Todos quisimos matar a Jesús

Matar a Jesús es una historia necesaria, y lo seguirá siendo en veinte años. Apoyar o festejar la muerte del asesino es parecerse a él.

Opina - Cultura

2018-04-07

Todos quisimos matar a Jesús

Medellín, delincuencia, y marginalidad son sinónimos. El mayor logro de la capital paisa no es ser la más innovadora ni tener la mayor cantidad de feligreses uribistas por metro cuadrado, sino su capacidad para ocultarle al mundo y al país la sordidez que habita en ella. Por fortuna, el arte, en este caso el cine, siempre está hurgando en los rincones políticamente incorrectos.

Matar a Jesús pareciera ser una secuela descarnada de Víctor Gaviria. La realidad que transversaliza la obra de Laura Mora no dista mucho de la que reprodujo hace 20 años Gaviria en La vendedora de rosas. El teatro citadino donde se puede amar y odiar con la misma vehemencia es el mismo, solo cambian los personajes.

La trama de la película es más universal de lo que parece: dos sicarios asesinan al papá de ‘Lita’, una estudiante universitaria. ‘Lita’ sale de fiesta con sus amigos y conoce a Jesús, el asesino de su padre. En su afán de saciar su sed de venganza, ‘Lita’ explora la complejidad de su verdugo, y termina siendo ella quien le perdona la vida al hombre que mató a su padre.

Más allá de la estética, lo que abruma de Matar a Jesús son las inquietudes que despierta su concepto narrativo. Laura Mora retrata los paralelismos antagónicos de una ciudad donde conviven millonarios sibaritas y jóvenes de 23 años que para pagar el precio de vivir se dedican a acabar con la vida de otros. En esa misma ciudad se pueden conseguir “fierros” por setecientos mil pesos, y los policías se saludan con los sicarios como íntimos amigos, como si de verdad lo fueran. Muchos se han aprovechado de muertos ajenos para hacer dinero, pero Matar a Jesús –tal vez sea lo más loable del trabajo de Laura Mora– confronta ese cinismo y esa tolerancia de Medellín hacia la muerte, la desigualdad, y la exclusión, como si esas fueran condiciones innatas de la ciudad, como si la ciudad no pudiera –y no debiera– ser otra.

Mora no solo ratifica lo que alguna vez planteó Víctor Gaviria: “La violencia es la voz y el lenguaje de los excluidos”; también sintetiza ese odio y ese instinto de venganza que nos despierta una justicia desbordada por el crimen. Las abuelas de mi generación murieron –y van a morir–  convencidas de que un hombre sin forma se encargará, nadie sabe cuándo, de darle a cada cual lo que merece, de hacer justicia “divina”. Pero la justicia, sea humana o sea “divina”, siempre llega más tarde de lo que quisiéramos –a veces nunca llega–. Todos hemos querido ser la justicia, obrar en su nombre incluso en las situaciones más convencionales y cotidianas.

Sin embargo, antes de matar al que mata, hay que matar el justiciero que cada uno lleva adentro. Leonardo Tangarife Urquijo, un sabio rescatado del anonimato por Luis Miguel Rivas, afirmaba que la muerte física era “una solución ilusoria”. “El asesinato que vengo a proponerles es mucho más eficaz, y por tanto más dificultoso. Implica matarnos un poco a nosotros mismos, dado que el tirano [y el asesino] que habita en nuestro interior es quien permite que el que vive en el mundo externo ejerza su poder [y su crimen]”, planteaba el poeta.

Después de desmovilizar a la guerrilla más antigua del mundo y registrar la tasa de muertos más baja de los últimos cuarenta años, viene la tarea más difícil: digerir la parábola de aquel que lleno de rencor y odio decide salvar la vida de su verdugo. En este país –acostumbrado a suicidarse cada tanto y a resolver la violencia con más violencia– Matar a Jesús es una historia necesaria, y lo seguirá siendo en veinte años. Apoyar o festejar la muerte del asesino es parecerse a él. Puede que no haya mayor venganza que el perdón o dejar vivir al verdugo.

 

 

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Juan Alejandro Echeverri
"No sabia que quería ser periodista hasta que lo fui y, desde entonces, no he querido ser otra cosa".