Andrés, uno de tantos abstencionistas electorales en Colombia, reconoció que no había podido levantarse para ir a votar el día en que realizamos un plebiscito por la paz, porque, textualmente, el guayabo no lo había dejado levantarse en la mañana y, en la tarde, según su madre, ignoró el asunto de lleno “por andar enredado con vaginas (administra tres novias)”.
Paula, a pesar de ser estudiante de sociología de una universidad pública y conocer ampliamente los problemas del país, es una desencantada de la política y lo político quien, desde hace tiempo, decidió desligarse de cualquier proceso participativo, pues ella comparte eso de que ya no se puede creer en nada ni en nadie.
Daniel es un joven conservador, ferviente cristiano y buen hijo de familia. Ama tanto el progreso como el orden, la seguridad ciudadana y los valores tradicionales. Quizá por eso, al igual que sus padres, está convencido de que en este país todo va de mal en peor, especialmente desde que decidimos entregarle el país a la delincuencia y el terrorismo.
Carlos y Alejandra* se aman con tanto fervor el uno hacia el otro como aman a los animales, a la defensa del planeta y a cuanta causa surge en favor de los desprotegidos. Son de esos entusiastas trotamundos que creen que Colombia aún tiene esperanza, a pesar de que suele derrumbarse emocionalmente cada vez que pierde una batalla política.
Los juventólogos dicen que los jóvenes no son, como a veces se cree, una especie original, rara y única que se comporta de manera uniforme y a contracorriente del resto de la población, sino que, por el contrario, la juventud, o mejor, las juventudes, no son más que el reflejo de esa sociedad de su tiempo y, por tanto, leerlas y hablar de ellas es hablar de toda una nación.
Por eso, las historias de Andrés, Paula, Daniel, Carlos y Alejandra no solo representan modos de subjetivación del mundo juvenil, sino que nos permiten entender la forma en que los colombianos valoramos, decidimos y actuamos, ya sea frente a los más ordinarios asuntos del diario vivir o frente a aquellos hechos trascendentales que comprometen nuestro presente individual y colectivo.
Ahondemos un poco más en los modos de subjetivación de la juventud colombiana y veremos que ahí cabe casi la nación entera:
En el primer grupo (por demás mayoritario), están los apáticos, los recluidos, los abstencionistas, los apolíticos, los acríticos, los enguayabados, los engüevonados, los importaculistas. El mundo les pasa por delante con asombrosa indiferencia y ellos están muy a gusto de dejarlo pasar. Han llegado a este punto por dos vías: bien sea por un desencanto producto de muchas frustraciones y desesperanzas acumuladas que, como he dicho, los lleva a no creer ni en Poncio; o bien porque, simplemente, se “les vacunó contra el mal de la política” y difícilmente se asumirán como sujetos activos en dicha esfera. “En esta casa no se ven noticias y no se habla de política”, les dijeron un día sus padres. Ellos se quedaron cómodos en su habitación, viendo en el cable la última temporada de su serie favorita o estrenando su nueva consola de videojuegos.
A menudo quienes trabajamos con jóvenes nos hemos encontrado con que muchos de los apáticos viven en pequeños universos mentales o físicos. Puede ser que su escasa curiosidad, sus miedos o imaginarios, no les permiten comprender que hay un mundo más allá de la puerta de su habitación o que sus condiciones materiales de existencia, bien sea que se viva en estrato uno o seis, hayan reducido su diario vivir a la casa, el colegio y la tienda de la esquina, en el primer caso; o a la unidad residencial, el gimnasio y el centro comercial, en el segundo.
¿Cómo valoran estos jóvenes, estos colombianos? Tal parece que a menudo su opción es no valorar, y al no valorar, no ponen el mundo en acción. Por lo tanto, se conformarán con dejar al arbitrio del destino las decisiones más importantes de su existencia, desde qué carrera estudiar, qué ideales defender o bajo qué modelo de país se quiere vivir. ¿Qué hacer por y con ellos? Pues levantarlos de la cama, ampliar el tamaño de su mundo, acompañarlos a que se asuman como sujetos políticos, invitarlos a valorar y a la acción colectiva sin la cual no es posible construir sociedad y nación.
El segundo grupo está representado por los individualistas, materialistas, ortodoxos, fervientes partidistas. En su lógica discursiva a veces se muestran como críticos acérrimos y progresistas y, en otras, como grandes defensores del statu quo. En su forma de valorar privilegian el tener por el ser, el liderazgo frente a la solidaridad, el orden frente a la justicia, lo bello frente a lo bueno. Son los principales herederos, para el caso antioqueño, de eso que llaman empuje, verraquera paisa.
Aunque se diga bobamente que todas las formas de pensar y de actuar dizque son muy respetables, los jóvenes y adultos que representan el individualismo son, a la vez, la antípoda de los valores que deberíamos defender como sociedad, pues con su actuar materialista y calculador han hecho de la justicia un tribunal de condenados que solo se satisface con la venganza, así esta tenga que venir por mano propia. Lejos de asumir que el bienestar del otro es el bienestar propio, que el perdón y la reconciliación deben estar por encima de la venganza y el orgullo, los anima la lógica de quien solo da un paso si está completamente convencido de la victoria, del beneficio particular y de la derrota de sus enemigos.
Enseñar a estas juventudes la importancia de elegir valores morales superiores y de interés colectivo es una tarea titánica que demanda nuestro amor y paciencia en el presente y requiere, en el largo plazo, de un proceso educativo que difícilmente puede lograrse de no hacerse desde la infancia.
En el último grupo encontramos a los jóvenes entusiastas, los integrados, los adeptos, los voluntarios. Al igual que los individualistas, abrazan causas con fervor, pero siempre los anima la solidaridad y el bien común. Si hay que resistir, resisten de forma creativa y crítica. Si hay que criticar, se critica desde una propuesta constructiva.
Producto de las enseñanzas y el ejemplo que recibieron en el seno de sus hogares o en el largo caminar por la vida y al hacerse preguntas, los entusiastas aprendieron a valorar mejor; por tanto, en sus decisiones privilegian lo justo, lo bueno, lo solidario, lo honesto. Se saben sujetos de una sociedad donde las disposiciones de unos nos afectan a todos, donde no es posible el bienestar para uno solo, donde el perdón y la reconciliación se hacen indispensables para vivir en paz.
Como buenos entusiastas no son ajenos a la frustración y el desencanto, ni a dejarse arrastrar hacia el mundo de los apáticos a quienes nada los conmueve, de donde difícilmente podremos sacarlos. Por eso, la tarea que tenemos con éstos es igual de importante, pues implica que no se sientan a menudo defraudados y, además, habrá que animarlos, acompañarlos, invitarlos a que inspiren y sean capaces de movilizar a otros.
No se crea, desde luego que estas clasificaciones son compartimentos estanco, donde jóvenes y adultos estamos condenados irremediablemente. A lo largo de la vida podemos ser apáticos, individualistas y entusiastas, cambiando de parecer con asombrosa rapidez; en especial, cuando se vive la juventud. Quizá por eso, insisto, los jóvenes son herederos de nuestros peores males, pero únicamente en ellos y en nuestros niños subsiste nuestra mayor esperanza por vivir como verdaderos seres humanos.
*Los nombres de los jóvenes que aparecen en esta columna han sido cambiados, pero su breve descripción está inspirada en jóvenes de la ciudad de Medellín.
Publicado el: 8 Nov de 2016