Feminismo

La construcción de “la mala víctima”

Análisis feminista del triple feminicidio de Brenda, Morena y Lara.

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El feminicidio de Brenda del Castillo (20), Morena Verdi (20) y Lara Gutiérrez (15) en Florencio Varela nos recuerda, una vez más, que en Argentina -y en toda América Latina- las mujeres jóvenes en situación de vulnerabilidad son las más expuestas a la violencia extrema. Las tres fueron desaparecidas, torturadas y asesinadas: un feminicidio múltiple que vuelve a evidenciar que nuestras vidas siguen siendo tratadas como prescindibles.

No se trata de un hecho aislado, la violencia extrema contra mujeres y niñas se repite con patrones similares en todo el continente. Las condiciones de vulnerabilidad -la pobreza, la falta de acceso a oportunidades, la ausencia de redes de protección estatales- hacen que las jóvenes estén expuestas a las violencias más crueles, y que sus vidas se conviertan en desechables para estructuras criminales y para una sociedad que sigue mirando hacia otro lado.

La forma en que se difundió su feminicidio revela otro nivel de violencia: el mediático, el simbólico y el social. La cobertura en programas, noticieros y redes en gran medida priorizó la condición de las víctimas como -según titulares y comentarios- “trabajadoras sexuales”, su edad, su condición social y su “estilo de vida”. Esa narrativa no fue inocente: facilitó la revictimización pública y la deslegitimación de los feminicidios. Al insistir en una caracterización que reduce sus identidades y que las aleja de la ‘víctima ideal’, los medios y las redes abrieron la puerta para justificar, relativizar o banalizar su asesinato.

Aquí conviene detenerse en cómo se construye la figura de la “mala víctima”. En este caso, varios elementos se combinaron para estigmatizar a Brenda, Morena y Lara. 

La ocupación apareció como un dato causal, no como un reflejo de vulnerabilidad: se repitió que “se dedicaban al trabajo sexual”, como si eso explicara su destino, en lugar de señalar la violencia que las mató. 

La edad también fue usada en su contra: la presencia de una menor debería haber centrado la discusión en la trata, en la falta de protección estatal, pero el énfasis mediático en su “madurez” o en el alias con el que se presentaba desvió la conversación. 

La clase y el territorio. Jóvenes de barrios populares terminan narradas como parte del paisaje del delito, lo que justifica la ausencia del Estado y facilita lecturas de disciplinamiento por parte de bandas criminales. 

Y, por último, el estigma de género, esa misoginia que transforma la vida sexual o laboral de una mujer en argumento para explicar la violencia que sufrió.

Las consecuencias de esa cartografía son claras: la deslegitimación pública reduce la empatía social, baja la presión institucional, naturaliza las violencias y hiere doblemente a las familias, que además de perder a sus hijas deben ver cómo se les culpa o se las representa como responsables de su propia muerte. El círculo se completa con la impunidad: si la sociedad acepta la idea de que eran “vidas arriesgadas”, el Estado se siente menos obligado a garantizar justicia.

El cubrimiento periodístico terminó reforzando estas dinámicas con distintos recursos. 

Los titulares y notas enfatizaron en el trabajo sexual o en supuestos ‘pagos en dólares’, en lugar de poner el foco en lo verdaderamente grave y repudiable: la violencia de género de la que fueron víctimas. Varios medios circularon videos e imágenes morbosas de sus últimas horas con vida, desplazando la pregunta central: ¿por qué las mujeres siguen siendo asesinadas todos los días todo el tiempo?, hacia un espectáculo que reforzó estigmas. Y en redes sociales abundan los comentarios que culpan a las familias o a las propias víctimas porque “estaban metidas en algo”, “debieron prevenir”, “se lo merecían”. 

La cobertura osciló entre la denuncia y el sensacionalismo, produciendo un doble estándar en la empatía pública: mientras unas voces exigían justicia, otras relativizaban el feminicidio a partir de quiénes eran ellas.

Nombrarlas: Brenda, Morena, Lara, no es solo un acto de memoria, sino un ejercicio de resistencia frente a esa narrativa. Porque cada vez que se insiste en definir a una víctima por su ocupación, por su barrio o por su edad, se intenta borrar la verdad fundamental: fueron asesinadas por ser mujeres jóvenes y vulnerables en una región donde eso, todavía, equivale a vivir en riesgo constante.

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