Algeciras, entre el olvido y la guerra

Aquí, la guerra nunca se fue, «mutó»; no sin antes dejar profundas grietas en el tejido social de la población.

Opina - Conflicto

2020-09-30

Algeciras, entre el olvido y la guerra

Columnista:

Daniel Avendaño

 

Viajar hacia Algeciras es suficiente para disfrutar del paisaje que brinda la imponente cordillera oriental, esa donde se ha escrito buena parte del conflicto armado en Colombia. Cruzar ese sistema montañoso es ver que, más allá del origen colonial de su nombre; la geografía rinde tributo a su traducción en árabe: Isla; una isla verde en medio de los Andes.

Para navegar en ella —como visitantes—, es necesario bogar con cautela, es saber que, tenemos derecho a observar siempre y cuando, no exista un análisis profundo de las cosas que allí suceden; es entender que Algeciras como muchos pueblos de Colombia, padece el olvido y la tiranía de la guerra.

Al llegar, es inevitable cargar con las miradas de propios, que asumen con desconfianza el arribo de forasteros… Para muchos, no preguntar es ley divina y callar, es la orden. Algo entendible pues, más de 22 mil habitantes viven atemorizados en un municipio rural, donde la justicia parece abstracta y paralizada.

Aquí, la guerra nunca se fue, «mutó»; no sin antes dejar profundas grietas en el tejido social de la población. El accionar de la columna móvil Teófilo Forero de las extintas Farc bajo el mando de El ‘Paisa’, causó terror y exacerbó el abandono estatal que hoy persiste en este municipio.

En algunos casos, mencionar ese alias, significa revivir traumas o desatar conflictos. Acá, más que en cualquier lado, pensar antes de hablar, salva o quita vidas; en estos contextos, donde la palabra queda relegada, los ojos se convierten en la única herramienta para ejercer la crítica.

Claramente ver y observar, no es lo mismo. Puedo ver la aparente tranquilidad de la gente en la galería y en los negocios o el afán que producen las jornadas diarias en la ‘nueva’ normalidad. Sin embargo, la importancia radica en observar lo que no está explícito; detrás de cada gesto o acción hay relatos que a lo mejor, la guerra se ha encargado de construir.

Narrativas que se reflejan en la mirada del campesino, basta con analizarla para tratar de entender el motivo de su silencio y la angustia contenida detrás de los ponchos, los sombreros y las botas.

Miradas inocentes que chocan con la arrogancia de quienes portan el uniforme y las armas; militares que posan como los machos, dueños de las esquinas en un pueblo donde reina la desconfianza generalizada y la ausencia del Estado.

Tanta militarización, da la ilusión de seguridad pero, la realidad es otra… En lo que va del 2020, han asesinado al menos a cinco excombatientes de las Farc, a tres líderes sociales; dos masacres en menos de tres meses y más de 60 personas desplazadas… Actuaciones que atentan contra la seguridad, la vida y el mismo acuerdo paz.

Es triste hablar de Algeciras sin tener que asociarlo a un pasado-presente de guerrillas, muerte y desigualdad. ¿Pero cómo no hacerlo? Si la guerra expropió todo tipo de identidad, e hizo de la libertad, una utopía más difícil de alcanzar.

Un panorama que me lleva a las palabras de Daniel Pécaut y su definición del «no-lugar», visto como la ausencia del espacio privado en el cual los lazos sociales pueden construirse. Eso, es Algeciras, un «no-lugar». Y es más que lógico, el conflicto armado sigue poniendo entre la espada y la pared a muchos, al punto de polarizarlos entre buenos y malos.

Cada uno es consciente de que en cualquier momento puede ser el «sospechoso» o el »enemigo» del vecino, amigo e incluso, del familiar. Porque la guerra no teje lazos, los rompe y fragiliza progresivamente a los territorios.

Algo grave porque disloca los referentes institucionales y llena de escepticismo a la gente frente a las acciones de un Estado incapaz de brindar salidas al conflicto. Sinceramente pequé por ingenuo al creer que el Estado llegaría primero a los territorios que dejaron las Farc antes, que las disidencias o cualquier otro grupo ilegal.

Pero no, me equivoqué aun cuando desde un principio, pude percibir el fascismo criollo de este régimen; la llegada del uribismo está matando el Acuerdo de Paz; en su Gobierno, no se cumplen las leyes, pero sí las amenazas.

A futuro, tanto usted que lee, como yo, quien escribe, podemos llegar a ser una estadística más en los «ajustes de cuentas», que por más de 20 años han servido de excusa para que narcos y paramilitares se perpetúen en el poder, con su oferta de seguridad.

Esos mismos que nos consideraban «ciudadanos» en elecciones pasadas, ahora nos asesinan por ser «criminales» afines a la insurgencia, cuando en realidad pedimos soluciones, cada vez más difíciles en plena pandemia.

 

Pobres y olvidados

Una de esas, sería empezar a disminuir los índices de pobreza en el municipio: el 55,1 % se concentra en la zona rural, con respecto al 35,3 % en el sector urbano (DANE, 2018). ¿Para dónde vamos? ¿Es posible tener salidas en medio de tanta crisis? ¿Podemos hablar de reactivación económica en un «no-lugar», donde la pobreza junto a la guerra, llegaron antes que el coronavirus?

