Y con la tortura y asesinato de Sara, espectacularizado como teatro del horror y convertido en video viral, en cómic y en el acostumbrado meme—todas somos Sara— o —justicia para Sara—, también tendríamos que hacernos otras preguntas y sentirnos incómodas por sus realidades delirantes.
Faltan preguntas sobre los asesinos de Sara, sobre esos mismos que prohibieron que alguien la auxiliara y convirtieron su sufrimiento en un terror visual y disciplinante.
Falta preguntarnos en Medellín y su área metropolitana quien controla el espacio público, ¿quién ejerce en él la violencia como si de un feudo se tratara?, ¿quiénes cobran impuestos por vender dulces en los semáforos o hacer malabares en las calles?, ¿quiénes tienen el poderío sobre el uso y abuso de los cuerpos empobrecidos y sexualizados?, ¿quiénes ostentan el poder de hacer vivir o hacer morir en las calles de esta ciudad?
Quiénes parecen ejercer el uso cotidiano de la violencia como si de un para-estado, asimilado e integrado se tratara; mientras los gobiernos de turno juegan a las alianzas, a las confrontaciones suavecitas o a mirar para otro lado. Falta preguntarnos si nos hemos ido convirtiendo en un feudo de influencia paramilitar imposible de nombrar, aceptado tácitamente, incuestionable y con múltiples adjetivos y apellidos.
Porque normalizamos pagar vacuna sin hacer bulla, a no exaltarnos para no llamar la atención o a reírnos incluyendo un —uyy— nervioso y aireado, cuando nos enteramos de que cobran apartamento por edificio para dejarlo construir, entre otros detalles; porque ellos, si, ellos son los machitos braveros y dueños de todo lo que usted vea en estas montañas. En este encantamiento y esta ensoñación asumida como nueva normalidad, solo nos ofende que hablen mal de la tierrita, que sospechen del régimen disciplinario del Metro y nos lastimen el orgullo de ciervos sin tierra, pero con dueños.
Dejaron que se tomarán la ciudad y el departamento, que se apoderan hasta de nuestras vidas privadas y con ellas hicieron negocio. Paramilitarizaron nuestra vida cotidiana, nuestras rutinas y demarcaron las vidas que no les sirve, aquellas vidas que después de ciertos consumos o abusos ya no tienen nada para ser explotadas, que no le son útiles ni como adictos
Siempre será más fácil endilgar las responsabilidades a un abstracto que se llama grupo armado o sociedad, siempre tendremos que decir que necesitamos cambios estructurales, que las instituciones son indiferentes y que a Sara la mato la transfobia y el machismo que asfixia el mundo social. Seguramente son guiones para comunicados, pero necesitamos empezar a nombrar a esos que se apoderaron de nuestras vidas cotidianas, que las jerarquizaron y las convirtieron en cuerpos disciplinantes y en medios para construir el terror de su dominación.
Tendremos que hablar de transfobia, pero más allá de nuestros repertorios disecados y de nuestras consignas para la marcha. ¿De qué tipo de machos estamos hablando? ¿quiénes los encarnan? Esa es justo la pregunta que aún no nos hacemos.
Importante la indignación mediática que ha despertado el asesinato y la tortura de Sara. Que la rabia nos despierte y movilice nuestros enojos. Sin embargo, es curioso que muchos de los que se indignan con la crudeza de la violencia transfóbica ejercida contra Sara, al mismo tiempo compartan el video de la crueldad como si al reproducirlo compartieran parte de ese mensaje disciplinante del horror que utiliza los cuerpos trans para enviarle un mensaje a los cuerpos desobedientes y disidentes. Incluso algunos para reducir el terror de las imágenes la recrean en cómic diseñado por la I.A restándole intensidad a su dolor y borrando de ella la humanidad arrebatada por sus asesinos.
Nos hemos convertido en espectadores pornomisericos del sufrimiento, en divulgadores de comunicados y en inmóviles enojados. Algo tiene que pasar, tenemos que volver hacia la pregunta de sus asesinos y a lo qué callamos sobre estos grupos.