Narcotizar la agenda bilateral, narcotizar la sociedad

Colombia camina en contravía de las tendencias mundiales en lo que a regulación del consumo de droga se trata. Y es que Duque, tan solo en sus primeras semanas, cometió varios errores impresentables en un mandatario.

Opina - Política

2018-10-03

Narcotizar la agenda bilateral, narcotizar la sociedad

El presidente Iván Duque lleva casi dos meses en el poder y, desde los momentos anteriores a su posesión, se pudo vislumbrar cuál sería la línea que tomaría su gobierno en política exterior, al menos en lo relativo a la relación con EE.UU. y el asunto de la lucha antidroga.

Así, el mandatario recién elegido viajó a Washington en julio, para encontrarse con altos dignatarios del gobierno estadounidense en sendas reuniones en las que la lucha contra el narcotráfico surgió como protagonista.

Por esos mismos días, el presidente Duque abrió la posibilidad de retomar el glifosato como la principal herramienta para el combate de los cultivos ilícitos en el país, generando enconado debate en torno a la idoneidad del método para la lucha frente a la proliferación de los mismos, mientras demostraba la magnitud del viraje respecto a la política del gobierno Santos, que al menos había defendido discursivamente un cambio en el manejo de estos asuntos y, que al final de su gobierno, había optado por la suspensión de las aspersiones como solución a la existencia de esos cultivos en las zonas más apartadas del territorio nacional.

En un informe publicado por la Casa Blanca, por los mismos días, se indicó que 2017 había sido un año récord en la extensión de hectáreas de coca, llegando a las 209.000, lo que significó un aumento del 11% respecto al año anterior. Y si el gobierno de Trump había endurecido la postura estadounidense frente al proceso de paz, el tema no hizo más que confirmar sus posturas en lo referente a la forma en que debe afrontarse el problema.

La amenaza de desertificación se hizo oír y con ella los ecos de una renarcotización de la relación bilateral, remembranza de lo sucedido durante los años 90.

Entretanto, con la escogencia de funcionarios del calibre de Gina Haspel, directora de la CIA o Marco Rubio, senador del partido republicano, Duque demostró que de ahora en adelante la agenda adoptará un carácter un poco más restrictivo, que priorizará temáticas relativas a elementos como la seguridad y, a manera de corolario, se ha establecido una importante línea antinarcótica.

Y es esperable que detrás de ella, a su vez, se añada otra de carácter contrainsurgente, porque el imaginario de la lucha contra las drogas en Colombia, está estrechamente ligado el papel de la guerrilla como promotora y beneficiaria de los cultivos ilícitos y, en general, de las economías ilegales como forma de subsistencia.

De hecho, la idea según la cual las FARC serían el cartel más grande del mundo proviene del uribismo, sector político del que Duque forma parte y desde el año pasado los miembros del Centro Democrático, partido que dirige el expresidente Álvaro Uribe Vélez, repiten que Colombia nada en coca, como si se tratara de un mantra.

Lo anterior repercute, sin duda, en las relaciones que tendrá el nuevo gobierno con la exguerrilla, recién convertida en partido, y la transición de los cuadros medios y altos, de la misma de forma definitiva a la vida civil.

Uno de los puntos nodales en la implementación de la Justicia Especial para la Paz (JEP) tiene que ver con los delitos por narcotráfico y la idoneidad de que estos sean cobijados por ella o no. Al respecto, el presidente Duque ha indicado en repetidas ocasiones que el narcotráfico no puede convertirse en delito político, lo cual retóricamente es loable, pero entraña la amenaza de la extradición para los dirigentes del partido y pone de presente la debilidad en las garantías para su desenvolvimiento político como oposición y alternativa válida y sostenible dentro del espectro político colombiano.

Aunque la JEP ha expresado que dichos delitos serán procesados por la justicia ordinaria solo si fueron cometidos después de la firma de los acuerdos, el tema está lejos de resolverse y abre una importante vía, por medio de la cual, el gobierno podría coartar la participación política a los miembros del nuevo partido y, de esa manera, atentar de forma grosera en contra de lo pactado en La Habana y luego ratificado en el teatro Colón.