A eso, debemos sumarles la disputa territorial a manos de cuatro grupos disidentes de las Farc, entre ellos, la autodenominada «FARC-EP Segunda Marquetalia Columna Teófilo Forero – Unidad Oscar Mondragón».

Volvieron las contiendas entre criminales y oportunistas, cuyo discurso político carece de fundamento; aprovechan la conexión entre el Huila con el Caquetá, los llanos del Yarí y la Macarena, para transportar mercancía ilegal y hacer cuanta fechoría se les venga en gana.

Ante eso, ¿qué hace el Gobierno nacional? Nada. Duque juega a ser policía mientras sus ministros anhelan la presidencia; algo poco novedoso si tenemos en cuenta que el mismo personaje que debería garantizar los derechos y libertades de los colombianos, se codea con el narcotráfico y este último, con la Policía y el Ejército.

Su cogobierno abandonó a los territorios. La muestra clara es Algeciras: no está recibiendo los recursos destinados para la paz, aun después de ser reconocido en el Huila, como uno de los siete municipios con las zonas más afectadas por el conflicto armado y el único en ser priorizado para el posconflicto y los programas de desarrollo con enfoque territorial (PDET). Si eso sigue sucediendo será difícil hablar de posconflicto, los violentos seguirán aprovechando la ausencia del Estado a fin de convertir en rehenes a toda una población.

De igual forma, si nos fijamos en la gestión de la administración municipal a cargo de Libardo Pinto, encontramos el poco éxito que ha tenido para frenar el recrudecimiento de la violencia. Obviamente, la desfinanciación de los acuerdos deja a los alcaldes manicruzados y los aleja de tomar acciones claves frente a situaciones de riesgo.

Pero, más allá de eso ¿en qué está fallando Pinto? ¿Qué ha hecho o ha dejado de hacer para solucionar si quiera la enorme brecha de desigualdad? ¿De qué sirven los consejos de seguridad —casi a diario— si el peligro a quedar entre las balas aumenta todos los días?

Quizás, el festín de su boda en pleno confinamiento fue más importante que centrarse de lleno en las necesidades de los campesinos que hoy, esperan soluciones eficaces a sus necesidades:

Cobertura suficiente en materia educativa y en alcantarillado; avance para mejorar la intermitencia de energía eléctrica en algunas zonas; disponer de plantas para tratamientos de agua pues, según la defensoría del pueblo cuentan con un acueducto de carácter veredal; garantizar el acceso a internet— este sólo llega al 1,3 % en la cabecera municipal— y, disminuir los niveles de alto riesgo por reclutamiento armado contra niños, niñas y jóvenes.

En efecto, situaciones que en Algeciras, hacen del desplazamiento forzado un producto no exclusivo del accionar de los grupos armados sino, también, de la desigualdad, ignorada por quienes deberían asumir sus cargos públicos con seriedad y compromiso.

Sin duda, algo que «motiva» a los campesinos a salir de sus tierras y llegar a ciudades como Neiva —que cada vez son menos seguras—, en busca de oportunidades y un «mejor» bienestar. Tal vez, unos pocos logren estabilizarse, no sin antes pasar por un proceso fuerte de exclusión y aculturación. Razón tenía Pécaut cuando dijo: «En el horizonte del terror, la identidad está a merced de las circunstancias».

Y estará a su merced por mucho tiempo; la poca inversión social seguirá haciendo de los territorios un campo en disputa. Lo peor, es que, sin importar quién asuma el control territorial, los beneficiarios serán los mismos de siempre: políticos, terratenientes y empresarios; ya sea por acción u omisión, por narcotráfico o con tierras.

Por ello, es necesario que al menos en este caso, se cubran las necesidades básicas de la población algecireña, con el fin de reducir la brecha de desigualdad. Es hora de que los pueblos en Colombia reconozcan la presencia estatal, diferente a la militarización, pues esta, solo trae más violencia.

De lo contrario, hasta que la guerra no nos toque, más allá de la pantalla de un televisor o adquiramos una posición crítica de la situación del país, seguiremos hablando del conflicto armado, como un fenómeno común, sin importancia.

Aumentarán los desplazados en las esquinas de los semáforos o en las periferias urbanas, los muertos en las fosas comunes, los niños y jóvenes en las filas guerrilleras y las fotos de los desaparecidos en redes sociales, en esquinas y comandos.

Finalmente, es hora de que como sociedad, nos miremos a sí mismos y reconozcamos que la construcción de paz y de justicia, va más allá de señalar y aceptar culpas; también se trata de asumir responsabilidades.

Adenda: La última masacre en Algeciras donde asesinaron a tres personas, ocurrió casi al mes de la última alerta temprana n.° 043-2020 emitida por la Defensoría del Pueblo, el 25 de agosto de este año. La alerta de riesgo es ALTA.

 

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Luciana Avendaño
Comunicadora Social y Periodista con enfoque en asuntos políticos y parlamentarios. Apasionada por la Historia.