Querido Juan,
Sé, por un amigo en común, que a pesar de tu deseo el pasado domingo te negaste a salir a la calle para participar de la Marcha del Orgullo Heterosexual.
Aunque ya pasas de los treinta, sigues guardando en silencio tu gusto por las mujeres y, acaso, si crees que tus amigos más cercanos están preparados para reconocer y entender tu elección y orientación sexual.
Hace años, por comentarios de vecinos y familiares, por un mensaje o una foto dejados al descuido, tu familia comenzó a sospechar que algo no iba bien contigo. Fue poco después que tu madre, una mañana, mientras preparaba el desayuno, te miró a la cara con una mezcla de rabia y desconsuelo y te preguntó: “Decime la verdad Juan, ¿a vos te gustan las mujeres?”.
Apenas si alcanzaste a pronunciar un titubeante sí, antes de que tu madre explotara en llanto para luego confirmarte que ya lo presentía y que, aunque te seguiría queriendo como hijo, todo ello la embargaba de un profundo dolor.
Te recordó, una vez más, que desde la Grecia Antigua se entendía que el hombre se había hecho para el hombre y la mujer para la mujer. Hizo hincapié, una vez más, que por ejemplo en el Banquete de Platón, Aristófanes había hablado de ese ser múltiple y redondo que era el ser humano al comienzo de los tiempos. Ser que poseía cuatro brazos, igual número de manos, dos rostros sobre un cuello circular puestos en sentido opuesto, sobre una sola cabeza; además, cuatro orejas, dos órganos sexuales y todo lo atinente a esta descripción.
En algún momento los dioses, ante el mal comportamiento de los hombres, dividieron a este primer humano en dos partes iguales y las abandonaron por el mundo. “De tal manera -insistió tu madre- nuestra misión en la vida no debería ser otra que encontrar esa mitad en todo similar, perfecta y complementaria, como lo ha sido desde siempre”. Del tema no se volvió a hablar en tu casa.
Lloraste tu mala fortuna, pero a solas. No querías demostrar debilidad o contemplar la idea de renunciar al amor. De hecho, ya amabas a una mujer, amabas a María. La habías conocido de una de esas formas secretas como los heterosexuales, en un mundo homosexual, aprendieron a descifrar el lenguaje del amor: Una mañana cualquiera ella abordó el mismo vagón del tren que llevaría a ambos al trabajo. Se miraron y se descubrieron deseados por el otro, ocultaron con rapidez el rostro, pero volvieron a mirarse entre sonrisas tímidas. Tú te acercaste con cautela, ella saludó primero. Desde entonces han sido inseparables.
Aquel día en el comedor, junto a tu madre, querías haberle dicho que hacía tiempo sostenías una relación con María, que era un amor hermoso, que se respetaban y valoraban como cualquier pareja homosexual. Querías decirle que, al igual que tus hermanos con sus esposos y tus hermanas con sus mujeres, tú querías un lugar en esa casa para María, que ella también merecía ser parte de la familia.
Este domingo, el de la Marcha, volviste a sentir una confusión extraña de sentimientos: Mientras muchas personas desfilaban por primera vez por las calles de tu ciudad en medio del júbilo y la diversión de una gran fiesta, en las redes sociales otros activistas de la causa se enfrascaban en disputas interminables sobre por qué marchar o no, qué nos hace más heterosexuales a los heterosexuales o cuáles son los hetero de primera, de segunda y de tercera categoría. “¿Es eso de lo que deberíamos estar discutiendo?”, seguro pensaste.
Miras hacia atrás, en la historia, y sabes que algo ha cambiado. En Colombia, nuestro país, ya se han reconocido una docena de derechos a las parejas heterosexuales que van desde del derecho al matrimonio y a constituir una familia, hasta el de afiliación al Sistema de Salud, el de pensión de sobrevivencia o el aún polémico derecho a la adopción de menores. “¿Qué ejemplo podría darle una pareja heterosexual a un menor? No es sino ver las noticias”, se preguntan muchos opositores.
Sí, sabes que algo ha cambiado: En la Antigüedad, la heterosexual fue una institución regulada y con aceptación por distintas sociedades de su tiempo. La Edad Media, no bien acompañada del dogma, elevó este comportamiento a pecado y delito: era herejía, sodomía y lascivia. La Modernidad no apartó esta condición de inmoralidad pública y los códigos penales contemplaron el delito y la pena que, para el caso colombiano, se mantuvo hasta el inicio de los años ochenta. Ya hacía casi una década en que ser heterosexual había dejado de ser un desorden mental, según el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM) de la Asociación de Psiquiatría Americana (APA).
Pecado, delito, enfermedad, comportamiento antinatural e inmoral, manifestación de la sexualidad humana: ¡Cuánto hemos avanzado¡, quizá reflexiones ahora, pero de inmediato comprendes que, como en la conquista de cualquier derecho, cuando algo se ha logrado hacia atrás, el presente sigue siendo complejo: intolerancia, viejos odios, desinformación. “¿Y el futuro?”, preguntarás. Pues el futuro siempre es una utopía, un mañana cargado de desafíos para nuestro mejor vivir como especie en la Tierra.
Quizá algún día decidas casarte con María y engendrar o adoptar hijos, ya lo han hablado. Por ahora, quisieras decirle al mundo que ella es tu novia y que la amas. Quisieras poder salir a la calle, tomarla de la mano y no tener que mirar atrás o a los lados, a cada instante, en busca de la mirada acusadora, el insulto o el castigo público. Quisieras besarla en el parque y cargarla en el concierto. Quisieras que esos otros a quienes amas abrieran también un pedacito de su corazón para ella.
Quisieras que tus compañeros de trabajo no vieran la heterosexualidad como un chiste flojo que se hace a la hora del almuerzo y que algunos amigos no se refieran a ti como “mi amiguito hetero”: Te sobra esa etiqueta, sabes que eres más que un heterodiverso. Quisieras, más allá de celebrar un día cargado de manifestaciones folclóricas, que esas reivindicaciones de la población heterosexual fueran un acto del pasado, simplemente por innecesarias. Es eso que han dicho las feministas, cuando se ha propuesto la creación de una oficina para asuntos de hombres: “Las instituciones para las mujeres se deben cerrar. Eso ocurrirá el día en que seamos iguales en derechos a ellos”.
Tu madre ya está entrada en años. No estás seguro si aceptará verte algún día al lado de María sin que brote de su rostro un gesto de reproche o una aceptación incómoda. Entiendes que debes respetar su derecho al enojo, a pensar de forma diferente, que ella pertenece a otros tiempos; pero también sabes que es asunto de cada humano enfrentarse a sus propios fantasmas. Finalmente, comprendes que tu principal conquista, la que quieres celebrar, es el hecho de haber decidido no renunciar a ser feliz. Se diría que tenemos pocas oportunidades en la vida para serlo.
Gracias por el coraje. Un abrazo,
Julio César