Apología a la mala educación

Opina - Sociedad

2017-09-21

Apología a la mala educación

La tolerancia como valor implícito en la construcción de la paz ha dado la posibilidad de revaluar muchas de las costumbres de nuestro modo de vida como colombianos. La posibilidad histórica de aprender a aceptar al otro con sus diferencias, costumbres y formas de ver el mundo; son el reto que tenemos todos.

Ahora, antes de pensar que la sociedad entera apunta a tener estas buenas intenciones, estaría bien mirar un poco hacia atrás y ver cómo nuestra propia cultura nos ha llevado por más de dos siglos como nación en una senda de discriminación, nacionalismo recalcitrante, doble moral e incapacidad de reconocer a aquellos que no comparten nuestras costumbres en nuestro propio territorio y fuera de él.

Aunque a ojos de un ser humano normal puede sonar estúpido y absurdo, hay colombianos que discriminan y critican de manera grosera y maleducada a los habitantes de los países a donde van a parar escapando de la dura realidad de Colombia. La falta de oportunidades laborales, la imposibilidad de acceder a educación superior de calidad con pocos recursos, o simplemente porque no soportamos más la inoperancia institucional, el conflicto armado o la pésima calidad de vida de la mayoría de nosotros.

Todos aquellos que nos hemos radicado en el exterior hemos vivido ese instante de vergüenza ajena, donde por casualidad nos encontramos con compatriotas haciendo de las suyas en otras latitudes, cometiendo delitos, siendo vecinos indeseables, buscando problemas en lugares públicos o simplemente “pasándose por la faja” las reglas básicas de convivencia, siempre acompañando su posición con la oración que precede cualquier argumento absurdo para justificar su mal comportamiento: “Es que en Colombia…”

Es así como el colombiano malagradecido habla mal del lugar donde vive, critica cosas tan simples como la comida o la forma de hablar. Desestima la posibilidad de hacerse uno con aquella sociedad que lo ha aceptado y se reúne en nichos de otros colombianos cerrando completamente el círculo de su propia y cómoda manera de ver el mundo, donde todo lo que ya sabe es verdad absoluta y deshecha todo aquello que no conozca. Es como si aquella frase: “el ignorante piensa que el mundo es todo aquello que su vista alcanza desde el campanario” se aplicara a rajatabla cuando estos colombianos se llevan el campanario en la maleta.

Existen en las redes sociales varios ejemplos de dichos comportamientos. En varios países del mundo se investigan a bandas organizadas de apartamenteros que han hecho de las suyas por toda Latinoamérica, Asia y Europa. Los hinchas blandiendo puñales en el entrenamiento de la selección en el mundial de Brasil, o más reciente, aquel episodio de esta señora mayor Alejandra Azcarate, con sus cuarenta y tantos haciéndose la influencer burlándose de un hombre asiático por tener “chucha”; quien debido al rechazo a este acto desagradable, salió a justificarlo como parte de una campaña de un concurso, de una de las valientes marcas que patrocinan a esta nefasta mujer. Lo extraño es la eliminación automática de dicho vídeo y la posterior justificación. El creativo de esta campaña o es ella o es uno más de la estirpe del levantado que discrimina.

Todo esto unido a otros ejemplares colombianos que hacen las delicias de grandes y chicos en las canchas con el balón y luego sacando un arma, como lo hizo Teófilo Gutiérrez en el vestuario de Racing en Argentina, o la marca personal del fútbol colombiano después del «toque toque» que se llama violencia intrafamiliar como Bolillo Gómez, Jorge Luis Pinto o Pablo Armero.

Todos ellos demuestran lo que este tipo de colombiano es en el exterior: Terriblemente maleducado.

La mala educación, más en esferas de alto poder adquisitivo nos demuestra que el problema no es sólo de clases sociales. Que la ignorancia va de la mano de la idiosincrasia y no de los títulos universitarios o los apellidos que nos acompañen. La incapacidad de adaptarse y comportarse como personas normales demuestra ese sentido de vergüenza y falta de autoestima que disfrazamos de orgullo patrio, excesiva felicidad y la absurda lista de beneficios que tiene Colombia sobre los demás países del mundo. Siempre buscando llamar la atención.

Esta postura se convierte en un problema para aquellos que emigramos con ganas de ser algo más que un colombiano inmigrante. Los maleducados que nos dejan a todos estigmatizados, marcados y siendo objeto de discriminación en algunos casos. Ya nos hemos topado con avisos de alquileres de inmuebles donde literalmente se solicita “colombianos abstenerse” y aunque está en el olvido, no se puede ignorar aquella reacción indignada de la comunidad colombiana por un aviso en la puerta de un café de Buenos Aires donde un cartelito decía: “No se aceptan colombianos” cuando se habían vivido múltiples episodios de escándalos públicos, robos y peleas en dicho establecimiento. Los causantes de estas reacciones no son de todos los inmigrantes, pero las consecuencias si las sufrimos todos.

Esa es la Colombia educada por Sábados Felices y por humoristas de poca monta. Por Malumas y Azcarates. Por la misma sociedad que se ríe viendo a Pablo Escobar hecho parodia y sigue a Popeye en Youtube. Que justifica pegarle a una esposa o una hija «pa que aprenda a respetar». Que piensa que es más importante hablar de “Epa Colombia” que de las mujeres que sobresalen por sus investigaciones en prestigiosas universidades del mundo. Donde la gente conoce a James y no a Rodolfo Llinás. La misma patria que en más del 70% de su población no ha leído un libro de su propio premio Nobel.

Colombia no es más ni menos en el mundo que Francia, Sudán o China. No somos mejores personas por no tener “chucha”, cuando aquel japonés podría ser fácilmente una persona que hace más por su propia comunidad que la arrabalera de la Azcarate y su pésimo sentido del humor.

¿Qué podemos esperar de una sociedad que intenta reconciliarse, si no hemos sido capaces de aceptarnos a nosotros?

 

Dario Hernández
Escritor de novelas. Contrera, despatriado, exiliado y ácrata. Ni militante, ni hincha, ni creyente.