Hay un fenómeno curioso que se repite una y otra vez en la historia, como un bucle colectivo que nos deja siempre en el mismo lugar: la gente elige su propio verdugo y luego finge sorpresa cuando siente el filo de la guillotina en el cuello. Este patrón de elección y sorpresa no solo afecta a quienes lo sufren directamente, sino también a quienes lo observan en silencio desde afuera.
No es novedad que la política se haya convertido en un espectáculo donde los más crueles se visten de Mesías y los más crédulos les aplauden hasta sangrar. Pero lo que más me sorprende no es el descaro de ese presidente de mente criminal que empodera xenófobos capaces de encadenar embarazadas y enjaular niños—no, lo que me deja perplejo es la ceguera voluntaria de quienes creen que están a salvo porque, en teoría, no son el objetivo.
El fuego quema a todos por igual cuando la casa se incendia.
Queridos míos, la sangre que corre en sus venas es la misma que hoy desprecian con tanto entusiasmo en las tierras del norte global. Creen que la frontera entre “ellos” y “ustedes” es inquebrantable, pero la realidad es que esa línea se dibuja con arena y basta un cambio de viento para que estén del otro lado.
No hay pasaporte, residencia o green card que los blinde de la crueldad de un sistema que solo sabe devorar. Aplauden leyes que cierran fronteras, que persiguen a quienes no cumplen con estándares arbitrarios, sin darse cuenta de que las mismas manos que construyen muros pueden convertirlos en prisioneros mañana.
La historia lo ha demostrado una y otra vez: primero fueron los indígenas, luego los afrodescendientes, después los migrantes. Siempre habrá un “otro” a quien señalar, perseguir y castigar. Pero el ciclo no termina ahí, porque cuando se acaban los enemigos convenientes, el sistema busca nuevas víctimas.
¿Y qué pasa cuando ya no quedan extranjeros a quienes culpar? Fácil: redefinen quién es extranjero para castigarlo. De repente, el acento no es lo suficientemente perfecto, el color de piel no es lo suficientemente pálido, el nombre es demasiado extraño, la vestimenta demasiado ajena, sus relaciones, inaceptables. Cuestionan las identidades y luego los comportamientos: la manera de sentarse, la comida en el plato, la forma de rezar, la pareja en su cama. Todos los caminos conducen a la extirpación: deportar, erradicar, hacer desaparecer, como si borrar su presencia resolviera los problemas sociales.
Hoy, algunos de ustedes se sienten cómodos en la tribuna, observando la tragedia de los indocumentados a distancia. Pero la maquinaria de odio no entiende de lealtades ni de excepciones. Cuando se acaben los otros, redefinirán quién merece ser expulsado. La lista de excluidos nunca se termina, solo se reescribe. Creen que la máquina se detendrá cuando terminen de castigar a los demás. Se equivocan.
Hoy, algunos de ustedes se sienten cómodos en la tribuna, observando la tragedia ajena con distancia. Pero la maquinaria del odio no entiende de lealtades ni de excepciones. Cuando se acaben los otros, los siguientes serán ustedes. Y entonces, ¿quién quedará para alzar la voz?