Autor:
Wilmar Vera Zapata
Millones recuerdan todavía ese 20 de julio de 1969. Luego de muchos sacrificios e ingentes recursos invertidos, una pareja de cosmonautas se posó suavemente sobre la superficie selenita y colocaron junto a la bandera de la hoz y el martillo un ramo de olivo como señal de paz y buena voluntad como embajadores de los pueblos de la Tierra.
Otra pudo ser la historia y, sobre la cara visible de nuestro vecino estelar, podría haber estado la bandera de EE. UU., si no fuera por la acertada decisión y esfuerzo de millones de trabajadores y políticos que, bajo la batuta de un exprisionero político, ganó para la URSS la medalla de Campeones de la Carrera Espacial.
La llegada de los antiguos soviéticos a nuestro satélite natural fue la conclusión lógica de una carrera que comenzó a principios del siglo antepasado, cuando Konstantín Eduardovich Tsiolkovski —en su obra El espacio exterior (1883) y Los trenes de cohetes cósmicos (1924) —planteó la posibilidad de enviar un aparato fuera del planeta por medio de la propulsión. Durante la Segunda Guerra Mundial el desarrollo de la cohetería se basó en el triunfo que esperaban tener los nazis con armas no tripuladas lanzadas desde el continente. Ellos crearon —bajo la tutela del ingeniero Wernher von Braun— dos cohetes de mediano y largo alcance, llamados V1 y V2 (V de Vergeltungswaffe, arma de represalia).
Tras la derrota nazi, los soviéticos empezaron a desarrollar sus propulsores y el plan era construir uno con capacidad para portar un arma atómica. Ese fue el objetivo en la carrera armamentista con Occidente. Ahí entró a la historia Sergei Pavlovich Korolev, como diseñador de cohetes que desde antes de la guerra desarrolló diferentes modelos y experimentó con combustibles. Estuvo detenido en las minas de Kolyma durante las purgas estalinistas de los años 30, que dejó más muertos que los crímenes efectuados por Hitler. Gracias a su inteligencia y conocimiento fue rehabilitado y liberado para encabezar el proyecto cosmonáutico del país de los sovieticos.
El mundo recordaba con asombro desde 1959 la primera nave que se posó (en realidad se estrelló) en la arena (La Luna 2), las primeras imágenes enviadas del Mare Moscoviense (Luna 3) y la llegada de Luna 10, que fue el primer objeto humano que alunizó suavemente, como si fuera un anhelado invitado. El Proyecto Luna finalizó en 1976.
Con los planos de los V1 y V2, Korolev lideró la construcción de lanzaderas más potentes de armas y, de ser posible, que tuvieran la capacidad de llevar al hombre al espacio, como soñaba Tsiolkovski.
La humanidad dejaba así su cuna cósmica y gateaba fuera de la atmósfera, con el espacio infinito por testigo.
La carrera inició
La noticia cayó con la fuerza y devastación psicológica de una bomba atómica: en 1957, los rojos colocaron un pequeño satélite girando alrededor de la Tierra llamado Sputnik (Compañero de viaje). El mundo celebró la audacia, ejemplo del logro de la ingeniería y la capacidad creativa, tecnológica y económica soviética. Estados Unidos quedó impactado y el golpe fue más doloroso cuando, el 3 de noviembre de ese mismo año, Laika (Ladradora) se convertía en el primer ser vivo que rozó la atmósfera del planeta. El siguiente paso era simple: hay que poner un hombre en el espacio y, claro, llegar a la Luna.
Estados Unidos no se quedó rezagado y comenzó su propio programa espacial, recuperando terreno en febrero de 1958 con el Explorer 1. Los años 1961 y 1963 serían relevantes porque el 12 de abril los soviéticos anunciaron que seguían encabezando la lucha con Yuri Gagarín como primer hombre en el espacio. Pocos días después, el 5 de mayo, Alan Shepard, tendría ese honor por parte de la nación de las barras y las estrellas. Con ese marcador empatado, la URSS tomó la delantera de nuevo con la primera mujer cosmonauta (Valentina Tereshkova, el 16 de junio de 1963) y la meta se definió en la llegada del primer humano a la Luna.
Korolev esperaba para 1967 o 1969 cruzar la meta imaginaria. El mundo se debatía entre la Guerra Fría y cada superpotencia mostraba, cual macho alfa, sus mejores dotes de fuerza, ingenio y atractivo a los demás pueblos del planeta. Triunfar en el espacio era cuestión de orgullo nacional y supremacía del modelo económico, bien fuera capitalista o comunista. Pero la tarea no era fácil. Una de las grandes preocupaciones de los ingenieros era la lanzadera o el cohete que se encarga de llevar el módulo por fuera de la atmósfera.
Los norteamericanos desarrollaron el programa Apolo y el 12 de septiembre de 1962 el presidente John F. Kennedy anunció que un estadounidense debería ir, llegar a la Luna y volver sano y salvo antes de que acabara esa década. Ahora no solo se tenía la meta: ya corrían contra el calendario.
Korolev organizó los múltiples departamentos encargados de la cosmonáutica soviética en procura de adelantárseles. El país que era famoso por centralizar toda su producción, desde lo económico hasta cultural, tenía más de 20 organizaciones e institutos encargados del desarrollo tecnológico del proyecto lunar. Como si fuera poco, el combustible no ayudaba mucho y en ocasiones causaba que el cohete N1 estallara como volador una vez alzaba el vuelo, pues el querosene era más inflamable que el nitrógeno líquido usado por EE. UU.
Sin embargo, si no hubieran solucionado esos problemas y contado con el apoyo irrestricto de los premieres Nikita Krushev y Leonidas Breznev, otra historia tendríamos hoy día.
La meta
Como Moisés, el padre de la astronáutica soviética no vio coronado su proyecto, no divisó la tierra prometida, pues en 1966 fallecería durante una operación médica. En la recta final, las naves Vostok y Vosjod comenzaron a hacer rutinario el lanzamiento de hombres y máquinas al espacio y a la órbita de nuestro satélite, regresando sanos y salvos en sus cápsulas ennegrecidas que caían en algún punto de la amplia geografía soviética.
Por eso, 52 años después, hoy se conmemora el triunfo de la voluntad humana. Estamos en un aniversario más de la llegada del hombre a nuestro vecino estelar. Cómo olvidar la tensión que en diferido los espectadores vieron en televisores y luego en noticiarios cinematográficos del viaje del módulo Lenin orbitando la Luna, de la cápsula Comunismo aproximándose a la superficie gris y polvorosa que recibió a un embajador del ingenio humano. Y las palabras inmortales del cosmonauta Alexei Leonov expresando con voz seria, que a duras penas escondía la emoción:
«Baikonur, vo imya natsiy i narodov sovetslcogo soyuza i Kommunizma osushetsvil posadlku…».
«Baikonur, para la gloria de las naciones y del pueblo soviético, el Comunismo ha aterrizado…».