La educación superior y el No futuro

El Gobierno debería masificar la educación pública en vez de gastarse los recursos en becas, haciendo pasar por asistencialismo lo que tiene por obligación, y dejando en el aire un mensaje directo: estudien en la universidad privada.

Opina - Educación

2019-08-01

La educación superior y el No futuro

Autor: John Fernando Mejía Balbín

 

 

En 1990, el cineasta Víctor Gaviria estrenaba la cinta Rodrigo D no futuro, la cual retrataba la vida de Rodrigo, un joven que se refugia en una banda de punk para escapar de sus vacíos existenciales y de la coyuntura de Medellín, una ciudad azotada por la delincuencia, el sicariato y el narcotráfico. Fue el diablo al que muchos jóvenes de las barriadas pobres de la ciudad le vendieron el alma, para escapar de la pobreza, la falta de oportunidades y tener poder y dinero fácil.

Desde esa época, ya existía, a pesar del desalentador escenario, la idea en muchas familias paisas —a pesar de los imaginarios culturales del todo vale y el culto al avispado, que retrata Juan Luis Mejía— que la educación era la salida de la pobreza sin caer en las garras de la delincuencia organizada, el sicariato o el narcotráfico.

Sin embargo, la educación era un privilegio del cual muy pocos podían gozar. Hacer una carrera profesional significaba poder ascender social y económicamente, procurarse una calidad de vida decente y acceder a puestos de trabajo bien remunerados y con cierta estabilidad y derechos laborales.

Casi treinta años después, todo y nada ha cambiado. La pobreza sigue campeando, aunque con otras dinámicas económicas y sociales en muchas comunas de la ciudad; el crimen organizado sigue siendo una tentación para los jóvenes, demostrando que la cultura del crimen organizado, masificada en la época del cartel de Medellín llegó para quedarse. Pero, sobre todo, lo que se mantiene como una terrible realidad es que la educación superior sigue siendo un privilegio de pocos.

Lo peor del caso es que lo que sí ha cambiado hoy es el hecho de que educarse, no resulta ser una posibilidad real de mejora en las condiciones económicas y sociales de quienes tienen la inmensa fortuna de estudiar, salvo contadas excepciones. 

Las universidades privadas, que prácticamente viven hoy una guerra a muerte para evitar desaparecer, se quejan de que las matrículas, su fuente primaria de sostenimiento, están reduciéndose drásticamente, a pesar de que terminan siendo la única alternativa para quienes no logran acceder a la universidad pública y deben empeñar sumas grandísimas de dinero para poder ingresar a estas.

Por otro lado, las universidades públicas luchan por sobrevivir con las miserias que le tira el Gobierno y por intentar competir con calidad formativa e investigativa, lo que las hace muy atractivas, además de que son la única posibilidad para miles de jóvenes que no poseen los recursos para pagar una universidad pública.

Pero no hay cama para tanta gente y solo 1 de cada 10 aspirantes puede tener la fortuna de ingresar y, de los que ingresan, solo la mitad termina el pregrado.

Para terminar de pintar el gris panorama, los egresados, que tienen que endeudarse enormemente para poder estudiar, terminan encontrándose con un contexto laboral inestable, donde es muy difícil encontrar empleo y, si se consigue, es por periodos cortos de tiempo y con malísimos pagos.

Por lo tanto la tasa de retorno de la inversión hecha es bajísima. La gente que estudia termina concluyendo que no vale la pena semejante inversión de esfuerzo, dinero y tiempo para tener que mendigar por un trabajo, que en el caso casi privilegiado de encontrarse, no permite ni una mejor calidad de vida, ni estabilidad, ni estructurar una carrera laboral, ni un ascenso social y económico en la gran mayoría de los casos.

Frente a esta realidad, los empresarios se lavan las manos, diciendo que las universidades no forman en las competencias que ellos requieren, que estas son instituciones anacrónicas, que es un problema de la generación de los millennials que sobrevaloran sus capacidades y son laboral y emocionalmente inestables, que el sector está muy competido, que antes agradezcan que tienen empleo y, que solo por eso, la miseria que se les paga ya es mucho.

