Caminando por la carrera 70 en Medellín, que ahora quieren llamar Bulevar Libertadores de América, como suele hacer el que va directo a ninguna parte, fui observando la ornamentación de diversos restaurantes y demás locales. No se trata precisamente de un paseo que se preste a la contemplación y menos frente a aquel extravagante hotel “Dorado”, obra de alguna firma constructora de esas que han llenado la ciudad de adefesios minimalistas. Pero bueno, el tema da para otra columna. En todo caso mientras caminaba fue fácil distinguir un colorido singular. Había flores. Flores por aquí y por allá recibiendo al transeúnte o al turista de camiseta y chanclas. Había una semejanza con las viejas fincas antioqueñas; y “qué belleza” imaginaría cualquiera tan sólo al escuchar mis palabras.
Sin embargo una sospecha se confirmó acercándome a unos pasos de varios restaurantes que daban la bienvenida con sus ornamentos pintorescos: todo el colorido, todos los pétalos, las hojas, los tallos respiraban un aire de falsedad. Eran arreglos de plástico. En plena Feria de las flores es chocante notar pocos ejemplos de ese tipo en la vía pública, en almacenes o en centros comerciales. Obviamente resulta mucho más económico: nada se descompone, nada se muere. Y de esa manera se suprime uno de los más encantadores atributos de una flor: su bella y escalofriante fugacidad.
Con las flores ocurre algo particular. Una copia de ellas que se muestra invariable y eterna es repugnante, como se hace evidente en los arreglos de plástico. Por el contrario, su representación será más atractiva si transmite la atmósfera propia del paso del tiempo. Nacer, crecer, morir. Un pintor que plasme un ramo de flores que luzcan semejantes al polietileno habrá fracasado en su intento; ellas deben tener en el lienzo el antecedente de su nacimiento tanto como la inminencia de su pronto marchitar. Francisco Antonio Cano tiene algunos maravillosos modelos; y qué decir de los inolvidables girasoles que iluminaron los ojos y el alma de Vincent van Gogh. En los cuadros de estos artistas uno presiente que las formas están sometidas a las leyes del tiempo.
A lo mejor suene exagerado o romanticón, pero es que ese gesto pragmático y despreocupado de adornar con plástico es una muestra más de la incongruencia que se respira en esta “innovadora” villa. ¿En verdad Medellín es la ciudad de las flores? Debe haber otras capitales, como Ámsterdam, mucho más engalanadas que no presumen de su belleza.
Me parece que en general aquí no se estiman tanto las flores ni se las tiene como un bien natural y cultural de alta transcendencia. Apenas renace un lejano afecto en la primera semana de agosto. El resto del año las avenidas se organizan con separadores convencionales, con simulacros de pirámides; los parques carecen de hermosos jardines, los nuevos proyectos gobernados por el gris del concreto apenas si destinan uno que otro parterre, los árboles son talados sin discriminación para darle paso a centros comerciales y en las casas de la familia promedio de cualquier comuna no es costumbre semanal acompañar la cotidianidad con margaritas, astromelias, crisantemos, rosas, lirios o claveles. Es más ¿acaso sabemos reconocerlas por su nombre? Hasta en la conocida Placita de las flores ellas lucen como un accesorio relegado al parqueadero.
Con todo el respeto y admiración a la tradición de los silleteros (que su trabajo aislado es de lo poco auténtico que permanece) el marco general indica que las flores no son un patrimonio popular. La base fundamental de cualquier herencia es el arraigo sincero en la sociedad, porque la siente parte de sí y vive con ella; no porque está organizada oficialmente, que es lo que atestiguamos: la feria es un asunto de marketing, de ventas, de patrocinadores, de atraer turistas. El patético caso de cantante que usó la camiseta marcada “I´m Cartel. Escobar” es una prueba de ello. El personaje ni siquiera conocía la historia del lugar al que fue contratado para cantar. Y cuando un evento se perfila con fines turísticos deja de ser tradicional y se convierte en una fachada entretenida, pulcra y artificial.
Era una ciudad de plástico de esas que no quiero ver, de edificios cancerosos y un corazón de oropel… Dice la canción. Esta urbe es tan contradictoria que La feria de las flores suena a una amarga y terrible ironía cuando sabemos que se ha convertido en un destino de turismo sexual en donde la publicidad se encarga vulgarmente de ofrecer a las “mujeres más bellas”.
Hay un cuento de Clarice Lispector en el que una niña se roba una rosa. Lo hace porque al verla queda fascinada con la belleza que desprende, la desea, quiere poseerla, tenerla cerca:
¿Y qué hacía yo con la rosa? Hacía esto: la rosa era mía. La llevé a casa, la puse en un vaso de agua donde reinó soberana, con sus pétalos gruesos y aterciopelados de varios matices de rosa-té. En el centro, el color se concentraba más y el corazón parecía casi rojo.
Fue tan bueno.
No creo que esta feria motive un acercamiento más profundo al universo de las flores a tal punto que la gente las ame. No, pasarán los desfiles, las silletas, los autos, los perros, las bicicletas, los tablados y la próxima semana será similar a la precedente, común y corriente. Estas festividades son la oferta del momento programada en el calendario para el disfrute de unos y la indiferencia de otros.
Quisiera amar uno las flores como Monet amó su nenúfares en Giverny. No en vano el pintor dijo que su obra maestra era su jardín antes que sus cuadros. Al menos como juego le sugiero a quien lee estas líneas que se proponga la aventura de la pequeña de Clarice Lispector. Que durante esta semana se robe una flor (o en su defecto que compre una, solo una). Cualquiera, y que no le diga a nadie, que la haga suya, se la lleve a casa y la coloque en un lugar especial; que la mire en las mañanas y al atardecer, que la contemple, que la acaricie; que perciba en ella una muestra del cosmos y la tenga como un reflejo de su propia existencia.
En este país invitar a un hurto es inconveniente, pero siempre será preferible que se pierdan unas cuantas rosas antes que el despojo sistemático de la dignidad que es lo que sucede a diario. Finalmente, cuando al cabo de una semana la flor comience a marchitarse, le sugiero que la conserve, como un testimonio, como un frágil recuerdo, como se guardan los tesoros de un viejo y querido amor entre las páginas de un libro.