¿Por qué Maduro no se va?

La oposición venezolana carece de un propósito nacional y por eso fracasa de manera estruendosa y reiterada en sus intentos de modificar la situación política de su país.

Opina - Política

2019-03-15

¿Por qué Maduro no se va?

Cuando, por causalidad, sintonizo uno de los canales noticiosos de nuestra televisora nacional especializada en Venezuela y observo las enormes multitudes que, presunta o realmente, acuden a los llamados opositores, me pregunto: ¿Bueno, y por qué Maduro no se va? ¿Por qué no se cae?

Me dicen, columnistas, editorialistas, abonados a mi cuenta en las redes sociales y los propios medios periodísticos, que es que Maduro está sostenido por las fuerzas militares. Sin embargo,  a mí me enseñó, hace muchísimos años, un señor llamado Talleyrand que «Con las bayonetas, todo es posible. Menos sentarse encima.»

Es decir que las bayonetas sirven para todo, menos para sentarse en ellas. Que un régimen no se puede asentar, solamente, en la fuerza armada, porque el equilibrio de fuerzas que hoy le favorece, será esquivo mañana.

Por demás, según informan los mismos medios, en Venezuela se ha repartido armas a ciertos colectivos civiles, defensores del proceso revolucionario. Esto significa, sin más, que hay un amplio sector de la ciudadanía en armas.

Entonces, si el presidente Nicolás Maduro estuviese en una situación política tan precaria como la que nos muestran los grandes medios noticiosos, la pregunta que encabeza este comentario se torna recurrente: ¿Bueno, y por qué no se cae?

“Algo tiene el agua, cuando la bendicen” dice el adagio popular.

No aspiro tener, ni las claves de la situación, ni, mucho menos, la última palabra en el asunto, pero me atrevo a pensar que, aparte claro está del apoyo que un buen sector de la población le brinda al proceso revolucionario, una de las razones por las cuales Nicolás Maduro no se cae, ni se ha caído se debe a que la oposición, más que alternativa real de poder, de solución y de salida a la crisis, se ha convertido en un obstáculo para esa salida.

En efecto, si miramos las oportunidades que la oposición venezolana ha tenido de adelantar un proceso civilista y democrático de transición y las ha desperdiciado, se concluye que dichas fuerzas son las verdaderas causantes de su propio fracaso.

Tuvieron la ocasión dorada de participar en la convocatoria para la elección de los miembros de la Asamblea Constituyente. Dorada porque, si es cierto que las mayorías populares venezolanas los respaldan a ellos, esa era la coyuntura más propicia para expedir una nueva carta política, acorde con sus intereses.

Pero, en lugar de intervenir, mientras reclamaban y exigían el acompañamiento, las veedurías y las supervisiones internacionales del proceso electoral por parte de diversos organismos de la sociedad civil venezolana e internacional, resolvieron actuar como niños malcriados, negándose a reconocer la convocatoria y a actuar en ella.

Posteriormente, cuando se presentó el proceso electoral de 2018 fue, precisamente, esa Asamblea Constituyente la que llevó la voz cantante en la organización y perfeccionamiento de los comicios presidenciales que terminaron en la reelección de Nicolás Maduro el 20 de mayo de ese año.

La oposición se dividió y una parte significativa prefirió el mullido regazo del imperio gringo, para conspirar con los sectores más retrógrados del exilio cubano en Florida y hacer toda clase de escándalos desde el exterior, mientras otros opositores encararon el reto y se presentaron a la contienda electoral.

Es posible que, de ser cierto el formidable respaldo que dicen tener,  Nicolás Maduro no hubiese obtenido el triunfo si la oposición hubiese marchado unida. Pero no marchó así. No lo quiso hacer.

Los inflados egos, los personalismos, los exagerados protagonismos y, sobre todo, la evidente diferencia de intereses de clases que caracteriza a esa masa amorfa llamada “oposición venezolana”, son el principal obstáculo para lograr concitar un “acuerdo sobre lo fundamental”, como diría Álvaro Gómez.

