Columnista:
Norvey Echeverry Orozco
Yo, fácilmente, podría escribirles las cifras: el 85 por ciento de los adultos mayores en Colombia, según un estudio realizado por la Universidad Externado, trabaja en la informalidad. El DANE calculó para el año 2020, que el trece por ciento de la población del país sería mayor de sesenta años. Un poco más difícil, es darle rostro a ese drama. Puse a mis recuerdos a trabajar. Encontré tres casos.
A Ramiro Santamaría, un anciano de ochenta años con el cabello recogido, lo recuerdo en su rancho de adobe al borde de una quebrada. Tenía un caballo viejo, un gallo a punto de morir, los sueños frustrados de su juventud y un ejército de gatos pequeños que unos vecinos, con mal corazón, le habían dejado abandonados en el solar. Ramiro, lo pude evidenciar con mis propios ojos de reportero cuando me invitó a conocer su casa, aguantaba hambre y se buscaba la vida chamuscando patas de ganado para hacer gelatina.
Recuerdo los ojos cansados de Bernardo Vergara Castaño, apodado como “Abuelo”, un hombre de 91 años que vende confites, cigarrillos y bombones en la misma acera del parque principal de La Ceja, Antioquia, desde hace veinte años. Es imposible no pensar en la sonrisa de María y su esposo Darío, dos simpáticos vendedores informales de 75 años que soportan el sol y el invierno en las calles. Pienso en ellos, sus pobrezas, sus tristezas, su encierro obligatorio. ¿De qué estarán viviendo? ¿Les alcanza para alimentarse bien con los doscientos mil pesos que les devuelve el Gobierno cada dos meses? Indudablemente no.
La mayoría de políticos colombianos no tiene más de setenta años –aunque algunos de ellos lo quieran aparentar pintándose canas falsas, para verse más sabios–. Daniel Quintero, alcalde de Medellín, tiene 39; Iván Duque, presidente, 43; Claudia López, alcaldesa de Bogotá, cincuenta; Marta Lucía Ramírez, vicepresidenta con una tragedia familiar que no es tragedia familiar sino un caso de narcotráfico –tragedia familiar las vidas de los jóvenes que, por consumir la droga que exportaba su hermano, terminaron viviendo en las calles–, 65; Gustavo Petro, senador, sesenta; Álvaro Uribe, senador, 67. Pocos tienen setenta o más de setenta, como el senador Jorge Enrique Robledo, que cumplió los setenta un mes antes del confinamiento obligatorio. Mala suerte la de él, porque si tuviera 69 podría salir como los jóvenes de veinte. Rodolfo Hernández, exalcalde de Bucaramanga, exboxeador de concejales, 75. Julio Gerlein, quien, de sus 81 años de vida, se ha pasado 44 durmiendo en el senado. Lo pongo en presente, aunque ya se haya retirado, porque quién quita que le dé por regresar a cobrar más de treinta millones de pesos.
Son ellos, los políticos jóvenes, quienes decidieron encerrar a los mayores de setenta en sus casas. Han utilizado diminutivos, como el presidente, para mencionarlos de “abuelitos” en sus discursos políticos. ¿Abuelitos? Entonces el presidente es el presidentico, porque el verdadero presidente que lleva las tiras de su control tiene 67 años, ¿o añitos? El mentor ha hablado en sus discursos de huesitos y carnitas, para generar lástima y pesar, algo que el presidente no debe hacer con los adultos mayores del país. Si lo quiere hacer, que lo haga con su mentor, pero no con los adultos mayores.
Los abuelos son dignos, merecedores de su edad y del respeto. Dignos, aunque setecientos mil de ellos hayan sido víctimas del conflicto armado, según la Unidad de Víctimas, que los desplazó a las ciudades a buscarse la vida como venteros informales. Fasecolda, gremio de aseguradoras, en un estudio, confirmó que en los últimos seis años –contando desde 2015 para atrás–, 660 000 colombianos no habían alcanzado a pensionarse. Es la realidad nacional, por culpa de unos lagartos corruptos: si ellos no salen a las calles al rebusque, se mueren de hambre.
Con muchas razones los mayores de setenta protestaron el 11 de junio en el parque Eduardo Umaña Mendoza de Bogotá, con carteles que pregonan: no al enjaulamiento forzado de los viejitos. No puedo salir, no puedo respirar. No solo por la diferencia de trato que han recibido en la cuarentena por parte de gobernantes jóvenes que no los tienen en cuenta, sino también por el trato del que han sido víctimas de la Policía y sus familiares. Por la Policía, como el hecho acontecido el pasado 20 de mayo, cuando varios atarbanes de veinte años agredieron sin clemencia ni compasión a Néstor Novoa, un adulto mayor de setenta años que, por el desespero que causa el hambre, salió empujado con su carro de ventas informales a rebuscarse la vida. Ese, el de los policías, es el trato que le da Colombia a sus adultos mayores: puños, patadas, arrebatos, olvido. Esos hombrecitos –y eso que soy uno de la misma edad, solo que un poquito más leído– no conocen ni respetan todas las tragedias que hay detrás de un adulto mayor que vende confites en las calles.
Por parte de sus familiares, como lo ha comentado en sus obras de comedia Carlos Mario Aguirre, reciben una patada en el culo, que los manda directo, después de firmar las herencias, a la puerta de un asilo. No es mala idea declarar el 20 de mayo día del respeto al adulto mayor, así como lo celebran en Japón el tercer lunes de septiembre.