Autor:
Wilmar Vera Zapata
La aparición de la cabeza de Santiago Ochoa, de 23 años, en el Valle, tiene conmocionada a la opinión pública y, aunque la familia afirmó no tener conocimiento de que haya sido detenido por la Policía y aseguró que no tiene nada que ver con el paro, es una muestra más del escalamiento en la depravación que está tomando la violencia en Colombia. Desde que a finales de abril comenzaron las manifestaciones en en país, que generaron la caída de varios funcionarios y el retiro de propuestas lesivas para la ciudadanía; también quedó en evidencia el reciclaje de prácticas de terror que se habían creído superadas para amedrentar a la ciudadanía. Por desgracia, parece que en Colombia la sevicia hace parte de la vida cotidiana.
Vieja práctica
Decapitar es una actividad violenta tan antigua como la humanidad. Hasta la Biblia tiene algunos casos registrados y no solo era una forma efectiva de infligir la muerte, sino de, simbólicamente, destruir una idea. Cortar la cabeza es una forma efectiva para humillar a la víctima y amenazar a los seguidores o simpatizantes del ajusticiado.
En la antigua Roma, era una ejecución exclusiva para los patricios, siendo la crucifixión la otra forma más humillante y digna de clases bajas. En la Edad Media, casos famosos fueron los ajusticiamientos con espada o hacha de William Wallace (1270-1305); Tomás Moro (1478-1535) o Ana Bolena (1507-1536), por orden de Enrique VIII o los guillotinados, inventada en el marco de la Ilustración como una forma de igualar a los condenados a muerte con un método aplicable a todos.
«Se necesita un método de castigo igual para cada género», propuso el médico Joseph Ignace Guillotin, en 1789, en plena Revolución Francesa. Maximilien Robespierre y el diputado Louis-Michel Lepeletier de Saint Fargeau propusieron incluso abolir la pena capital. Sin embargo, los diputados estaban tan sedientos de sangre como de espectáculo justiciero y fue Nicolás-Jacques Pelletier, el 27 de abril de 1792, el primer condenado a la guillotina. Desde entonces, se instauraría como símbolo de la justicia revolucionaria y bajo el filo de su cuchilla rancias testas cayeron ante el júbilo del populacho, entre ellas las nobles cabezas de Luis XVI y su esposa, la reina María Antonieta (1793), y en el llamado Régimen del Terror (1793-1794), instaurado por Maximilien Robespierre, pasaron por la cuchilla la intelectual Olympe de Gouges (1793), autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana; el químico Antoine Lavoisier (1794) y el mismísimo Robespierre, quien con su cabeza cercenada terminó el terror que él mismo había instaurado.
Caso colombiano
José Antonio Galán (1741-1782) fue uno de los llamados comuneros, quienes se levantaron contra las autoridades en la región de El Socorro, en 1781, debido a una mayor carga fiscal contra los habitantes de las colonias españolas. Tras su captura, fue condenado a la horca, decapitado, su cuerpo desmembrado, incinerado y repartido así: la cabeza, expuesta en Guaduas, donde insultó a las autoridades; la mano derecha, a El Socorro; la mano izquierda a San Gil, el pie derecho a Charalá y el izquierdo a Mogotes. Como si fuera poco, su vivienda fue destruida y el terreno sembrado con sal, «para que de esa manera se dé olvido a su infame nombre y acabe con tan vil persona, tan detestable memoria, sin que quede otra que la del odio y espanto que inspiran la fealdad y el delito», dice la sentencia de muerte, del 30 de enero de 1782.
De otra parte, la época de la Violencia partidista entre 1949 y 1958 fue toda una feria de atrocidades de parte y parte. Liberales fuera del Gobierno y conservadores dueños del poder político y la administración pública se trenzaron en una competencia de quiénes eran más carniceros, ante el estupor de los colombianos de todas las edades residentes en zonas rurales.
