“Mi cuerpo, mi territorio” es un lema que surgió en los años noventa dentro de procesos feministas de mujeres indígenas y afrodescendientes en América Latina. En medio de la guerra, el desplazamiento y las violencias, nombrar el cuerpo como primer territorio significaba visibilizar que allí se libraba la primera batalla por la autonomía. Desde los sistemas religiosos hasta los Estados modernos, siempre se ha buscado regular, disciplinar y normalizar el cuerpo.
Las prohibiciones del aborto, las esterilizaciones forzadas, los manuales de “conducta femenina” en la escuela o incluso la patologización de identidades sexuales disidentes son ejemplos claros de vigilancia de la autonomía corporal como si fuera un recurso del que otros pudieran disponer. El cuerpo es un campo de disputa donde se cruzan el poder, la moral y la política.
En esa disputa, el poder dicta normas invisibles que terminamos creyendo naturales. La medicina, las religiones, la familia y los Estados han actuado como instituciones reguladoras que legitiman qué cuerpos son aceptables y cuáles deben corregirse o castigarse. El cuerpo se convierte en un lienzo donde se escriben mandatos externos de género, clase, pluralidad étnica. Así se nos enseña a vivirlo como un espacio ajeno, incluso cuando lo habitamos a diario.
Los estándares de belleza son quizá la forma más evidente de este disciplinamiento. No son inocentes ni estéticos, son dispositivos de control que generan mercado.
En América Latina, donde las cirugías estéticas han crecido exponencialmente, vemos cómo la presión por encajar en un molde corporal mueve millones de dólares y reproduce jerarquías de clase y género. Las dietas extremas, la obsesión por la “juventud eterna” y la industria cosmética global convierten la insatisfacción en negocio permanente. La paradoja es que esos estándares se celebran como aspiraciones legítimas, cuando en realidad son cadenas invisibles.
Pero allí donde hay opresión, también hay resistencia. El cuerpo ha sido, y sigue siendo, el escenario de lucha y reapropiación política. Los movimientos feministas que luchan por el aborto legal, las comunidades queer que hacen de la disidencia corporal un acto de visibilidad. Nos muestran que el cuerpo puede convertirse en grito colectivo. Resistir desde el cuerpo es disputar la narrativa que lo ha reducido a mero objeto de control.
No obstante, esa resistencia exige consciencia. No basta con decir que “mi cuerpo me pertenece” si seguimos reproduciendo prácticas y estándares que lo enajenan. La verdadera autonomía implica cuestionar qué deseos son propios y cuáles han sido sembrados. Implica también reconocer que no todos los cuerpos parten del mismo lugar ni tienen las mismas condiciones de libertad; la raza, el género, la clase y la orientación sexual atraviesan la experiencia corporal de manera desigual.
Asumir el cuerpo como territorio político es reconocer que cada decisión sobre él tiene implicaciones colectivas. Comer, vestirnos, decidir sobre la maternidad, modificar el cuerpo, transitar un género o simplemente envejecer son actos que se juegan en un campo de tensiones. Y allí se abren las preguntas: ¿desde dónde estamos viviendo nuestros cuerpos?, ¿Desde la sumisión, la necesidad de encajar en otro estándar o desde la rebeldía?
Hoy más que nunca, el desafío es recuperar el cuerpo como espacio de autonomía y dignidad. Eso implica también un ejercicio de vigilancia crítica, observar cuándo nuestros hábitos responden a una imposición cultural y cuándo a un deseo propio. Mirar nuestro cuerpo con ternura, pero también con lucidez política.
La verdadera soberanía está en gestos más silenciosos: dejar de medirnos con reglas externas, cultivar un placer que no se pueda monetizar, habitar el cuerpo sin tener que validar su existencia. Habitarnos con libertad es un acto profundamente subversivo.
Frente a eso, no queda otra que volver a disputar el cuerpo como territorio propio: reaprender a habitarlo, nombrarlo y decidir sobre él sin la mirada ajena. Esa es la verdadera soberanía.