Ni en los tiempos de Pablo Escobar: nadando en coca y rompiendo récords

El país se sigue hundiendo entre la gigantesca maraña de los cultivos de coca —en los enclaves productivos ya se referencian cultivos industriales y hasta agroindustriales—, cargando así con la espiral de degradación social, cultural y medioambiental que caracteriza el rentable y sangriento negocio del narcotráfico.

Opina - Política

2022-10-27

Ni en los tiempos de Pablo Escobar: nadando en coca y rompiendo récords

Columnista:

Fredy Chaverra

 

Las recientes cifras sobre cultivos ilícitos presentadas en el informe anual de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) son realmente impresionantes: en 2021 se reportó una expansión del 43 % en el área cultivada con hoja de coca, pasando de 143 000 a 204 000 hectáreas, con un potencial de producción de 1400 toneladas de clorhidrato de cocaína. Ni en los tiempos más prósperos del Cártel de Medellín el propio Pablo Escobar hubiera llegado a imaginar tal nivel de producción.

Es un «récord histórico» sin precedentes o punto de comparación; más bien, es una vergüenza histórica que viene acompañada de un mediático cubrimiento internacional que siempre cae en un lugar común: Colombia se hunde en un mar de coca.

Desde el plano interno, cada que sale el informe anual de la UNODC, algunos de los lugares comunes también son bastante autorreferenciales; entre los más frecuentes se encuentran: si en Estados Unidos y Europa se eleva el consumo, pues en el país se incrementan los cultivos; es responsabilidad de la Corte Constitucional y su «sesgo» contra el glifosato; es culpa del Gobierno Duque y su precaria implementación de la reforma rural integral del acuerdo de paz; es resultado de la connivencia de diferentes agentes del Estado con estructuras ligadas al narcotráfico; no hay nada que hacer: Colombia es un narco-Estado.

En esa permanente asignación de responsabilidades y, en medio de los clásicos sobrediagnósticos, el país se sigue hundiendo entre la gigantesca maraña de los cultivos de coca —en los enclaves productivos ya se referencian cultivos industriales y hasta agroindustriales—, cargando así con la espiral de degradación social, cultural y medioambiental que caracteriza el rentable y sangriento negocio del narcotráfico.

Para muchos, la regulación o legalización de la cocaína resulta siendo la solución más práctica y efectiva, pero es una solución que solo cabe en las ensoñaciones futurológicas de visionarios muy adelantados a su tiempo.

Detenerse en los beneficios sociales y tributarios de una hipotética legalización es, como dicen popularmente, «botar pólvora en gallinazos». Es una entelequia que poco o nada contribuye al planteamiento de soluciones inmediatas, prácticas, sensatas y necesarias.

El informe de la UNODC evidencia que en el 2021 se revirtió la tendencia de disminución en el área cultivada —que se venía registrando desde finales de 2019— y revalidó el impresionante incremento en el potencial de producción de clorhidrato de cocaína. Ratificando que la «guerra contra el narcotráfico» también es una guerra contra la sofisticación tecnológica, química y operativa de los grandes narcotraficantes. ¿Entonces, qué se debe hacer ante un panorama tan lamentable?

La respuesta a esa pregunta es sumamente compleja y representa uno de los mayores retos del Gobierno Petro. No se limita a insistir en el Congreso sobre las ventajas de la legalización o crear tendencias efímeras en Twitter. Debe ser una estrategia audaz y novedosa que integre dos frentes de acción; por un lado, un frente nacional que atienda las particularidades de los 181 municipios que presentan afectación por coca, que le quiebre el espinazo a la cadena de insumos y a las redes de lavados de activos; y por el otro, avanzar desde el foro internacional en un gran bloque regional que posicione los usos alternativos de la hoja de coca, exija acciones encaminadas a reducir la demanda e impulse una agenda trasnacional en defensa del medioambiente.

Seguramente es muy fácil decirlo, pero resulta muy difícil implementarlo. Eso lo tengo claro. Aunque no dudo de la voluntad política del presidente Petro para impulsar estrategias que desvertebren los posibles espacios de connivencia entre agentes del Estado y organizaciones ligadas al narcotráfico —creería que es una de las misiones encomendadas a Iván Velásquez en el Ministerio de Defensa— o que promuevan acciones territoriales que no reduzcan al pequeño cultivador a la criminalización o la exclusión social.

En el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS) que atiende a 99 097 familias —cultivadoras, no cultivadoras y recolectoras— se ofrece una solución. De ahí que resulte urgente determinar cuál será su futuro en el corto plazo. El PNIS también ostenta un récord: es el programa de sustitución de hoja de coca más ambicioso que se ha implementado en el mundo, además, en sus primeros cuatro años de ejecución logró la erradicación voluntaria y concertada de 43 711 hectáreas con un nivel de resiembra inferior al 1.0 %. Un resultado importante que el Gobierno no puede desestimar al momento de reestructurar o rediseñar el programa.

La impresión más inmediata del informe anual de la UNODC es que el Gobierno Duque se rajó estruendosamente en su política de estabilización denominada «Ruta Futuro». Otro fracaso más para la galería del uribismo. La primera prueba al Gobierno Petro solo se conocerá en junio de 2023.

A partir de ese momento sabremos si se retoma la curva de descenso en el área cultivada, si la paz total empieza a transformar realidades territoriales, si la sustitución voluntaria retoma su centralidad, y si el país empieza a levantar cabeza de esa gigantesca maraña de cultivos de coca.

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Fredy Chaverra
Politólogo, UdeA. Mag. Ciencia Política. Asesor e investigador. Es colaborador de Las2orillas y columnista de los portales LaOtraVoz y Al Poniente.