Las ciudades y su mierda

Opina - Sociedad

2017-02-07

Las ciudades y su mierda

Por regla general, toda gran metrópoli o aquella pequeña capital que aspire a serlo, huele a meados y a mierda. Después de la polución, el olor a hollín y a aceite quemado, la fetidez de las excreciones humanas suele ser su aroma más característico.

Eso es así desde que el ser humano se inventó las ciudades, allá en la Antigüedad. Los griegos, tan altos en la organización de la polis, mucho se debieron peer y mear en público. La Escuela de los cínicos (con Diógenes a la cabeza), que bien cínicos serían, es reconocida por revindicar el coito, las flatulencias y las necesidades fisiológicas como deseos o urgencias del cuerpo que bien podían practicarse en plena plaza pública.

Los romanos algo harían por la sanidad pública con sus acueductos y sus baños públicos, pero luego de su caída, la historia de las ciudades amuralladas en la Edad Media es la historia de la gran cloaca humana.  París, la ciudad de la moda, los perfumes y el glamur es un mierdero, ya con los Reyes Malditos del siglo XIV, ya en El Perfume de la Francia del XVIII. En la mitad (siglo XVI) está Rabelais con Gargantúa y Pantagruel y su larga lista de insultos y humor escatológico.

El Siglo de Oro español es, a la vez, el de la sátira, la burla y la picaresca. En medio del esplendor del Renacimiento, anota nuestro gran medievalista Gonzalo Soto, “hay un gran interés por reivindicar todo lo que quede del ombligo para abajo”. Francisco Quevedo es el pedorro por excelencia y muchas líneas le dedicó a sus humores en sus versos. “Si un día un pedo toca tu puerta/ no se la cierres, déjala abierta/ deja que sople, deja que gire/ a ver si hay alguien que lo respire”.

Así pues, como el cuerpo no avisa y las ganas no dan espera, la humanidad se va meando por ahí, por los recovecos de una calle, donde nos coja la noche, en el rincón más abandonado, en el poste sin luminaria, en el arbusto con tronco grueso…

Bien piensa el alcalde Enrique Peñalosa al proponer un metro elevado para la capital del país. Todos los metros subterráneos que conozco huelen a grasa y a meados. Aunque el alcalde no debería hacerse ilusiones: el ser humano se orina en todo lo que tenga una columna, una viga, un palo. Somos como los perros, de nuestra animalidad nos viene el gusto.

Por eso en Medellín uno de los principales baños públicos son los bajos del Metro. Apenas ese animal (el Metro, claro) se mete al Centro, allá en la estación Prado Centro, los bajos del tren son invadidos por los mercachifles, por los bandidos, por los holgazanes, por toda la indigencia. Y entonces en cada pilastra del Metro, de Prado a Exposiciones, hay un charco de orines, un mosquerío al lado de una plasta de mierda. Esperemos que la Galería Bolívar, obra que hace parte de la recuperación del Centro, le devuelva algo de decencia a la calle del prócer.

Imagen cortesía de: Zares del Universo

Medellín huele a meados como cualquier otra ciudad. Huele, con fuerza, en sus tres heridas históricas: el río Medellín, la Avenida Oriental, el Metro. Huele a meados en sus parques más emblemáticos: Berrío, Bolívar. Huele a meados y a marihuana en El Periodista, Las Luces, San Antonio.  Y como el control de los humores no es una virtud de los adinerados: huele a meados, mahiruana y a alcohol en Carlos E, en el Lleras, en Laureles, en el muy hippycochino Parque de El Poblado.

El último censo que conocí sobre habitantes de la calle en Medellín iba cercano a los cuatro mil y contando. Estas tierras calientes y de gentes generosas son muy buenas para vivir en la calle: allí medio se come, se tira vicio, se rebusca la vida y, claro, se orina y se caga. Gracias a Dios, muchos habitantes de la calle no han abandonado sus buenos modales y escogen alguna manga, un jardín o un rastrojo para hacer su gracia; pero una ciudad está hecha de cemento, entonces muchos indigentes tendrán que recurrir a la dura pared, cuyas huellas son imborrables.

Buena parte lo harán por gusto, otros por costumbre y comodidad, unos más, otra vez como el animal, para demarcar su territorio. Hace años, mientras hacía televisión, conocí a un indigente que vivía en los alrededores de la Plaza Minorista. Había construido un improvisado cambuche para resguardarse de las inclemencias del clima. Rodeando su lecho había regado sus excrementos como si se tratara de una barrera defensiva contra cualquier fiera que quisiera atacarlo: otro indigente, un bandido o, los más peligrosos, la autoridad pública.

Es esa misma autoridad quien, desde ahora, tendrá que clavarnos una multa superior a un salario mínimo mensual legal vigente cada vez que algún colombiano nos atrevamos a sacar el pipí o pelar el culo en la calle. Pero ¿quién va a controlar (sólo por enunciar a unos cuantos) la meada de todos los habitantes de la calle y en calle: vendedores ambulantes, conductores, mandaderos, rebuscadores, recicladores, niños sin Dios ni ley?

A no ser que le instalemos un chip a cada ciudadano (muy al estilo de la serie futurista  de Netflix, Black Mirror), para controlar sus meadas en público y lograr que a la comodidad de sus casas lleguen las fotomeadas, dudo que se pueda hacer  mucho  por  mejorar tal desvío de la conducta social.

Volviendo a París, la ciudad más turística del mundo, en los últimos años sus administradores se han preocupado por ubicar baños públicos limpios y gratuitos para evitar que propios y visitantes quieran dejar un regalito a la orilla del río Sena o en los Campos Elíseos. En Colombia, como siempre, por sana costumbre, hemos inventado primero el castigo que la solución.

¿No creen que algo huele mal en todo esto?

 

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Julio César Orozco
Periodista sin oficio, abogado sin causa, filósofo por vocación, fotógrafo por afición, maestro en formación.