Érase una vez un ministro de Defensa

«Sí, Petro. ¡Basta ya!», gritó. «Usted tiene la culpa de todo esto. El presidente Duque hace lo que puede, con lo que tiene». Entonces, golpeó la mesa con su mano derecha y regó el yogurt con cereales. Se puso la corbata, cogió las llaves de su casa y recordó el día en que Santos ordenó bombardear aquel campamento militar.

Narra - Conflicto

2021-06-13

Érase una vez un ministro de Defensa

Columnista:

Daniel Riaño García

 

Una extraña mañana un insecto despertó, tras haber tenido una mala noche, lleno de mermelada y convertido en un monstruoso ministro de Defensa. Estaba boca arriba sin su caparazón; lo cual le pareció demasiado extraño. Ya no tenía su vientre arqueado y oscuro, surcado por curvadas callosidades. Se preguntó qué había pasado con sus patas, puesto que ya no eran escuálidas. Ahora eran dos. Dos horribles piernas y dos horribles brazos. 

«¿Qué me ha sucedido?», pensó. Sabía muy bien que no era un sueño. Su habitación seguía siendo la de él. Era la misma de siempre. Aunque, ya se había percatado de que algunos de sus objetos personales ya no estaban y que, en su lugar, se encontraban otros que no eran suyos. Levantó la mirada y vio a su lado derecho una mesa–sobre ella había una carta que justificaba el uso de la fuerza policial–, y un poco más arriba de ella, en la pared, se encontraba colgada la foto de un hombre; la cual tenía un lindo marco dorado, con manchas de sangre, que decía «Libertad y orden»: era la imagen del recién ascendido Jorge Luis Vargas Valencia.  

La mirada de Diego, porque así supo que se llamaba ahora, tras haber visto la carta que encontró sobre la mesa, se dirigió a la ventana. Hacía mal tiempo—se oía el golpeteo de las gotas con el alfeizar—, lo cual le hizo sentir nostálgico. Aún no amanecía, así que consideró que lo mejor era volverse a acostar un rato más y ver si al despertar todo volvía a la normalidad; pues por su cabeza empezaron a pasar muchos recuerdos de una vida que él pensaba que no era la suya. Intentó dormir, pero solo bastaron unos minutos para despertarse de nuevo. Estaba empapado en sudor y con los nervios de punta. En esos pocos minutos soñó con helicópteros y armas; con ciudadanos torturados, muertos y heridos; batallas entre la fuerza pública y la ciudadanía. «¿Este monstruoso hombre ha contribuido con todo este caos?», se preguntó, mientras hacía con sus manos figuras de policías y manifestantes peleando.

Sonó un celular y vio en la pantalla la foto del presidente de Colombia. Contestó un poco confundido. Al otro lado, Duque le decía que debían desplegar al Ejercito en Cali –ni siquiera saludó–. Que las protestas  destruían la ciudad. Que se debió haber aprobado, cuando Diego lo propuso como concejal, lo del «protestódromo». Que hiciera algo, pues ya se le había acabado la guachafita. Que él lo había puesto en ese cargo por sus excelentes notas en el Colegio Militar Patria y por haberle hecho pistola al médico que lo recibió el día de su nacimiento en el Hospital Militar de Bogotá. Además, le dijo que el eterno presidente de Colombia, quien era un adicto al Twitter, estaba iracundo tuiteando «autoridad, autoridad, autoridad». Él no pudo decir ni una sola palabra; así que colgó. «¡Que se vaya todo a la mierda!», se dijo a sí mismo. Se rascó la cabeza y sintió un ligero descanso. Entonces, entró al baño –se dio cuenta que sabía caminar muy bien con aquel par de piernas, como por instinto–. Mientras volvía del baño, hacia su cama, fue recobrando la memoria. Cada vez sentía que esa vida, de la cual no recordaba absolutamente nada al despertar, le era mucho más familiar.

«Esto de levantarse temprano», razonó bajo las cobijas de color verde militar, «lo atonta  a uno». Luego sonrió al recordar a las mujeres de «Familias en Acción» madrugando a aquellas reuniones… «Como sea, pero tengo que levantarme», pensó, «ya que acabo de recordar que hoy tengo cita con Zapateiro y Jorge Luis». Miró su celular y vio que eran las siete en punto. «¿Es que en esta casa no hay alguna máquina de guerra que me ayude a levantarme?», gritó. «¿Y si llamaba a Jorge y a Zapateiro y les decía que estaba enfermo?», caviló. Claro que eso sería extremadamente sospechoso, ya que, en lo que iba de su cargo, Diego no había estado enfermo ni una sola vez. Estaba seguro de que si hacía eso el presidente se enteraría y enviaría a Fernando Ruiz, y él le reprocharía que el aumento de los casos por COVID-19 era producto del caos en las calles y no por un mal manejo de la pandemia y del plan de vacunación.

Por fin decidió levantarse. Se duchó, se vistió y preparó su desayuno. Mientras lanzaba trozos de bananos sobre los cereales con yogurt–como si fueran objetivos militares–veía la portada de la revista Semana. «Sí, Petro. ¡Basta ya!», gritó. «Usted tiene la culpa de todo esto. El presidente Duque hace lo que puede, con lo que tiene». Entonces, golpeó la mesa con su mano derecha y regó el yogurt con cereales. Se puso la corbata, cogió las llaves de su casa y recordó el día en que Santos ordenó bombardear aquel campamento militar. Recordó que en esa ocasión él se había opuesto al operativo militar y que defendió la niñez colombiana… Luego de un tiempo de reflexión se preguntó por qué cuando él lo hizo no se opuso a sí mismo. Entonces recordó que en el campamento militar, en el cual él había dado la autorización para bombardear, esos niños ni estaban estudiando para el ICFES y mucho menos se encontraban recogiendo café.  Pensó: «De seguro en el que ordenó Santos sí lo estaban haciendo. ¡Pobres niños!».

Ya iba a salir. Se encontraba feliz y ya no sentía que esa vida le era indiferente. Recordaba totalmente su carrera política, su paso por la academia y su reciente moción de censura (la cual nunca iba a prosperar; de eso estaba seguro); sonrió socarronamente… Cuando estaba debajo del marco de la puerta de su casa, le entró un mensaje de la nueva canciller a su WhatsApp. Sacó su celular y leyó «ministro, dadas las circunstancias y los hechos, es mejor que por ahora no aprobemos la llegada de la CIDH», está bien, respondió Diego. A lo que la canciller dijo «O mejor, cuando ellos quieran venir», está bien, volvió a responder. «¿Sabe qué, señor ministro?», escribió la canciller, «considero que es mejor que vengan después del 29 de junio… mentiras, que vengan desde el 8 de junio». Diego, exhausto de la canciller, la dejó en visto y apagó el celular… Se dio cuenta de que iba tarde, así que salió directo a su cita con Zapateiro y Jorge Luis. Ese día iban a jugar a «policías y vándalos».

Diego Molano, que aquella mañana se levantó creyendo que en algún momento de su vida fue un insecto, pensó que todo pudo ser un sueño y que tal vez nunca había dejado de ser un monstruoso ministro de Defensa.

 

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Daniel Riaño García