Trucos nuevos para un perro viejo

Es como si la herencia legislativa de este país recayera únicamente en el propósito de los zánganos que la presiden, demostrando con la decadencia que nos caracteriza, que el colombiano promedio sufre de SAG (Síndrome de Adormecimiento General).

Opina - Política

2019-07-22

Trucos nuevos para un perro viejo

Autor: Eddie Vélez Benjumea

 

En el viejo mundo del adiestramiento político, amaestrar un perro viejo es casi tan creíble como hacer que un pingüino vuele. Por los pasillos corredizos del chismorreo colombiano se escucha con vehemencia un refrán que dicta: “un perro viejo no aprende trucos nuevos”.

Y la razón se la lleva por completo cada vez que noto que: ni el politiquero tradicional logra cambiar sus viejas, pero funcionales artimañas, hacia la batalla por el poder; y mucho menos, el colombiano elector aprende, derrota tras engaño y termina, como bien es usual, eligiendo a los mismos detractores y apátridas personajes —que bastante pésimo nos han representado—.

Es como si la herencia legislativa de este país recayera únicamente en el propósito de los zánganos que la presiden, demostrando con la decadencia que nos caracteriza, que el colombiano promedio sufre de SAG (Síndrome de Adormecimiento General).

Sin duda, esto es algo a lo que están acostumbrados aquellos que resuenan con rimbombancia en los oídos del acontecer mediático.

Por lo tanto, es menester anunciar, tal y como lo dijo el senador Jorge Robledo, un 17 de julio de 2019, en un conversatorio de La Oreja Roja y al frente de al menos ochenta medellinenses: “yo establezco la diferencia por el tamaño del tamal (…)”. Esto, inferido por él, para referirse a la manera como el colombiano diferencia a un politiquero de otro.

A aquella persona que está acostumbrada al poder, le es difícil aceptar la entrega del asiento que ya tiene las marcas de su trasero. John Emerich Edward Dalkberg, historiador británico y católico, en 1887 sentenciaba: “el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Más efectivo que el propio Nostradamus, el entonces historiador vaticinaba, con la exactitud de un ingeniero mecánico, la situación que hoy en día nos sigue mortificando.

Abuelos seniles que se siguen agarrando como garrapatas chirriantes al sol de mediodía, de las prendas del poder; los mismos seres nefastos que, sin escrúpulo alguno, le mienten una y otra vez al pueblo lacerado que los sigue alabando como ovejas mansas.

Se aprovechan de comunidades enteras que no se permiten abrir los ojos y permanecen en una burbuja de incómoda seguridad a la que están acostumbrados.

Esa oveja, a la que llamamos pueblo, prefiere ver cómo el gallinazo hambriento y desnutrido lo ruñe —pareciera que estuviese anestesiado—. Permite, además, aquel suceso solo para obtener una migaja mísera que lo convoca a unirse a la corrupción. Así es ese depredador disonante.

La oveja no se da cuenta de que el rapaz no es él, sino su adversario, que llegó pavoneándose como quien se encuentra en la cima de la cadena alimenticia, pero solo para ruñir y acaparar lo que por derecho le corresponde al manso mamífero.

Algunos loables pensantes infieren que debemos hacer cambiar el pensamiento del político tradicional. Otros, igual de críticos, anuncian que aquella corrupción que nos atañe se debe combatir con veedurías conformadas para vigilar sus actuaciones. Los demás afirman que la diferencia se hace sentenciándolos en las urnas.

María Fernanda Carrascal, activista, y mujer empoderada del acontecer político, que hacía presencia junto al senador Robledo en el mismo evento celebrado en Medellín, argumentaba, con el poder de su voz que, “no nos vamos a arrodillar, no les vamos a entregar el país como ellos quisieran”; y es precisamente ese vigor al que me prendo para inferir, con sumo agrado, que la mejor manera de derrotar a un perro viejo es con perros muy nuevos.

Con perros que hagan uso de maneras muy apremiantes de gobernar, sin la corrupción de la politiquería que por siglos nos ha permeado y se ha repartido el cetro en las mismas familias herederas del poder que por consanguinidad se les trasfiere.

Un perro viejo no aprende trucos. No por la supuesta incapacidad física o mental que se le adquiere por la edad, sino por la impertinencia, prepotencia y egocentrismo ácido con el que por décadas ha mancillado y propiciado, en la nuestra, una cultura arribista, usurera y maliciosa a la que no le veo el ímpetu y la claridad de querer dejar de lado.

Les tengo una propuesta: ¡el mayor castigo que podemos darle a los perros viejos es la censura mediática! No les demos más pie para actuar, y dejémoslos en el olvido para que pase el tiempo y de ellos no quede más que el agrio sabor de habernos dejado pisotear varias veces en la vida.

 

Aquí puede observar el conversatorio referido:

 

 

 

 

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Eddie Vélez Benjumea
Periodista independiente.