Que hay que formar en emprendimiento, como si formar una empresa fuera una cosa fácil y una garantía de éxito para el que se arriesga a hacerlo cuando, por el contrario, casi todo mundo fracasa y más con un Gobierno que ahorca de impuestos a los pequeños empresarios para darle dádivas a los grandes magnates empresariales.

A los jóvenes que tienen la fortuna o que deciden endeudarse para estudiar les piden que se preparen al máximo y casi que esperan que a los 25 años ya tengan posgrados encima —porque ya el pregrado es una preparación básica—, pero tampoco sirven porque no tienen experiencia laboral.

En todo este escenario hay varias ideas que parecen claras: la primera es que la educación sigue siendo un privilegio de pocos, que quienes insisten en hacerlo lo hacen más con la esperanza que con la certeza de progresar económicamente, que en materia económica y educativa Colombia o ha avanzado muy poco o está retrocediendo enormemente: el futuro en estas épocas es tremendamente incierto y preocupante.

A la hora de buscar culpables, en los medios de comunicación se pone primero en el paredón al sistema educativo, tildándolo de descontextualizado, anacrónico, desconectado de las exigencias de la economía e incapaz de formar en las competencias que se requiere para este mundo tan cambiante. Eso tiene su parte de verdad, pero no quiere decir que las empresas y el Estado puedan salir limpios de culpa, como pareciera que se quieren mostrar.

Las universidades tienen que reformarse para adecuarse a los cambios laborales, y por eso debe haber una sinergia con Estado y empresa, evaluar los procesos de formación, debatir sobre el lugar de la pedagogía en la educación superior, los métodos, la investigación, las prácticas, el modelo con que se administra la educación.

Por otro lado, las empresas no pueden pescar en río revuelto y escudarse en la preparación descontextualizada de los egresados o que no cumplan las competencias que ellos piden, que en ocasiones se convierten en un discurso para excusar el hecho de pagar malos salarios y ofrecer contratos ocasionales.

Las compañías tienen que mirar hacia el sector educativo apoyándolo económicamente e investigando de la mano con ellos para ofrecer una formación que, por un lado, permita personas capacitadas, no solo para el mundo laboral actual, sino para que sean críticos y partícipes en su sociedad.

Por el lado del Gobierno, este no puede seguir mercantilizando y privatizando de manera sigilosa la educación, mientras le quita recursos y la asfixia económicamente. La educación superior pública, que debería ser accesible a cualquiera y, que es la única posibilidad para muchos de estudiar, hoy es una lotería, es un privilegio de muy pocos.

El Gobierno debería masificar la educación pública en vez de gastarse los recursos en becas, haciendo pasar por asistencialismo lo que tiene por obligación, y dejando en el aire un mensaje directo: estudien en la universidad privada.

Estas llevan años aprovechándose del cuello de botella de las universidades públicas y algunas cobran unas matriculas escandalosas. Claro, sin desconocer que sus gastos de funcionamiento son también altos, sobre todo para las que apuestan por la acreditación y la calidad y que deben codearse con las universidades de garaje que pululan impunemente en el país y ofrecen programas de bajísima calidad, convirtiéndose casi en una estafa para quienes los toman.

Pero las universidades privadas también tienen que evaluar su modelo de negocio (sí, para ellas es a fin de cuentas un negocio) y diversificar sus fuentes de ingreso, pues la conclusión de todo lo expuesto en esta columna es que muchos jóvenes no ven atractivo estudiar.

No encuentran una retribución ni social ni económica a un esfuerzo de años y prefieren asumir otros proyectos de vida, que, aunque más riesgosos y con menos posibilidades de triunfar, al menos no requieren de tanto esfuerzo y los réditos económicos son mayores.

Con este panorama educativo tan difícil que tienen los jóvenes en nuestro país, volvemos a los noventa para vernos de nuevo al espejo y darnos cuenta de que este sigue siendo el país del NO futuro.

 

 

Foto cortesía de: Semana

 

 

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John Fernando Mejía Balbín
Licenciado en Ciencias Sociales, especialista en Gerencia educativa, Magister en Ciencias de la Educación, investigador y gestor investigativo.