brenifier, quien además es pedagogo y filósofo, estuvo ocho días encerrado en una carpa auditorio intentando, por decirlo así, conversar con quien se atreviera a entrar en lo que él denominaba el círculo de la verdad.

Más de la mitad de las personas que participaron de los talleres abandonaron el ejercicio a media marcha, algunos huían furiosos e, incluso, mandaban a Brenifier al carajo por irrespetuoso y atrevido; otros, simplemente, preferían guardar silencio y expresar el malestar que sentían o lo complejo que les resultaba la dinámica propuesta por el escritor.

¿Qué cosas tan graves preguntaba Oscar Brenifier a los asistentes?: A unos compañeros de trabajo, si les gustaba trabajar con el otro; a un niño, si sentía que su madre (quien estaba a su lado) lo quería y lo respetaba; a unos novios, precisamente, cuántas mentiras se decían a diario para intentar salvar su relación; a un padre, si cuando su hijo pedía la palabra para hablar frente al auditorio, éste no estaba buscando otra cosa que reconocimiento público.

Sin excepción, y antes de ser llevados al límite de su paciencia, los participantes habían pronunciado un buen número de mentiras para salir bien librados de tan incómodas preguntas. Era preferible enojarse, salir corriendo, antes que hablar con franqueza o reconocer la siempre incómoda verdad.

Mentimos, pues, los colombianos, porque nos viene por herencia, porque ha sido nuestra forma tradicional de relacionarnos con los demás. Mentimos para no defraudar la confianza, para que haya siempre armonía y no discordia. Mentimos porque le tenemos miedo al conflicto, o porque la forma preferida de resolver el conflicto ha sido el uso de la violencia y suponemos que, hablar con la verdad, implica comenzar, cada mañana, otras guerras.

Es claro también que, según la región del país de la que hablemos, utilizamos la mentira de forma distinta. Por ejemplo, en las zonas costeras se miente más como una forma de exageración o distorsión de la realidad, de inventar una apariencia o un estilo de vida. De la gente del interior, y muy especialmente de los paisas, se dice que mentimos por una especie de modestia solapada, eso de que somos muy queridos, muy respetuosos, conservamos las formas. Quizá, por eso, también se dice que somos muy sentidos, nos enojamos con que nos miren rarito. No soportamos, nos irrita, el hablar franco.

Hubo una cultura, una escuela filosófica, conocida en la Antigüedad, por eso del hablar franco. Eran los cínicos. Y cosa curiosa, cómo el lenguaje y sus significados cambian con el uso y el paso del tiempo: hoy le decimos cínico al que miente y comete actos vergonzosos con descaro.

De los cínicos, además de su apariencia física (una barba hirsuta, una túnica rota, el sexo al descubierto), nos queda una filosofía de la vida. De ellos era la desvergüenza, el sarcasmo, la ironía, el lenguaje escatológico (reivindicar del ombligo para abajo), el humor, la búsqueda de la virtud y (lo que aquí me interesa traer a cuento) el coraje de la verdad y la franqueza, para la que utilizaban el término parresía, hablar franco. Así, era un parresiastés aquel que practicaba el hablar franco.

Se dice que Diógenes el Cínico fue el gran parresiastés de su tiempo. Y se dice que después de Diógenes hubo otros hombres (y mujeres, claro está) que hablaron franco, como Jesús de Nazaret, el Quijote y hasta Simón Bolívar: El trío de los tres grandes incomprendidos de la historia. Andar diciendo la verdad siempre molesta, más, en un mundo de cuerdos.

Pero ¿por qué deberíamos abandonar la mentira, elegir la verdad? Al parecer, desde los días de Diógenes, el hablar franco es una medicina del cuerpo, una especie de clínica de las almas.

Hablar franco no tiene nada que ver con agredir al otro, con atentar contra su dignidad, tiene que ver, más bien, con la honestidad y el compromiso con la verdad, por más que ésta resulte, a menudo, dolorosa. La verdad requiere valentía y coraje, por lo tanto enaltece y da más virtud a quien la practica.

el-mundo-es-de-los-mentirososBuena parte de las mentiras que decimos están relacionas con haber hecho del trato con el otro un ejercicio de adulación. Utilizamos palabras que no puedan herir o cambiar la percepción que esperaríamos que los demás tengan de nosotros. Sin embargo, en el trato con quienes queremos, como nuestra familia y amigos, el hablar franco posee una ventaja, hiere sin herir. Esto es: porque te conozco y te quiero debo hablarte con honestidad y franqueza.

Porque somos libres, especialmente porque estamos condenados a elegir la libertad, dice Savater, deberíamos también elegir la verdad. Estamos llamados a elegir la verdad, aunque, como en Fragmentos de un Evangelio Apócrifo, Borges nos otorgue una dosis de desmesura, un margen de error y nos recuerde que “no hay hombre que al cabo de un día, no haya mentido con razón muchas veces”.

Adenda: Hasta aquí hemos hablado de esas mentiras personales que nos decimos a diario y del hablar franco como su mejor cura. Para hablar de la falacia, esa otra mentira que utilizamos como arma de guerra, necesitaremos otra columna.

Publicada el: 12 Jun de 2016

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Julio César Orozco
Periodista sin oficio, abogado sin causa, filósofo por vocación, fotógrafo por afición, maestro en formación.