Alcaldías de cemento

Que el «mundo» se acabe no nos debería desvelar. Lo preocupante es que la cantidad de energía invertida en la tecnificación de nuestra existencia, no sirvió para que podamos adaptarnos o tomar decisiones adecuadas cuando ocurren sequías severas, inviernos prolongados, entre otros sucesos atmosféricos repentinos.

Opina - Política

2023-03-14

Alcaldías de cemento

Columnista:

Juan Alejandro Echeverri

 

Esto ya no es un pueblo. Esto es una mala réplica citadina. Algo que se promociona como lo que no es. Un desfile incesante de volquetas y obreros; una avalancha de concreto y urbanizaciones.

Si está pensando en el slogan para que La Ceja recuerde su legado, con franqueza Nelson Carmona podría decir que la suya fue la Alcaldía del cemento; la que dejó que la especulación inmobiliaria parcelara el municipio; la que acabó con el poco verde que le quedaba al casco urbano.

La expansión urbana desmedida infla fácil y rápido las cuentas del municipio, conservar un corredor boscoso o un humedal no genera dinero alguno. El loteo urbanístico también rebasa la demanda de servicios públicos, sobrecarga la red de alcantarillado, y colapsa unas vías desbordadas por el tráfico vehicular. Mientras que ese pantano despreciado o aquel montón de árboles aleatorios, regulan ciclos hídricos, mitigan inundaciones, son reservorios y fábricas de agua. «Pan de hoy, hambre de mañana», profetizaban las abuelas que nunca asistieron a una clase de indicadores y finanzas.

La pasivos ambientales y financieros que dejan el show del cemento son difíciles de notar en medio del ruido y el polvo que levanta la maquinaria. La conurbación en La Ceja sobrepasó los límites del casco urbano, y cuenta con autorización para extenderse a la zona rural, priorizando las viviendas y parcelaciones de alto costo.

Todo indica que el mercado político e inmobiliario sueña con una Ceja sin cejeños; con otra ciudad intermedia hecha a las carreras, incapaz —como escribió Martín Caparrós— «de seguir el ritmo de su propio crecimiento».

A escala global, el consenso entre poderes está implícito: la inercia de la tecnología y el consumo —de energía, litio, recursos no renovables, químicos, aspirina, fibra óptica, plástico, máquinas, y cuerpos— es imparable. El deterioro del delicado y complejo ciclo natural, también: en los últimos 50 años ha disminuido el 69 % de las poblaciones de mamíferos, aves, reptiles, anfibios y peces existentes en el planeta. Especies de las que dependen el 70 % de las personas pobres en el mundo para alimentarse, curarse, incluso para usos cosméticos.

En la ecuación capitalista son privadas las ganancias que deja la explotación de los recursos, y son públicos los efectos que provoca acabar con los arrecifes —capaces de amortiguar la fuerza de los huracanes—, las mariposas —encargadas de transportar el polen de las flores a otras plantas—, los escarabajos —responsables de descomponer y reciclar la contaminante boñiga de las reses—, las aves —dispersoras de semillas—, y los felinos —reconocidos como guardabosques naturales de los montes tropicales—.

Los regurgitados de la naturaleza y la extinción de la flora y fauna son fenómenos tan normales y cíclicos como la salida y ocultamiento del sol. Arturo Ospina de la Roche afirma que un «tsunami es tan natural como el granizo, el que tiene la culpa de estar mal ubicado es el género humano por un modelo de desarrollo equivocado».

No existen los desastres naturales, el verdadero desastre somos nosotros. Tampoco existe el fin del mundo, ese es un invento judeocristiano, el planeta seguirá su ciclo biológico con o sin nosotros.

La Tierra nunca ha sido la misma. Hace millones de años los glaciares cubrían casi todo el planeta, hace otros tantos era 6 grados más caliente que hoy. Ha sobrevivido a etapas parecidas a la que estamos viviendo. Periodos en los que la exagerada liberación de CO₂ provocó la desaparición de miles de especies animales y vegetales. La gran diferencia de nuestra época es la velocidad con la que estamos alterando el curso natural de las cosas. En 200 años fuimos capaces de producir la cantidad de CO₂ que la actividad volcánica planetaria tardó millones de años en generar.

A pesar del daño, la ira de la naturaleza mata menos que la desigualdad y los especuladores de la bolsa. Es pedagógica porque nos da una lección de humildad: somos decisorios, pero no definitivos. Además nos recuerda que de nada sirve pelearnos y competir con sus ríos, pues —como dice Ignacio Piedrahíta—«todo río triunfa, porque todos van a dar al mar (…) La naturaleza se mueve hacia el menor esfuerzo, busca la mejor y más fácil manera de hacer algo, la evolución toda es esa».

Que el «mundo» se acabe no nos debería desvelar. Lo preocupante es que la cantidad de energía invertida en la tecnificación de nuestra existencia, no sirvió para que podamos adaptarnos o tomar decisiones adecuadas cuando ocurren sequías severas, inviernos prolongados, entre otros sucesos atmosféricos repentinos. En 2016, durante una época de sequía, las comunidades aledañas a la represa del Muña vivieron un racionamiento diario de agua, en algunas partes pasaron semanas sin ella. La Corporación Ambiental de Cundinamarca y el Gobierno decidieron declarar la emergencia energética y ordenaron verter 78 millones de litros cúbicos de agua potable en el río Bogotá para rellenar el embalse ubicado en Sibaté. También le ordenaron a la armada militarizar el río Bogotá y así evitar que los campesinos tomaran de esa agua o la utilizaran en sus cultivos.

Prever el desastre es una manifestación de inteligencia escasa. Caparrós dice que una cosa es «no saber qué hacer para cambiar las cosas, y otra ayudar a que todo siga igual». Una buena forma de empezar a hacer algo, tal como propone de la Roche, sería sacrificar «los prejuicios del desarrollo en el altar de la naturaleza»; pero sé que no lo hará la actual Alcaldía de La Ceja, tampoco la siguiente, para ellos un árbol solo da sombra, y eso les parece poca cosa.

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Juan Alejandro Echeverri
"No sabia que quería ser periodista hasta que lo fui y, desde entonces, no he querido ser otra cosa".