Racionalidad de la esperanza

No se puede desafiar la entropía de un sistema y aseverar qué va a suceder. La COVID-19 es un coscorrón de recuerdo, un golpe a nuestra humana vanidad.

Opina - Política

2020-04-14

Racionalidad de la esperanza

Columnista:

Luis A. Herrera M.

 

El tiempo nos recordó que es soberano. Hace poco más de tres meses fue Nochebuena, pero parece más remota que eso. No por desabrida, eso lo juzgará usted mismo, sino porque si el motivo de este escrito fuera describirla, dado lo sobrevenido, tendríamos que reseñarla como un pasado lejanísimo. Tocaría casi señalarla con el dedo para poder nombrarla. Igual que se aludían las cosas en los tiempos en que el coronel Aureliano Buendía conoció el hielo.

Fueron 90 días más extensos que un trimestre. El tiempo y la naturaleza deconstruyeron aquel pasado distante. Dijeron aquí estamos, somos parte del todo que ignoras, pero nosotros no te desatendemos.

El estado actual de las cosas, al que nos lleva la COVID-19, nos recuerda que, por entropía, todo tiende al desorden. Que vivimos buscando falsas seguridades, pensando que podemos garantizar un resultado siguiendo una secuencia de pasos, que somos creadores, dueños y señores de un equilibrio que bien puede existir, pero solo transitoriamente.

Nos carcome la angustia, el miedo, el desasosiego y, ahora, incluso, el contacto con el otro. ¡Qué curioso! Siendo el otro el que nos define, el que por contraste y principio de alteridad nos ayuda a encontrarnos, ya tenemos que evadirlo. Tememos al otro= sospechamos de nosotros. ¿Somos tan monstruosos? Pues sí y no. Solo en lo atinente al virus, por el momento, considerémonos proscritos. En lo demás no.

Así a los creyentes de Cioran les parezca baladí, el inconveniente no es haber nacido. A los mismos les tengo una “mala noticia”: el mundo está mejor. Si bien no es momento de balances, ni de cantar triunfos o derrotas, la humanidad ya ha pasado por hechos similares o peores y, grosso modo, se está desempeñando mejor que antes. 

La gripe española, según datos de la OMS, entre 1918 y 1920 infectó a la tercera parte de la población mundial y mató alrededor de 50 millones de personas. Solo para ponerlo en contexto, la Primera Guerra Mundial recién había causado 17 millones de muertos. En aquel entonces, no se contaba con los métodos diagnósticos modernos ni con la medicina que disponemos ahora, no hubo cierres de países ni regiones tan grandes como las actuales, no se cerraron vías de comunicación, no fluía la información en forma masiva como lo hace hoy (eso sí, tampoco la desinformación actual). Adicionalmente, acababa de terminar la Gran Guerra. Todo era escaso, hasta las ganas de seguir.

Las pandemias son imprevisibles, no obstante, la OMS estima que el número de muertes por COVID-19, si no se toman medidas, puede llegar a ser de 40 millones de personas. Pero ese es el quid, si bien todo puede acontecer, sea por convicción o por postura prudente u obligada, los mandatarios están adoptando medidas. Se demoren días más o días menos, vienen haciéndolo. La sociedad civil es más activa, culta (a pesar de estrategias de embrutecimiento en escala) y pendiente de su propio devenir. Les guste o no a los negacionistas.

El resquemor a lo desconocido nos abruma porque siempre buscamos falsas seguridades. No se puede desafiar la entropía de un sistema y aseverar qué va a suceder. La COVID-19 es un coscorrón de recuerdo, un golpe a nuestra humana vanidad.

No se busca tomar posiciones nihilistas ni optimistas, no se vende humo. Lo que se propone es construir sobre el caos, crear nuevos comienzos y recordar que, como dice Bertrand Russell en el último párrafo de La Perspectiva Científica, “existen peligros, pero no son inevitables, y la esperanza en el futuro es, por lo menos, tan racional como el temor”.

 

 

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Luis A. Herrera
Anestesiólogo y Magister en Bioética de la Universidad CES.