La Ley Jorgito

Lo que pretende el proyecto de Ley Jorgito es impedir y reprimir a toda costa la protesta y la movilización social. La auténtica pretensión del proyecto es que la gente se quede quieta, callada, inmóvil, como Jorgito. Que no hable, que no proteste, que no se movilice. Que soporte estoicamente, como Jorgito, el chalaneo del Gobierno y de las clases dominantes.

Opina - Judicial

2021-12-10

La Ley Jorgito

Columnista:

Armando López Upegui

 

Tuvimos recientemente la ocasión de apreciar en los noticieros de televisión el sorprendente espectáculo ecuestre del Gran Sinvergüenza colombiano imputado sobre un bellísimo y costosísimo ejemplar. Allí el feudal jinete ordenaba a un joven, de nombre Jorgito, probablemente miembro de la gleba de su extenso fundo, que permaneciera callado, quieto e impertérrito, mientras él hacía giros cada vez más atrevidos y cerrados alrededor de la humanidad del siervo. «Estese quieto Jorgito, quédese callado, Jorgito; no se mueva, Jorgito», ordenaba el temible exconvicto.

Esas imágenes circenses me recordaron de inmediato que en Congreso de la República cursa, en este momento, un proyecto de Ley de seguridad ciudadana bajo los números 393/2021C  de la Cámara y 266/2021S del Senado, presentado por los muy «brillantes y despabilados» ministros de guerra, interior y justicia, con ponencia del «pulquérrimo» Edward Rodríguez y la «aguda» Juanita Goebertus. Este proyecto fue previamente ambientado con una muy bien orquestada campaña de terror en los medios de comunicación, particularmente en los telenoticieros, por medio de la propagación del pánico entre la gente, y haciendo escándalos exagerados sobre el supuesto incremento desmedido de criminalidad que convirtió en actividad peligrosa la de ir a comer a los restaurantes.

Pero ¿qué tiene que ver el vulgar espectáculo televisivo y el desacostumbrado despliegue de chalanería del mañoso ex convicto con el malhadado proyecto de ley Jorgito, aparte de que ambos son piezas de farándula para descrestar calentanos? Es que la gente con miedo se torna dócil, como Jorgito el del espectáculo de chalanería.

Que en el país se registran problemas de seguridad es evidente. Y que se hace necesario tomar medias para enfrentarlos también. Sin embargo, cuáles son los verdaderos problemas y qué medidas son las que hay que tomar es lo que no resuelve el proyecto de la Ley Jorgito. Veamos:

Resulta que el proyecto de ley, que se radicó con mensaje de urgencia para tratar de convertirlo en norma vigente antes de las elecciones presidenciales, tiene por objeto «el fortalecimiento de la Seguridad Ciudadana, por medio de la inclusión de reformas al Código Penal y de Procedimiento Penal; al Código Nacional de Seguridad y Convivencia Ciudadana; al Código de Extinción de Dominio, Regulación de Armas, elementos y dispositivos menos letales, sostenibilidad del Registro Nacional de Identificación Balística, y de otras disposiciones».

Y aunque se predica la recuperación de la tranquilidad ciudadana, lo que se pretende en realidad es crear otro esperpento jurídico, como lo han sido tantos otros frutos amargos de la espantosa mediocridad jurídica propia de los gobiernos del partido autodenominado democrático.

Quieren resucitar el malhadado estatuto de seguridad de la era Turbay Ayala. Y, al igual que en aquella quincalla jurídico-política, en este caso se pretende establecer una legislación extraordinariamente coercitiva mediante la consagración de una serie de circunstancias de agravación punitiva en delitos como el de instigación para delinquir, cuando la conducta estimule la comisión de hechos punibles de peligro común y también agravar otras conductas como la de intimidación con arma blanca (cuchillos, machetes y otras armas blancas o hechizas) o de fuego, cuya pena pasaría de 48 a 72 meses, al igual que otros comportamientos como el daño en bien ajeno, la afectación a la infraestructura pública y los que estropeen las instalaciones militares y de policía.

