Columnista:
Francisco Cavanzo García
Hace mucho tiempo en un pueblo escondido entre las montañas y los llanos se llevó a cabo una gran reforma constitucional; en ella se pretendía asegurar la concepción y el status de sujeto de todos sus individuos; pero más importante aún, se pretendía garantizar los derechos no naturales del humano, los derechos sociales. Para ello, se realizaría una gran ampliación del Estado de bienestar, en donde la institución estatal tomaría un papel más activo dentro de la economía y gestionaría el dinero de los ciudadanos para aparentemente reinvertirlo en la sociedad y mejorar la situación de los individuos y familias.
Esta pequeña introducción podría servir bien para Colombia o para Argentina, dos de los países con la tasa fiscal más alta de la región, dos países que han realizado, literalmente, decenas de reformas tributarias tratando de que este modelo continúe, dos de los países con las más terribles economías. Tan solo Colombia ha realizado más de 48 reformas tributarias en lo que va del siglo XXI, y probablemente, el número siga aumentando de seguir con ese modelo económico y de Estado.
En cada esquina, en cada tienda, en cada barrio y en cada casa no se habla de más en Colombia, la temida reforma tributaria. Existe no solo un descontento, sino una indignación generalizada acerca de la implementación de la absurda reforma en la que incluso los servicios funerarios serán víctimas del fisco. Es sensato decir que la gran mayoría de la población se opone firmemente a esta reforma; sin embargo, también es sensato decir que de continuar con este modelo de Estado en el que se deben garantizar los derechos sociales y todo tipo de ayudas, los constantes incrementos fiscales son inevitables.
Los subsidios, la educación y la salud financiada no caen sobre el cielo mágicamente, el Estado no es un productor de riqueza; es más bien parecido a un bravucón de película gringa, que amenaza con golpear a sus compañeros si no le dan parte de su almuerzo o su dinero. No se trata de una contribución voluntaria, es una amenaza coercitiva con prisión, expropiación y violencia de no entregar su dinero, de ahí la palabra, impuesto.
No obstante, y a pesar de la enorme indignación, especialmente por los partidos de oposición al actual Gobierno, que no se oponen a una reforma tributaria, a otra ley que despoje a los ciudadanos de sus recursos honestamente merecidos; se oponen es a la visión de reforma propuesta.
La idea desde este sector político en particular es, básicamente, incrementar el peso fiscal sobre las personas más ricas de la nación, pero, particularmente, a las grandes empresas que en apariencia no contribuyen lo suficiente para el mantenimiento de ese Estado de bienestar. Esa responsabilidad impositiva es de un 13,25 % para esos grandes privados. Para algunos esto podría sonar indignante sabiendo que las personas naturales llevamos a cuestas más de la mitad total de esa carga; lo cierto es que de ser inversa esa carga llevaría consigo tantas o incluso más consecuencias negativas para el país, su economía y sus ciudadanos.
Suponiendo que la carga fiscal recayera más sobre esos grandes privados, y yéndonos por una concepción keynesiana de la economía para supuestamente redistribuir la riqueza por la intervención mesiánica del Estado, podrían emerger graves reacciones desde diferentes ámbitos.
Al subir la carga fiscal a estos conglomerados tres consecuencias inmediatas saltan a la vista:
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- Despidos masivos.
- Afectación del ritmo de emprendimiento especialmente de nuevos servicios y productos.
- Desaceleración o incluso el asesinato de la producción de riqueza, tal como ha venido pasando poco a poco en los últimos 30 años.
La única forma probada de que estos tres puntos sean positivos, como bien lo señala Thomas Sowell en su libro Basic Economics es que exista ese gran capital sobrante ya sea de conglomerados o de personas naturales que se encarguen de la generación de nuevos productos y servicios, que por supuesto como consecuencia solo tiene dos: incremento de salarios y nuevas contrataciones y producción de riqueza para que el proceso se repita de nuevo.
Por supuesto, imponer la carga fiscal a las personas naturales es igual de absurdo, especialmente luego del proceso de confinamiento que dejó severamente afectada a la clase media del país. Ciertamente, no es el momento de una reforma como la planteada y los ciudadanos debemos pronunciarnos en su contra; aunque, esta no será la última reforma, con ella no se solucionarán los enormes problemas del país. Seguramente, en un o dos años otra nueva ley de financiamiento creará revuelo como históricamente ha sucedido.
El problema va más allá de a quién clavarle los impuestos, el problema es que ese modelo de bienestar como bien se ha visto en Colombia o en Argentina es insostenible (dos de los países más corruptos de la región precisamente por su enorme recaudo fiscal, como los más de cincuenta billones que se roban en Colombia). Para conservar todos esos programas estatales es necesario mantener una carga impositiva elevada; algo que el modelo económico hace imposible de sostener. Una enorme carga que no solo las personas naturales no pueden sostener y mucho menos las empresas. Ese tipo de imposiciones fiscales ha hecho que en nuestro territorio sea casi imposible crear una compañía medianamente exitosa, precisamente por todas las trabas burocráticas y en especial por los enormes impuestos que los jóvenes empresarios no pueden ni podrán asumir.
En Colombia es controversial criticar ese Estado de bienestar, es cierto que a primera vista la motivación es solidaria y humana; no obstante, los últimos treinta años han hecho más que evidente la falla de este. A menudo, un sector político defiende esa enorme carga fiscal al compararla con los países nórdicos que poseen un Estado de bienestar tan fortalecido, en donde los ciudadanos pagan grandes cantidades de impuestos. Sería ideal que Colombia tuviera programas tan exitosos como los de Finlandia, Holanda o Noruega; sin embargo, existe una enorme diferencia entre los países boreales y «nuestro vividero tan bueno».
La principal diferencia es sencilla, el modelo económico. El sector boreal cuenta con casi 600 años de evolución de su capitalismo, los índices de libertad económica y social encabezan la mayoría de listas, así como las de desigualdad de riqueza (no de ingreso como en Colombia), la carga fiscal la asumen los ciudadanos, no las empresas productoras de riqueza y de bienes y servicios, ni hablar de cómo la factura de defensa y milicia es auspiciada casi en su totalidad por los norteamericanos. Esto hace posible el sostenimiento de esa enorme carga fiscal sin que los ciudadanos se vean realmente afectados. Por ello, si como país queremos que estos programas tengan éxito, tenemos que volcar la mirada no a quién meterle más impuestos, sino cómo crear un capitalismo avanzado que genere suficiente riqueza para los ciudadanos y para los derechos sociales y programas de ayudas.