Nuestro derecho a hablar de política

Nuestro derecho a hablar de política, nos lo hemos ganado con sangre, así lo ha demostrado la historia; tal vez por ello, el temor o la tendencia cultural a omitir ciertos temas álgidos o polémicos que pueden terminar en confrontaciones o arruinando el mito conservador de «la familia», que, entre otras cosas, ante la absurdidad de mantener la «armonía», nos ha callado ante un tema que es inevitable.

Emociones - Cultura

2022-05-28

Nuestro derecho a hablar de política

Columnista:

Jacobo Silva Pulgarín

 

Cuando estaba en primer semestre de Ciencia Política, recuerdo que, en una clase, un profesor llegó con una imagen que de entrada me pareció problemática. Era una niña, para decirlo muy coloquialmente, muriéndose de hambre al lado de un letrero que expresaba «Prohibido hablar de política»; me pareció contradictorio y solo pensé «bueno, probablemente si hubiese tenido el «privilegio» de poder hablar de política, sus condiciones serian diferentes». No dije nada, porque sentía que no tenía los elementos pertinentes para traer a la clase una discusión sobre lo desolador y crítico de la imagen.

Seguí por la vida —en sí, la academia— como si nada hubiese ocurrido; aquella imagen que en el fondo había sido dolorosa, solo era una representación de la realidad que permea la sociedad colombiana.

Dos años más tarde, esa frase se empezó a meter conmigo hasta llegar al punto de ser molesta. No solo la escuchaba en conversaciones comunes, sino que, por ejemplo, en pleno Chizchen-Itza, un lugar donde por excelencia se podría hablar de política, en cuanto al funcionamiento de la sociedad que desarrollaron los Aztecas, el guía expresaba «Pero bueno, no vamos a hablar de política…» Lo que no supieron, era que todo lo que esa expresión traía consigo, ya era un acto político. Sin embargo, solo pude asentir y oprimir un montón de ideas que pasaban por mi cabeza.

Posteriormente, en una discoteca en Medellín, en una pared, un letrero grande y luminoso: «Prohibido hablar de política». Sentía que este lema estaba efectuando como el gran hermano en 1984: se estaba metiendo en mi cabeza y en la de miles de ciudadanos. Era perturbarte sentir que en un país donde parte del electorado tiene una cultura «pastoral», un rebaño que marca X en un tarjetón porque su líder lo dice o, a cambio de un tamal, le impusieran un lema con el fin de cohibirles expresar sus diversas opiniones sobre un tema que, estemos de acuerdo o no, nos concierne a todas y todos; pues parafraseando a Rawls: es el lugar en el que se define lo público del público.

Todos estos acontecimientos me recuerdan al mito de la caverna del que nos hablaba Platón. Vivir en el mundo de las ideas, del debate, es estar consciente de lo que sucede a nuestros alrededores, es la oportunidad de percatar y denunciar problemas. Del otro lado, en la oscuridad, donde no se habla de política, está el desasosiego, la imposibilidad de hablar de lo que nos adolece como sociedad y sobre todo de cambiar las condiciones de la existencia.

Nuestro derecho a hablar de política, nos lo hemos ganado con sangre, así lo ha demostrado la historia; tal vez por ello, el temor o la tendencia cultural a omitir ciertos temas álgidos o polémicos que pueden terminar en confrontaciones o arruinando el mito conservador de «la familia», que entre otras cosas, ante la absurdidad de mantener la «armonía», nos ha callado ante un tema que es inevitable, puesto que es la posibilidad de pensarnos asuntos tan importantes para la convivencia humana como la seguridad, la justicia, las libertades o la educación.

Si se supone, es deber de la política garantizar unos mínimos niveles de coexistencia pacífica: ¿por qué privarnos a hablar de esta cuando es un seguro colectivo frente a la incertidumbre?, ¿por qué privarnos a hablar de ella cuando es la posibilidad que tenemos para construir, en palabras de Martha Nussbaum «un ambiente facilitador» ante las vicisitudes de una sociedad liberal demócrata?

Finalmente, es nuestro derecho hablar de política, porque solo a través de ella podremos transformar esta sociedad, que está sedienta de esa tan anhelada democracia: humanizada, cimentada en la condición humana, y capaz de poner la vida digna en el centro.

 

 

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Jacobo Silva Pulgarín
Amante del tinto amargo y la literatura. Politólogo en (de)formación.