En otras palabras, la oposición venezolana carece de un propósito nacional y por eso fracasa de manera estruendosa y reiterada en sus intentos de modificar la situación política de su país.

Nicolás Maduro ha formulado diversos llamados a la reconciliación y al diálogo. Pero los variopintos opositores no logran ponerse de acuerdo acerca de qué es lo que quieren y cómo lo quieren.

Si la oposición venezolana tuviese un verdadero sentido patriótico, si en ella no prevalecieran los sectores oligárquicos, si no fueran validos de los Capriles Radonsky, de los López Mendoza, o del Adeco, como Henry Ramos Allup, beneficiarios de los antiguos regímenes, bastante corruptos, que detentaron y se lucraron, de manera exclusivista, del poder antes de la llegada de Hugo Chávez, es posible que hubiesen logrado concretar una propuesta seria de transición frente a la inestabilidad política actual.

Pero no. Cada uno se ellos es un reyecito. Es un soberanito que no quiere ningún asomo de discusión sobre los privilegios que su encumbrado rango le debe garantizar. Y así no hay como salir de la crisis.

Y lo más grave para ellos es que ahora, a instancias de un personaje nauseabundo como Donald Trump, las huestes de Leopoldo López improvisaron una especie de pelmazo o monigote, un muchacho de extracción popular, hijo de un taxista, alguien que se olvidó de su clase, de su condición social y que se ha puesto al servicio de los intereses extranjeros y oligárquicos de su país, pero él mismo no  concita, no despierta, el apoyo entre la masa, aunque acudan a sus manifestaciones movidos por los partidos tradicionales venezolanos.

Muy pronto se olvidó el famélico muchacho, hijo de Norka Márquez, que fue gracias al régimen liderado por Hugo Chávez que él, un sobreviviente de la tragedia de Vargas,  pudo estudiar y prepararse académicamente en universidades estatales, pagadas con los recursos públicos y en las cuales, por sus merecimientos personales, a no dudarlo, se le otorgó grados profesionales.

Pero no importa. La forma y la operación de la democracia en Venezuela es un asunto que solamente los venezolanos tienen derecho a definir. El quién, el cuándo, pero, sobre todo, el cómo, es una cuestión del resorte exclusivo, y excluyente, del pueblo venezolano.

Son ellos quienes tienen que determinar la manera de superar su crisis. Porque al final, como nos está pasando a los colombianos, ellos serán quienes tendrán que padecer las consecuencias de su equivocada o de su acertada elección.

Hay que evitar incurrir en el enorme ridículo en que cayeron varios Estados, especialmente los europeos, de correr a reconocer como Presidente a un hombre a quien no lo acatan, ni lo respetan, ni siquiera en su propia casa, pues carece de facultad de mando.

Y mucho menos cometer la arbitrariedad y la falta de vergüenza de las autoridades colombianas que se han arrogado el derecho de intervenir, a mañana, tarde y noche, de manera descarada, en los asuntos internos de los vecinos.

Según todo indica, Maduro no se va por el momento. Porque, ya se dijo,  tiene un sector importante del pueblo acompañándolo; un pueblo que resiste porque guarda una ilusión de cambio y renovación; transformación social que exige esfuerzos y sacrificios, pero en la cual aspira a hallar su satisfacción en el futuro.

Hora es de respetar ese proceso del país hermano. Hay que respaldarlos en su aspiración de soberanía, en su ambición de que los dejen ser protagonistas de su propia historia. Que los dejemos acertar, o equivocarse,  pero por sí mismos. La historia dirá si tenían o no razón.

Foto cortesía de: El Colombiano

( 2 ) Comentarios

  1. Excelente radiografía. Solo cambian los nombres y llegará la oposición colombiana a estar en la misma posición entorno a La Paz. El delirio de protagonismo, parece el «protagonista».

  2. excelentisimo analisis

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Armando López Upegui
Historiador, Abogado, Docente universitario y Maestro en Ciencia política.