Y es que si en el tiempo que los gobiernos de Obama y Santos coincidieron, hubo un ambiente mucho más positivo respecto a la salida negociada del conflicto, pues las conversaciones eran vistas de buen grado, la postura se endureció desde la llegada de Donald Trump y ahora con el arribo de Duque a la Casa de Nariño, en ambos lados de la relación se abanderan posturas en donde prevalece lo policivo por encima del enfoque de derechos y libertades ciudadanas.

 

Acabar con la dosis mínima ¿salvar a la sociedad de la droga?

Finalizando el mes de septiembre, el presidente Duque socializó un borrador de decreto que buscaría facultar a los policías de forma que puedan incautar, decomisar y destruir incluso la dosis mínima, de forma discrecional y en el momento en que se les ocurra requisar a cualquier ciudadano en cualquier calle del país.

Esto no solo iría en contra de la Constitución al vulnerar el derecho al desarrollo de la libre personalidad, sino que también pondría un precedente bastante negativo en lo relativo a la defensa de las libertades individuales durante su gobierno desde el principio.

Recurrir a medidas como esa, emplea de lleno el enfoque que ve el consumo como si de un crimen se tratase, configurando de esta forma una visión integralmente retardataria, en donde se envía el mensaje nocivo, según el cual si no hoy, pronto se podría recluir a las personas por el solo hecho del consumo, sin importar si este es recreativo o se desprende de una dependencia de la sustancia, en cuyo caso el tema sería más de salud pública que de política criminal.

Así, Colombia camina en contravía de las tendencias mundiales en lo que a regulación del consumo de droga se refiere, y al haber prohibición absoluta en las calles, se confina el tema a la esfera privada, cuando lo más pertinente para el Estado sería volverlo tan público como fuese posible, para así poder tratarlo desde las raíces, regulando el mercado e implementando los programas necesarios para la prevención del consumo en edades tempranas y el tratamiento adecuado para los adictos.

En cambio, al circunscribirse exclusivamente a los hogares, podría darse vía libre al aumento incluso de la violencia intrafamiliar, de género y las riñas en el interior de los domicilios sin que el Estado tenga capacidad de intervenir, a no ser que hayan ocurrido tragedias, peleas o que los conflictos normales de la familia hayan devenido violentos, y la intervención en esos casos sería siempre policial y como consecuencia de los desmanes, pero rara vez desde la idea de la prevención.

En defensa del proyecto de decreto y con el discurso moralista que caracteriza a algunos de los sectores más conservadores del país, se ha argumentado que la niñez colombiana estaría en peligro y que uno de los propósitos fundamentales de la medida —a decir del congresista Juan Carlos Willis, del partido conservador que a su vez ya radicó un proyecto en esta vía— sería proteger a los infantes de los vendedores a la salida de los colegios, mientras se garantiza un aire libre de consumo en los parques y las calles.

Y todo lo anterior amparándose en el patente aumento del consumo en un país en el que hasta hace muy poco se producía, pero no se consumía.

Así, es comprensible, e incluso esperable, que este tipo de medidas busquen refrenar un consumo que tiende al desaforo y, que es sin duda, nocivo para la sociedad en conjunto. Pero del mismo aumento se colige lo público del asunto, emergiendo con toda su potencialidad amenazante, ante un Estado que reacciona asustándose y se sirve de la represión —que sería un poco como tratar de tapar el sol con un dedo porque el consumo va a seguir existiendo— para evitar lidiar con el problema.

De esta manera se dejaría de lado una discusión más adecuada sobre el tema, buscando medidas para paliar este fenómeno, construyendo un ambiente de confianza y apertura sobre el mismo. Recluir el consumo a lo privado terminará por convertir el tema en un tabú, querrán invisibilizarlo, sin éxito.

De tomarse las medidas anunciadas, es posible que el problema en vez de solucionarse se agrave, aumentando aún más la clandestinidad del tráfico, mientras que los precios suben y la población adicta o dependiente —que de todas maneras también aumenta— se ve pasando trabajos para conseguir su dosis y recurre a la delincuencia, la prostitución y otras dinámicas de ese tipo con tal de conseguirlo. Y de esa forma se echa al garete la lucha contra el microtráfico y el narcomenudeo con la que se llenan la boca los promotores de la medida.

En cambio, si el tema se vuelve público y se le asume sin moralismos ni prejuicios, se evitarían escenarios en donde los niños —en cuyo beneficio se estaría fraguando el hundimiento, constitucional o no, de la dosis mínima en Colombia—, crecen con la presencia de la sustancia en sus vidas, mientras aprenden a consumirla a través del ejemplo de sus mayores —y tal vez incitados por ellos como sucede con el alcohol—.

