De la culpa al orgullo

No podría esperarse menos de la cultura judeo-cristiana que habitamos: hacernos sentir un cargo de conciencia que nos pesa en la espalda y nos enferma, convertirnos en pecadores inconfesos tan solo por ser diversos. 

Opina - Sexualidad

2020-06-28

De la culpa al orgullo

Columnista:

Iván Darío Prada Serrano

 

La costumbre es tan poderosa, que incluso es una fuente del derecho. La costumbre es tradición y arraigo, es hábito y permanencia. La costumbre conserva, no importa qué, pero lo guarda para los que vienen, permitiéndole, por supuesto, su uso a quienes están. ¿Podría la costumbre entonces, siendo tan solidaria, ser algo malo? La respuesta dependerá de a quién se le pregunte. En mi caso, y siendo hoy el Día del Orgullo, trataré de encontrar una perspectiva a través de la distancia para comentar acerca de la tremenda herencia que nos ha dejado a las personas LGTBI: la culpa. 

Hoy por hoy usamos con frecuencia términos como reivindicación —a mí personalmente me encanta la palabra, pues encierra y recoge la reclamación y la exigencia firme de los derechos, especialmente, los que han sido desposeídos—, vida digna y buen vivir se suman a esta lista. Pero nunca antes, en siglos anteriores, hubo aquella oportunidad para manifestarlos con tanta visibilidad. Nos enseñaron, hasta el punto de naturalizarlo, que el rechazo propio era el mejor patrimonio que podían dejarnos para mantener una hegemonía, cualquiera que esta fuera, la heterosexual, por ejemplo. De ahí que, de niño, yo buscara, con miedo y con toda la solemnidad protocolaria, confesarme el domingo en la misa con el cura de la iglesia (ante el inminente fracaso de la terapia dejé de hacerlo): “tengo pensamientos que me dan miedo porque sé que a Dios no le gustarían (…) fantaseo con hombres”. Rezar un padrenuestro y cinco avemarías seguramente es una fórmula universal inventada por aquella enfermedad de rechazar al otro, de meterse en su pensamiento e intimidad para controlarlo, para hacerlo sentir sucio por desear y por existir diferente. Conmigo la usaron mientras lo permití. 

Mi adolescencia fue culpa y remordimiento. No podría esperarse menos de la cultura judeo-cristiana que habitamos: hacernos sentir un cargo de conciencia que nos pesa en la espalda y nos enferma, convertirnos en pecadores inconfesos tan solo por ser diversos. Porque esa concepción religiosa y tradicionalista del hombre y la mujer juntos para reproducir, ha atravesado profundamente todos los ámbitos de la vida, desde el colegio en donde solo se habla de biología a partir del imaginario cisgenerista pasando por el cuerpo y el amor vividos según el quehacer heterosexual; hasta finalmente llegar a los modelos de salud y de derechos sexuales y reproductivos, vistos en función de excluir las necesidades de la población trans e impedir la protección temprana y el autoreconocimiento de las personas homosexuales.

La calle no es ajena a esta comunión sagrada de la tradición. De hecho, es aquí en donde se ejerce un poder con autoridad incuestionable. No recuerdo jamás haberle dado un beso a un hombre sin recibir miradas en forma de dardos, comentarios de desprecio, chiflidos e incluso amenazas; tomarse de la mano no fue ni es la excepción, ni en el 2011 que lo hice por primera vez ni en el 2020 que con orgullo lo continúo haciendo. Y es justamente el orgullo que refiero, la verdadera terapia ante el miedo y el escarnio público. El orgullo constituye esa rehabilitación ante la sanción moral y la redención frente el pecado. Si el orgullo es algo para nuestros cuerpos, seguramente es libertad, la de poder defendernos ante el miedo del ataque. El orgullo es el refugio que construí con todos los ladrillos que me lanzaron. Y en lo que a mi experiencia respecta, es una referencia que se repite generación tras generación, hombres y mujeres de todas las latitudes, personas intersexuales, uno a uno han edificado su propio búnker, a pesar del odio y de la falta de garantías.

Si la culpa, siendo heredera de la tradición es la toxina, el orgullo es el antídoto, no solo por su lugar de enunciación política, sino por su forma de resistencia que se transforma a diario y, que se refleja en la expresión de género de las personas trans, en los besos y abrazos de gais, lesbianas y bisexuales ante las multitudes enarboladas, en la negación de intersexuales a normalizar su cuerpo con amputaciones, a disidir de la norma en donde sea que se escriba. Hoy 28 de junio, les deseo una cosa, que el orgullo sea su bandera y una de las tantas causas que decidan abrazar; que ante el miedo que nos paraliza, respondamos con la determinación de quien levanta su voz ante la injusticia. Que hoy 28 de junio, demos el paso de la culpa al orgullo. 

 

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Iván Darío Prada Serrano
Trabajador Social en formación y representante estudiantil ante el Comité de la Política de Equidad de Género de la Universidad Industrial de Santander. Codirector de Acción Prometea y fiel defensor de los Derechos Humanos y de todas las causas en las que creo. Un convencido más de la justicia social en la construcción de un mundo mejor.