La plaza

La calle Zea, un nombre dado en honor al mítico Francisco Antonio, un honor que hoy está reducido a todo lo «perdido» que camina por allí, a eso que la ciudad no mira. Podría ponerle cualquier apellido: Pérez, Fajardo, Salazar, Gaviria, Gutiérrez, Quintero y los que vendrán. No ha habido una apuesta para evitar, quizá algunos intentos de varios de estos apellidos, pero sin continuidad.

- Cultura

2023-02-28

La plaza

Columnista:

Daniel Suárez Montoya 

 

Por eso es que los barberos se hacen afuera de su local a buscar candidatos para la silla y activar el sonido de sus máquinas. «¡Bienvenido, se le hace el corte, pase!», grita aquel hombre, ese que se parece al que besa la chica en los jardines del Centro, dándole la espalda al edificio del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia, justo debajo de una obra de Botero, esa que le da la espalda al otro Botero desnudo que muestra su miembro y donde una mujer está montada «tocándoselo» para la foto, mientras el otro grita: «¡Ay, qué dolor! ¡Hasta yo lo sentí!», mientras el grupo de «gringos» se toman un tinto hablando duro afuera del Laboratorio de Café, mirando a la plaza.

La carpa y, debajo de la carpa, tres policías con los chalecos por fuera que no permiten identificar su apellido en el uniforme y que miran sin querer mirar a quienes pasan por las vallas que dividen un ingreso quizá imaginario a la plaza o quizá un ingreso de la plaza al Centro, un Centro de medias a dos mil, del tic tac de los relojes y las apuestas en el casino, donde suena: ¡A la una, a las dos y a las tres! Y dará como resultado el ganador de unos cuantos pesos, pesos que quizá se vayan en cerveza en la taberna del lado o en las butifarras que se fritan debajo del edificio donde está la placa que evidencia que allí nació El Espectador, una placa que pocos leen, pero por donde muchos pasan y otros más también apuestan.

Ya no sé dónde estoy, si dentro o fuera, ¿quién me podrá decir? Si el secretario de Cultura está concentrado tuiteando, si en el museo están intentando avanzar abriendo una nueva exposición y sacan un poquito del espacio a la plaza, plaza donde ahora está el Índer con un par de mesas plásticas y dos operadores compartiendo no sé qué información, mientras cinco personas hacen la fila al lado de la estación manual de EnCicla, estación donde está el operador sentado mirando su celular mientras llega una bicicleta para prestarles a los que allí también están a la expectativa mirando algún video o alguna noticia o chateando, y quienes tampoco sabrán si están dentro o fuera. Entonces, ¿quién decide?

El pelado de las gafas se sienta en las rejas del edificio patrimonial; lleve la gafa, la gafa, digo dentro de mí, ya no están los escribanos y sus máquinas de escribir, otro oficio perdido o quizá se desplazaron. Llevaba rato sin venir y pienso:

Yo también abandoné la plaza, hago parte de esos apellidos, la diferencia es que quisiera ver algo diferente, ellos solo querían marcar la diferencia para ellos mismos, ponerlo en sus títulos que darán continuidad a sus nombres, porque de gestión poca.

El barbero, la pareja, el guía del museo, el apostador en el casino, el policía en la carpa, la que vende tinto, el de la gafa, las gordas y los gordos, el de los minutos, los de las apuestas, las vallas, la plaza, la calle Zea, la patrulla de Policía en el andén, la placa en el edificio. Todo lo podemos mover, cerrar o abrir, unas vallas no recuperan la mafia silenciosa que con, o sin ella, seguirá traficando, cobrando, dividiendo las zonas, esta es para usted, esta para mí, el proxeneta contando la plata hecha por la prostituta, todas estas dinámicas siguen, porque el asunto no es de seguridad, el asunto es de mirar la realidad de la ciudad, que está en todos ellos, está en nosotros y nosotras, está en el Estado, está y seguirá…

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Daniel Suárez Montoya
Ciudadano en bicicleta. Gestor cultural y social