Se aspira a sancionar drásticamente los atentados a la vida o la integridad de los miembros de la fuerza pública, estipulando una pena de 500 a 600 meses de prisión, es decir 25 años de cárcel para quien de muerte a los uniformados, a quienes, por otro lado, se busca cortejar con la creación de un derecho a la gratuidad en el acceso al servicio de transporte público masivo; atención preferencial y prioritaria por parte de las entidades del orden nacional, municipal y distrital y descuentos en tiquetes aéreos, hoteles y transporte público dentro del territorio nacional.

Comportamientos en general que están más en directa relación con las protestas y las movilizaciones ciudadanas, que con el raponazo, el hurto residencial, el atraco común, etcétera. Un ejemplo de ello es cuando se estipula agravar las sanciones para quienes usen capuchas, máscaras, antifaces, o todo lo que oculte o dificulte la identidad de quienes lleven a cabo los actos que sean considerados una perturbación del servicio de transporte público o una obstrucción de la función pública. Porque, según hemos visto en los noticieros escandalosos quienes han asaltado almacenes o restaurantes no son los encapuchados de las marchas, sino individuos con cascos de motociclistas y esos objetos no son mencionados en el proyecto de Ley Jorgito.

De otro lado, se resucita también la vieja e inoperante figura jurídica de la reincidencia con la inclusión en el Código Penal como circunstancia de mayor punibilidad el hecho de que a los procesados se les haya condenado dentro de los cinco años inmediatamente anteriores por delitos dolosos, ya que a diferencia de lo que creen los amigos periodistas, las sindicaciones o señalamientos no son antecedentes penales, como quiera que el antecedente solo esté constituido por una condena previa en firme. Es decir que si no hay condena previa, no hay antecedentes.

La consagración de la reincidencia, además de violar el principio constitucional y convencional, del non bis in ídem que implica que a nadie se le puede sancionar dos veces por la misma conducta, solo alarga la pena, de modo que resulta inútil e inoperante porque, en el contexto de nuestro sistema carcelario, una sanción larga no es garantía de resocialización, ni de reinserción en la vida civil.

Lo que se requiere es una serie de medidas integrales que no recurran al facilismo estúpido de aumentar las penas, sino que doten de más y mejores medios a los cuerpos investigativos de la Administración de Justicia; que se le suministre una mejor y mayor capacitación a los policías en materias criminalísticas y de procedimiento penal, para que aprendan cuándo y cómo capturar sin violar el derecho de defensa, que es una de las principales causales de libertad de los imputados. Y todo eso junto con un paquete de medidas sociales que garanticen, por otra parte, la presencia del Estado en los barrios populares, no solamente con sus órganos represivos, sino con empleo, con educación, con deporte, con cultura, con obras de infraestructura que creen entornos sociales y ambientales amables.

Si el Gobierno del presidente Mario y su partido quisieran de verdad mejorar la deteriorada seguridad ciudadana se consagrarían a realizar esos cambios, realmente necesarios y eficaces.

Pero lo que está en el fondo del proyecto de Ley Jorgito es impedir y reprimir a toda costa la protesta y la movilización social. La auténtica pretensión de este proyecto de ley es que la gente se quede quieta, callada, inmóvil, como Jorgito. Que no hable, que no proteste, que no se movilice. Que soporte estoicamente, como Jorgito, el chalaneo del gobierno y de las clases dominantes.

Frente a esta clase de trapicheos el pueblo tiene a mano, de un lado la demanda de inconstitucionalidad ante la Corte Constitucional, pero, ante todo, la movilización social que es la única garantía de que el gobierno respete los derechos y libertades propios del Estado social y constitucional de derecho que consagra la Carta Política y que se han conseguido con tanta sangre, sudor y lágrimas a lo largo de tiempo.

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Armando López Upegui
Historiador, Abogado, Docente universitario y Maestro en Ciencia política.