La semana pasada asistí a cine con la finalidad de ver la película ‘Jigsaw: El juego continua’, en la que se desarrolla un macabro juego en el que participan cuatro personas que no saben quién les ha llevado ni por qué están ahí, pero entienden que en la defensa de sus vidas tendrán que someterse a las vejaciones que quien los controla dictamine.
A medida que avanza la historia y el juego se desarrolla, la voz del perpetrador aparece a través de mecanismos radiofónicos y otras formas tecnológicas para dar instrucciones y hostigar a los participantes para que confiesen los crímenes que han cometido en el pasado. Este hombre se figura a sí mismo como un justiciero que reclama el resarcimiento de hechos concretos que han sucedido alrededor suyo y de acuerdo con el filme, es llevado por el deseo de establecerla entre los condenados. Podría haber piedad, pero ésta tendrá el precio de la confesión.
Los instrumentos de los que se vale para hacer cumplir su ley son complicados dispositivos diseñados para la tortura, cuyo objetivo es brindar dosis espectaculares de dolor a los implicados, de manera que no se vean sosegados por la muerte.
Durante toda la sesión destaca la impresionante zozobra de quien se sabe cerca de su final, la tortura psicológica que procede de las pruebas de moralidad a las que se ven enfrentados, disyuntivas mortales que les ponen en situaciones en donde hay que escoger un mal menor que se caracteriza por la ignominia, humillación y por el doloroso resultado de una opción que toman bajo una carencia de libertad casi absoluta. Son poco más que juguetes a la merced de su captor.
Durante la película no pude evitar recordar el penoso espectáculo de las ejecuciones públicas de rehenes llevadas a cabo por los militantes del Estado Islámico (EI) en los últimos años, no escapó a mi sensibilidad la imagen vaga de hombres-despojos amordazados mientras sus suplicios eran trasmitidos en vivo por los desviados religiosos. Expresión de su fanatismo ciego, acto cobarde, amenaza repulsiva, parte de odio, bandera que incitaba al miedo entre el enemigo europeo y norteamericano.
Quienes manejan la estrategia comunicativa de los grupos fundamentalistas islámicos, los que han recurrido a este tipo de actos frente a las cámaras, están conscientes de la sed de sangre y el morbo que cunden en las sociedades occidentales –decadentes como las ven- y sus impúdicas grabaciones son manifiestos homenajes al morbo, la maestría de sus difusiones masivas son la forma más expedita para la expansión de su mensaje político y de su grito de guerra, de su desafío.
Su objetivo, atemorizar al enemigo, en un momento en donde la guerra ha dejado el ámbito que atañe estrictamente a los combatientes y se transforma para involucrar a cada vez más personas, trascendiendo además los espacios propios de los militares para copar con su tenebrosa sombra esferas distintas, como el ocio y el entretenimiento hasta que ella se normaliza.
Las acciones de los musulmanes radicalizados responden a ese fenómeno y es bajo ese entendido que podemos comprenderlas. Sin embargo, en su condición de otro y debido a sus macabras puestas en escena la normalización no ha sucedido, estos actos siguen causando especial repulsión.
Por el contrario, cuando los perpetradores de los hechos, ya sean estos reales o ficticios son personas blancas occidentales, los contenidos son admitidos y se tratan como eventos esencialmente privados –hay que respetar el dolor de las víctimas- o como muestras dedicadas a lo arriba mencionado, el esparcimiento. Ahí hay un doble rasero.
Los musulmanes radicalizados convirtieron a las redes en su terreno, y son éstas sus aliadas en la expansión de su estela de horror, entendieron que la repulsión tiene su balcón y que los que visionan estos contenidos quedarán lo suficientemente advertidos, en caso de los occidentales o sonreirán para sus adentros extasiados, como aquellos musulmanes deseosos de venganza.
Asimismo, durante la película aparece la figura del seguidor, el cerebro del juego que presuntamente fallecido, ha dejado tras de sí una estela de admiradores, que son representados durante la cinta por los detectives médicos que participan en el caso, profesando su fascinación por sus métodos y aunque no llegan a legitimarlo fantasean con ser como él, se ven identificados por su oscura figura.
Los videos de ejecuciones de EI en Internet no sólo cumplen la función de amenaza, junto con las revistas que promulgan su doctrina religiosa y pensamiento político, también tienen el propósito de reclutar, y ante las durísimas condiciones sociales y económicas de los musulmanes en Europa, no son pocos los que se ven seducidos por esta alternativa.
Muchos de los que ven esos contenidos se ven identificados y sueñan también de ser como los que asesinan y es por eso que los países europeos nutren de forma copiosa de combatientes a EI y otros grupos.
Son esos los musulmanes que al no encontrar su lugar en el Viejo Continente, migran para hacer parte de esas milicias.
Ellos también, tomando el papel de justicieros renegados, dispuestos a castigar a Occidente por sus delitos, de cobrarse de golpe el colonialismo, el racismo y la segregación, la falta de oportunidades en sociedades que no les acogen y sí les estigmatizan –siendo conscientes o no de ello- dan rienda suelta a su resentimiento y se prestan para las desquiciadas puestas en escena que tienen lugar en Siria e Irak, conocen su agreste realidad, reaccionan ante la dificultad, ellos también se vuelven seguidores.
