Nuestra propia casa de los muertos

Vivimos en nuestra propia casa de los muertos. Rodeados por muros que no nos dejan salir a ver más allá: la cárcel en la que habitamos y de la que no sabremos cuándo saldremos porque aún no recibimos una condena.

Opina - Cultura

2020-06-06

Nuestra propia casa de los muertos

Columnista:

Elkin Arciniegas

 

En 1862 cuando Fiódor Dostoyevski escribió La casa de los muertos (Memorias de la casa muerta), se remontó a su experiencia carcelaria en Siberia tras haber sido apresado por conspiración, y condenado por sus ideas revolucionarias, socialistas y utópicas frente a la tradición autocrática zarista reinante por aquel siglo en Rusia. Padeció con su propio pellejo el sufrimiento y la tragedia de vivir encarcelado; durmiendo por varios años en un barracón atestado de ladrones, asesinos, parricidas, y la calaña más selecta del Imperio; resistió el desconsuelo de tener un grillete oxidado que lo acompañó durante su tormentosa estadía en Omsk (centro de Rusia); pero sobre todo, vivió la experiencia más cruel que sobrelleva el encierro: morir soñando un poco cada día sin saberse libre.

En la coyuntura que nos toca, este encierro cuasi carcelario bien podría ser algo más que simbólico: perdemos nuestras libertades individuales, aunque se salvaguarden las colectivas. Sin embargo, nuestra situación es un poco diferente y habitual: vivimos en una casa de muertos perdurable en la que no hacen falta los grilletes para sabernos atados a un mundo cada vez más vigilado por un panóptico que, con su ojo invisible que todo lo ve, no deja de espiarnos en cada movimiento, y con sistemas correctivos eficaces (no podría ser de otra manera) a conveniencia. Así como de manera apropiada lo exponía Foucault, en Vigilar y castigar: “el aislamiento (…), garantiza que el poder se ejercerá sobre él (sujeto-ciudadano) con la máxima intensidad, ya que no podrá ser contrarrestado por ninguna otra influencia”.    

Por nuestra parte, en esta casa de los muertos están todos los personajes necesarios para que la fortaleza se mantenga en pie por décadas enteras. Los ladrones que abundan, los asesinos que nublan su propia piedad, los falsificadores que se justifican con sus monedas y, por supuesto, en una habitación especial, los destiladores de arcas públicas, aquellos que nos hemos acostumbrado a llamar a diario con un eufemismo tan fiero y rimbombante que hasta podría pensarse enorgullece en silencio a quien lo porta: ladrones de cuello blanco. Los corruptos tienen su habitación especial, salen de esta casa de muertos a pasear por las praderas, exponen con orgullo ceremonial sus colecciones privadas y, por supuesto, se regodean de saberse especiales por su trato con los directores de la casa.

Mientras tanto, el resto morimos esperando la condena, no sabemos por qué aún estamos encarcelados, y menos comprendemos a qué jugamos con los hierros imaginarios que no nos dejan avanzar. Dostoyevski en su momento fue reacio con todo lo que le dejó aquel encierro de cinco años y de trabajos forzados, y además, fue crítico frente al sistema penitenciario (incluso sin llegar a atisbar en lo que se convertiría la sociedad en la actualidad), porque comprendió, estando allí, que el aislamiento y la cárcel no podían salvar a un hombre.

En 1854 se liberó el escritor ruso de su condena; a partir de allí, su concepción sobre el ser humano con el que tropezó en cada rincón del penal, se mantuvo sujeta a cada obra suya posterior (Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov, El idiota), dejándonos sentencias inconmensurables donde podemos aún hallar rastros de ese hombre que habitamos todos en esta cárcel que no deja de aprisionarnos a diario.

¿Cuánto tiempo tardaremos en salir por la puerta de este enorme penal?

 

Fotografía: cortesía de Luis Carlos Ayala

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Elkin Arciniegas
Nacido en 1986 en Ibagué (Colombia). Es comunicador social y periodista. Escritor de las novelas El sol se ocultó para Manuel (2016), y Desterrados en silencio (2017). Publicó en el 2018 su primer poemario: Asperatus en verano; participó en la antología de poesía Sumergirse (2020).