Política

El azúcar también es política

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Es fácil, si un producto es nocivo para la salud, es obligación del Estado regular su comercialización para evitar que las personas mueran o se enfermen. Esta frase es obvia pero muy difícil de llevar a la práctica en Colombia. Aunque todos los políticos sepan que hay sustancias que enferman, algunos pueden dejarse mover por millones de pesos para evitar que sean regulados.

Desde noviembre de 2023, las bebidas azucaradas y los alimentos ultraprocesados con exceso de azúcar, sodio o grasas saturadas pagan un tributo especial. La medida, que nació con la Ley 2277 de 2022, busca desincentivar su consumo y al mismo tiempo recaudar recursos para fortalecer el sistema de salud. En otras palabras: mientras más azúcar tenga un producto, más caro resulta. Y, por increíble que parezca, está funcionando.

De la indignación al hábito

Cuando el impuesto se anunció, muchos lo vieron como un nuevo golpe al bolsillo. Pero con el paso del tiempo, los datos empezaron a contar otra historia. Según el Ministerio de Salud, entre 2022 y 2024 el consumo diario de bebidas azucaradas bajó del 24,6 % al 22,6 % entre jóvenes de 12 a 28 años, y del 24,9 % al 19,2 % en adultos de 29 a 44. En otras palabras, la gente está comprando menos gaseosas. Y aunque parezca un cambio pequeño, tiene un impacto enorme en enfermedades como la diabetes o la hipertensión, que según la Organización Mundial de la Salud (OMS) son responsables de tres de cada diez muertes en Colombia.

La medida también empujó a la industria a moverse. Varios fabricantes reformularon sus productos para reducir el contenido de azúcar y evitar el cobro total del impuesto. Como explicó la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (DIAN), el objetivo no es castigar al consumidor, sino incentivar la producción de alimentos más saludables y corregir “externalidades negativas sobre la salud pública”. El resultado es que hoy muchas marcas compiten por quién tiene menos azúcar, no solo por quién endulza más.

En los primeros meses, los gremios empresariales y algunos políticos hablaron de una “medida regresiva” que afectaba a las familias de menores ingresos. Pero ese discurso —ampliamente difundido por las grandes empresas de bebidas y alimentos— ignora una parte esencial: son precisamente los sectores populares los que más sufren las enfermedades asociadas a una mala alimentación.

De hecho, el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (CAJAR), que ha seguido el tema desde una perspectiva de derechos humanos, sostiene que los impuestos saludables “cuentan con respaldo de la comunidad científica y de la Corte Constitucional, que en la sentencia C-435 de 2023 reconoció que los productos y bebidas ultraprocesadason productos nocivas para la salud”. Según CAJAR, la medida no debe verse como un castigo al consumidor, sino como una política de protección al derecho a la salud y a la vida digna.

Beneficios que van más allá de la factura

El Centro de Estudios Económicos ANIF estima que entre enero y noviembre de 2024 el impuesto recaudó alrededor de 2,2 billones de pesos: 288 mil millones por bebidas y 1,9 billones por alimentos ultraprocesados. Para 2025, con la tarifa del 20% plenamente vigente, se proyecta que la cifra supere los 2,9 billones. Según el Ministerio de Hacienda, esos recursos están destinados al sistema de salud pública y a programas de nutrición infantil. Es decir, lo que antes se gastaba en refrescos, hoy se convierte en hospitales, vacunación y atención preventiva.

En materia de salud pública, el impuesto ha demostrado que es posible modificar hábitos a través del precio. Reduce el consumo de bebidas azucaradas y alimentos ultraprocesados, especialmente en niños y jóvenes; incentiva a la industria a innovar; y contribuye a prevenir enfermedades crónicas que hoy representan una de las mayores cargas económicas para el país.

Desde el punto de vista económico y social, el impuesto saludable corrige una falla clásica del mercado: cuando algo genera daño colectivo, debe reflejarlo en su costo. Los productores e importadores ahora asumen parte del impacto que sus productos causan al sistema de salud. Y al hacerlo, el Estado envía un mensaje claro: alimentarse bien no es solo un tema individual, sino una responsabilidad compartida.

A largo plazo, los expertos coinciden en que esta política puede reducir los gastos hospitalarios y de medicamentos. Según un estudio del Banco Mundial, las medidas fiscales de este tipo tienen efectos positivos sobre la sostenibilidad de los sistemas sanitarios, al disminuir la presión del gasto público en enfermedades prevenibles.

La resistencia de las grandes marcas

Por supuesto, no todos celebran el cambio. Las grandes empresas de bebidas y alimentos ultraprocesados —entre ellas algunas multinacionales del sector— han intentado frenar la medida, argumentando que afecta la competitividad, encarece los productos básicos y pone en riesgo el empleo. Han presentado demandas ante la Corte Constitucional y financiado campañas mediáticas que repiten el argumento de que “los pobres pagan más”.

Sin embargo, tanto la OMS como la Corte Constitucional y organizaciones de la sociedad civil han sido claras: el derecho a la salud está por encima del interés corporativo. En palabras del propio CAJAR, “las empresas han utilizado el discurso del impacto en los pobres para defender sus márgenes de ganancia, no la equidad social”. Y lo cierto es que el tiempo está demostrando que el impuesto no destruyó el mercado: lo está transformando.

Para este periodo, algunas empresas han decidido financiar las campañas políticas y tener una baraja de candidatos que reviertan la medida. La pregunta seria si a cambio de la financiación de un político debemos sacrificar la salud de la ciudadanía.

Comer también es un acto político

El impuesto saludable no es la solución definitiva a los problemas de alimentación, pero sí una señal de cambio. Una forma de recordarnos que lo que elegimos en el supermercado también es una decisión política: apoyar un modelo de salud preventiva, o seguir financiando uno basado en la enfermedad.

Quizá no se trata de pagar más por comer mal, sino de pagar menos —en el futuro— por estar enfermos. Y aunque el impuesto no nos hizo santos de la nutrición, sí nos obligó a pensar. A preguntarnos qué estamos comprando, y por qué.

Porque al final, como todo en Colombia, el azúcar también es política.

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