En esta medida se podría naturalizar el mismo consumo que se busca combatir, sin la necesidad de que el Estado, ni la sociedad, puedan ofrecerle una infraestructura de protección seria al futuro adicto/consumidor recreativo en potencia, en toda su vulnerabilidad.

Es tarea del Estado proveer las herramientas y escenarios pertinentes para contrarrestar dicha vulnerabilidad, pues, de todas maneras, hoy ya se convive con la sustancia, y la situación nos brinda la oportunidad de asumir el problema en pro de la construcción de los escenarios adecuados para lidiar con ese tipo de prácticas.

 

La mata que mata

De la misma forma en que la sola propuesta de acabar administrativamente con la dosis mínima demuestra el poco respeto —o la poca consciencia— del presidente, respecto al cumplimiento de la Constitución y avanza en la criminalización del consumidor y la consolidación de la clandestinidad del mercado de estupefacientes; el mero hecho de haber planteado en algún momento el regreso del glifosato, demuestra la proclividad que tiene este gobierno respecto de la adopción de políticas que son conservadoras y que se han mostrado altamente inefectivas después de haber emprendido de forma cabal la guerra antidroga.

La simple idea de recurrir al glifosato como estrategia para combatir la proliferación de las drogas, demuestra la vigencia de la idea de la mata que mata —killer weed en EE.UU.— en donde se asume que la responsabilidad entera de la existencia del narcotráfico radica en el país en donde la planta es cultivada, culpándosele por su existencia, mientras se omite que es el consumidor el que la compra y el mercado existe porque la sustancia es demandada.

El enfoque de la mata que mata desdeña la gran variedad de usos y productos derivados de plantas como el cannabis y la adormidera. Y tras encasillarlas como esencialmente nocivas, las demoniza y responde ante su presencia lanzándoles veneno desde el cielo: veneno que luego afecta a los campesinos que las plantan, a los cultivos vecinos, y en sí al ecosistema en el que están ubicadas. Y todo ello sin acabar nunca con los sembrados que mutan o se mudan, pero no son eliminados.

Durante su primer mes de gobierno, Duque cometió varios errores impresentables en un mandatario, quizás producto de su inexperiencia:

Para el caso antinarcótico, ha resbalado ya dos veces después de haber ganado las elecciones: al proponer al glifosato como solución al problema de las drogas, y al pretender acabar con la dosis mínima, volviendo a transitar el camino hacia la criminalización.

De estas dos experiencias nos queda un mensaje preocupante, pues pareciera como si no aludiera a alternativas reales frente a lo ya hecho. Otra opción puede ser que el tema le desborde y su falta de conocimiento sobre el mismo, le lleve a lugares ya transitados, presa de su propio conservadurismo, seducido por cantos de sirena y asesores fuertemente emparentados con las medidas fracasadas.

Puede que su falta de experticia le esté costando autonomía e independencia respecto a los sectores que le catapultaron al poder. Y en últimas, de su condición de presidente novato, podría surgir también una condición de vulnerabilidad frente a EE.UU. que renarcotice nocivamente la agenda, narcotizando de paso también a la sociedad colombiana.

Simultáneamente, Duque desatiende un montón de prerrogativas que provienen de un mundo mucho más complejo y demandante, ante las que la relación bilateral, sin duda, tendría que responder, mientras ofrece un lugar privilegiado al tema narcótico en política interior, estimulando indirectamente el negocio de las drogas y contribuyendo en últimas, a la proliferación de esa delincuencia que de dientes para afuera pretende combatir.

 

Foto cortesía de: El Universal

( 1 ) Comentario

  1. ReplyJorge Velásquez F.

    La solución a los problemas del narcotráfico y la delincuencia en general, no se arregla con represión, con más policía, con más cárceles !
    Se requiere de una decisión del Estado de promover una política de inversión de capital en la industria y la agricultura con el fin de darle a la población oportunidades reales de empleo, garantizar educación total a la población.
    Un individuo con trabajo y educación, JAMÁS se verá obligado a engrosar las filas del crimen !

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Andrés Santiago Bonilla
Politólogo de la UN. Estudiante de Relaciones internacionales con énfasis en medio oriente. Amante de la escritura, devorador de podcast, lector constante.