Occidente les califica de salvajes y promete represalias, pero no asume sus responsabilidades, ni tampoco observa sus propios fenómenos sociales; la violencia se reproduce y los radicales firman en el muro de la infamia, hacen el mismo juego, alimentan las barreras que les aquejan. Cometen errores capitales.
Volviendo a la cinta, ante la inoperancia de la justicia, representada por el personaje del detective inepto, la acción por propia mano se glorifica desembocando en la heroicidad de quienes cometen los hechos torturantes, ya sea el sádico asesino que escapa de la muerte y elude a la policía para volver a jugar o los aspirantes a mártires que matan para llegar al paraíso prometido, bajo la ilusión magnífica de un edén lleno de vírgenes y bienestar.
Esta falta de justicia nos recuerda el declive del Estado como elemento central para organizarse políticamente y la existencia de otras realidades que escapan a su control, como es el caso de las organizaciones de musulmanes radicalizados, como EI.
Mientras que Occidente babee por el consumo de este tipo de contenidos, el mensaje no sólo se verá disparado, también se carecerá de autoridad de todo tipo para condenar a quienes actúan en la vida real, la actuación de las instituciones competentes será determinada por la hipocresía y sus designios serán vistos bajo sospecha.
Este texto NO es una llamada al puritanismo sino a la coherencia, no podemos seguir anonadándonos por los actos que se cometen allá si no miramos qué está siendo representado en el ocio y el entretenimiento de acá.
No es cuestión de estigmatizar a los musulmanes ni a los blancos que cometen masacres en EE.UU. u otros lugares, no es cuestión de raza o religión, es el rechazo a todo tipo de violencia y su reducción a los ámbitos en los que se desencadena. Es la aceptación de la guerra como fenómeno inmanente a la humanidad de forma que no permee de manera frontal en espacios que le serían ajenos.
La presencia descarada de la guerra en las pantallas de los infantes que se divierten con sus juegos de video, la explicitud de las imágenes de sufrimiento que ellos cargan y el posicionamiento de los enfrentamientos, reales o imaginarios, como actividad de esparcimiento y como espectáculo en una ecuación en donde los pertenecientes a la cultura de los que se inmolan se han vuelto el enemigo también contribuyen al posicionamiento del problema.
En la madrugada del 17 de enero de 1991 la agencia de noticias CNN transmitió la invasión norteamericana a Irak a través de la operación “Tormenta del desierto”, una campaña bélica en apariencia limpia y bien dirigida, en donde EE.UU. hacía gala de su armamento inteligente y de la precisión en el momento del ataque, de forma que no se tocaba a los inocentes, que eran llamados eufemísticamente daños colaterales.
Más allá de la primicia noticiosa, la guerra fue mostrada como programa televisivo e incluso se convirtió en una suerte de maratón, en donde el contenido bélico se tomó dicha agencia de noticias, aún a pesar de la falta de datos claros y análisis sopesados, respondiendo a la demanda de inmediatez imperante en el ambiente, dejando de lado ya el propósito de informar y pasando a la idea de cubrir, es decir, de rellenar. De mostrar por mostrar.
Hoy, a poco menos de treinta años de esos hechos el fenómeno se ha desarrollado y las muestras bélicas o belicistas proliferan de forma acrítica en espacios que no le son propios.
La guerra y sobre todo la barbarie se ha convertido en una opción más en la oferta comunicativa cuya finalidad es la entretención, una alternativa más en la inmensa parrilla televisiva y cinematográfica que prolifera, es el morbo que se cierne sobre las sociedades occidentales el que hace posible la existencia de películas como Jigsaw pero que también se usa con finalidades políticas de forma habilidosa por los militantes del extremismo islámico con impresionante éxito y se dispensa en otros contextos, cuando los asesinos son blancos y pertenecen a credos distintos de la religión del Profeta.
A menos que el morbo merme veremos más horror en el futuro, cierto es que la situación ilustrada en la película es ficticia y aunque aparentemente inofensiva, aclimata las mentes y el panorama para la sucesión de hechos tan o más terribles que los allí planteados pero ahora sí reales en un fenómeno social similar al auge del género distópico en el cine y la literatura.
Estamos asistiendo a la posición de la guerra como parte integrante de las formas de entretenimiento cotidiano y ante eso, no sorprende el poderío de grupos como la Asociación nacional del rifle con su lobby armamentista, el auge de los juegos de video que se especializan en ese tipo de propuestas y las películas como Jigsaw, y es que en Occidente estamos ya habituados a convivir con las perspectivas de guerra, tanto, que casi sorprende el luto magistral que se sucede en caso de atentados.
Pareciera a veces que se tratara más de las características físicas y morales de los asesinos que de los asesinatos en sí.
Adenda: Al salir de la sala de cine y tras haber recordado a los musulmanes radicalizados, no pude dejar de sentir un pasmo insoslayable, mezcla de tristeza y ansiedad.