«Ciertas técnicas de muerte y tortura fueron tan comunes y extendidas que les dieron algunos nombres, como “picar para tamal”, el cual consistió en cortar en pequeños trozos a la víctima en vida, pedazo a pedazo. O “bocachiquiar”, que consistía en generarle a la víctimas pequeñas heridas hasta que se desangraba», escribió en 1967 el investigador social de EE. UU., Norman A. Bailey.
Esta ferocidad sin parangón tiñó de rojo sangre los campos y conciencias de autodenominados buenos cristianos en un país extremadamente católico. Fidel Blandón Berrío fue un sacerdote que realizó su pastoral en Antioquia durante los años 50 y 60 y publicó un libro que fue prohibido por la Iglesia católica, en su famoso Index. El texto, Lo que el cielo no perdona (1954) denunció la barbarie que se presentaba en el campo y el silencio cómplice de autoridades civiles y eclesiásticas conservadoras en este holocausto.
En el libro evidenció casos de crímenes realizados por la Policía en Antioquia, como la cacería a un guerrillero llamado Penagos, el cual fue capturado y ajusticiado: «adelante iba el policía ‘Pielroja’, que desde comienzos de la violencia había sembrado de crímenes la región y que por tanto era un hombre “meritorio”. Su enemigo lo encañonó y disparó su arma, que desgraciadamente no dio fuego, pero el tableteo fue oído por el polizonte que alcanzó a descubrirlo y lo fulminó. Se lanzó sobre él y le cortó la cabeza con ayuda de sus acólitos, y lo despojaron de todo. Desbordantes de júbilo por la cacería que acababan de hacer, un policía tomó la cabeza entre carcajadas de gozo y se puso en cuclillas ante la cámara de un compañero, mientras los otros se mofaban del muerto haciéndole saludos militares y diciéndoles palabrotas», denunció Blandón.
Por desgracia, la costumbre de la decapitación no cesó con el fin de la Violencia bipartidista y renació con la lucha contraguerrillera que protagonizaron las Autodefensas Unidas de Colombia. En su libro Guerras recicladas, la investigadora y periodista María Teresa Ronderos reseña a un grupo denominado «Los Mochacabezas»:
«… quienes habían adoptado ese nombre “por órdenes de los comandos superiores de la organización delictiva para impresionar a la guerrilla, a la gente que no estaba de acuerdo con las políticas ideológicas y militares dentro de la jurisdicción de los Castaño”. A ellos, unos 60 o 70 jóvenes, todos hombres, los preparó en una escuela en Rancho Grande, una casa finca a tres kilómetros del casco de la hacienda Las Tangas…»
Este actuar morboso y degradante quedó registrado con el asesinato, en febrero de 1997, del campesino Marino López, quien, por hombres de alias el ‘Alemán’ fue acusado de guerrillero, torturado y con su cabeza jugaron fútbol. Aunque el comandante negó tal sevicia, numerosos testigos confirmaron el acto salvaje. Práctica que era realizada en otras partes del país: «Los paramilitares venían con el pensamiento claro: análisis del terror. A los hombres, varios tiros. A las mujeres, decapitadas, cortadas de seno (…) Con todo lo que hicieron, nos hicieron tanto que supieron herirnos como comunidad y como personas con todo lo que considerábamos sagrado», denunció la comunidad wayú en reunión de gestores de memoria sobre la masacre de Bahía Portete.
Hoy fue Santiago Ochoa, antes le ocurrió a Marino López, como en el pasado fueron Penagos o Galán. Lo preocupante no son solo los casos registrados que se van descubriendo, sino la amenaza de que esta práctica fue reciclada por ciertos grupos y al Gobierno de Duque no parece importarle realmente esclarecerlos ni detenerlos. Y así, de nuevo, el terror se vuelve sentimiento generalizado en una sociedad condenada a perder la cabeza por una «horrible noche» que no cesa.