Por tercer año consecutivo Nairo Quintana no ganó el Tour de Francia. Este año, ni siquiera aparece en la tabla de los diez mejores tiempos. Si es cierto, como dice John Carlin, que la felicidad y la tristeza “dependen de las expectativas”, al ganar un Giro de Italia, una Vuelta a España y ocupar dos veces el segundo lugar en el Tour, Nairo perdió el derecho a perder, el derecho a no ser siempre el mejor, la capacidad de sorprendernos.
Cuando Nairo gana Colombia se rinde a sus pies, cuando Nairo lo intenta, pero no gana, Colombia se escandaliza como si se sintiera traicionada.
Sin comenzar la competencia Nairo ya había pedido perdón por no ganar el Tour de Francia. En abril, en Bogotá, en una rueda de prensa, el huraño boyacense enfrentó a la turba: “Lo vamos a intentar. Les ruego a ustedes mismos –dijo mirando con picardía- que en caso de que no salga… porque ahora estamos todos encantados y borrachos con tanta ilusión y ¡fuerza Nairo!… pero duelen las piernas, normalmente todos los días”.
Nairo suplicó, con su tono inofensivo, que en caso de no ser el primero llovieran flores y no piedras. Los periodistas lo aplaudieron como si fuera la primera vez que escucharan a un patriota capaz de decirnos lo impulsivos que somos sin despedir un tufo indecente y arrogante.
En el Tour del cual todavía tenemos resaca, Nairo, como siempre, lo intentó aun cuando sus piernas le recordaran que no lo iba a lograr. Pasaban las etapas y Quintana perdía fuerzas –posibilidades- y Froome se hacía más invencible –más campeón. Los que dicen saber de ciclismo y los que nunca se han montado en una bicicleta jamás aceptaron que Nairo llegara a París y no estuviera, como mínimo, en el podio.
Aunque Nairo ha demostrado ser mucho mejor hablando sobre la bicicleta que ante los micrófonos, sin embargo, uno que otro orate se atrevió a decir, convencido de lo que decía, que “Nairo debería hablar menos y pedalear más”. Finalizada la etapa 17, tras pedalear 2.991 kilómetros y quedar a doce minutos de Froome, Nairo, todavía agitado, dijo: «Ha sido un día de sufrimiento, de lucha. Ahora vamos a tomar este Tour con tranquilidad. No me voy a bajar. Sigo hasta París. Vamos a intentar terminar bien». Finalmente, terminado el calvario, Nairo quedaría en la posición 12 a 15 minutos del líder.
Para fortuna del boyacense, un compatriota hizo el segundo mejor tiempo. Las alabanzas a Rigoberto Urán, el showman del Tour, se robaron todas las energías que el periodismo colombiano tenía reservadas para apedrear a Quintana.
Este país acostumbrado a ocupar los puestos que nadie quiere ocupar (el primer productor de cocaína en el mundo, el país con mayores índices de desplazamiento forzado, otrora el tercer país con más presencia de minas, el cuarto país donde más asesinan niños), encomendó a sus deportistas la responsabilidad de purgar nuestros pecados, quien nos haga sentir que somos malos pero no tanto. Somos una masa tan compleja que desconcierta. Fanáticos de nuestras expectativas y condescendientes con los sinvergüenzas. Adiestrados en el arte de ganar sin importar el cómo.
Es difícil, y deshonroso, ser ídolo en Colombia. Un país que se niega a si mismo te obliga a ser lo que no eres: el mejor en todo lo que haces, el primero siempre. Una patria frustrada como la colombiana te sube a la cima para deleitarse viendo tu caída. Igual que sucede con la literatura como dijo Vargas Llosa, los países tienen los ídolos que merecen tener: nuestros ídolos siempre ganan y siempre le han tenido miedo a ser juzgados por su forma de alcanzar la victoria.