La grieta

Opina - Sociedad

2017-09-05

La grieta

Colombia es una grieta sin fondo. Un lugar partido en dos. Una tierra de nadie.

Toda su historia es un intento fallido, un plan llevado a cabo a medias, un bucle de errores y tragedias que se repiten día a día, año a año. Un espacio idealizado sobre mentiras e ilusiones.

La verdad única e irrefutable es que nuestra sociedad es un fracaso irreparable construido sobre terreno inestable. Una parodia de la propia humanidad. Todos y cada uno de nosotros somos culpables del destino que nos tocó en suerte.

Empezamos siendo hijos de padres ilegítimos; bastardos de una mezcla producto de un accidente monumental entre dos culturas. Una inocente que vivía en la paz de la nada y que se mezcló con los peores hijos de una monarquía en ruinas. Zaqueados, violados y casi exterminados, nuestros primeros padres son esas dos partes de la naturaleza humana que se chocaron sin ningún tipo de acuerdo ni aceptación.

El humano depredador hizo de la nueva tierra, aquella que se encontró por casualidad, un campo de exterminio, una correría de sangre y oro. Mientras arrastraba consigo a otras víctimas venidas de tierras aún más lejanas e inhóspitas, a las cuales su humanidad y dignidad ya se les había sido arrebatada. Empuñando la cruz y la espada se estableció, se mezcló y con la vaga idea de hacer propio lo que no era suyo.

Toda esta idea parecía perdida en el tiempo y en los libros de historia. Sin embargo, la realidad es otra. Cuanto más conectados, más intolerantes, más llenos de mentiras, aparecen los falsos mesías, los próceres mediocres, las verdades a medias.

Las víctimas son y serán la mayoría. Las crédulas, las indiferentes, las menoscabadas mentes que se dejan engatusar por culebreros sin moral, falsos pacifistas, combatientes arrepentidos. Todos representados por nefastos seres que no muestran transparencia ni honestidad. Cargados de ideales anacrónicos y falsas dignidades. Donde los patriotas son y serán aquellos que empuñan las armas, usan una camiseta y se vanaglorian de logros ajenos y efímeros.

Hombres y mujeres temerosos de los cambios que la propia evolución social exige. Discriminadores, violentos y desbocados en la ira y la codicia. Creyentes en dioses que justifican sus barbaries e injusticias contra otros. Violadores de infantes, reclamantes de diezmo, adoradores de papas y futbolistas.

Y mientras un país y lo que lo representa se cae a pedazos. Los pocos actos nobles se entorpecen por propios y ajenos. El país de la zancadilla, donde uno da dos pasos y el otro le cruza la pata para que se vaya de bruces contra el asfalto. Y la grieta profunda rebosa, repleta de cadáveres de justos y pecadores; porque en una humanidad tan indolente, los dos lados de la tierra dividida no saben diferenciar a los unos de los otros. Argumentando desde dos libros gordos escritos por barbones dos dogmas nocivos e incomprensibles en la práctica. ¿Cómo poder pensar en un futuro cuando aún se legitima la violencia de los intolerantes que no pueden aceptar que todo se ha revaluado?

La misma concepción de género, de cultura, de pensamiento tiende a avanzar a una nueva forma de reconocerse como humanidad. Sin embargo, nos negamos por miedo, por vergüenza, por ignorancia o simple estupidez. Y así esta grieta no dejará de ser un surco de dolores mientras sigamos viendo la realidad desde una pantalla o 140 caracteres llenos de supuestos y mentiras.

A pesar de todo, existe aún ese pequeño rincón en cada uno de nosotros que valora la vida en cualquiera de sus formas, que usa la fe como motor del bien común, que lucha y alza la voz con indignación verdadera a las atrocidades a la que nos hacen pasar. En ese pequeño espacio sobrevive la esperanza. Casi siempre a través del arte, la ciencia y la diversidad cultural.

La búsqueda es la de una sociedad que antes de tolerarse, debe buscar aceptarse tal y como es. No existe democracia desde que esta se ha justificado con la guerra y la violencia.

Es tal vez imposible para la mayoría adoptar una utopía sin tener que afiliarse a un conjunto de reglas, a un dogma, una religión o un partido, pero si tenemos la capacidad de vernos reflejados en aquellos que están del otro lado y reconocemos su derecho a existir, tal vez esos pequeños actos de bondad y de justicia que se ven en los momentos más simples de la vida, nos darán esa perspectiva infinita de poder hacer de nuestro corto paso por la vida, una experiencia que valga la pena heredar a los que apenas están abriendo los ojos al mundo.

Bertrand Rusell nos dejó una frase que resume la pretensión de este texto. Aquel que lo lea asumirá desde su propia perspectiva lo que aquí he querido expresar: “Me gustaría decir dos cosas. Una intelectual y una moral. Lo intelectual que me gustaría decir es. Cuando se estudie cualquier tema o adoptando cualquier tipo de filosofía, pregúntese así mismo únicamente ¿Cuáles son los hechos? ¿Cuál es la verdad que los hechos revelan? Nunca se deje desviar, ya sea por aquello que desea creer, o por lo que cree que le traería beneficio si así fuera creído.

Observe única e indudablemente sobre cuáles son los hechos. Lo moral que quisiera decir es muy simple: El amor es sabio, el odio es tonto. En este mundo que cada vez se vuelve más y más interconectado, tenemos que aprender a tolerarnos los unos a los otros. Tenemos que aprender a aceptar el hecho de alguien dirá cosas que no nos gustará. Solo podemos vivir de esa manera, si queremos vivir juntos y no morir juntos. Debemos aprender un tipo de caridad y un tipo de tolerancia que es absolutamente vital para la continuación de la vida humana en este planeta”.

 

Ni Hincha, Ni Militante, Ni Creyente…

 

Dario Hernández
Escritor de novelas. Contrera, despatriado, exiliado y ácrata. Ni militante, ni hincha, ni creyente.