Entre el olvido y la ausencia: los animales y la agenda política de las presidenciales

Mientras los animales sigan invisibilizados en la agenda política nacional, la crueldad y el maltrato seguirán normalizados, seguirán atrapados en la lógica que los concibe como adornos u objetos.

Infórmate - Ambiente

2022-02-15

Entre el olvido y la ausencia: los animales y la agenda política de las presidenciales

Autor:

Iván Darío Molina

 

Es el 3 de enero de 1889. Llueve en plaza Carlo Alberto de Turín. Allí ocurre uno de los desgarramientos más significativos en la historia de la filosofía occidental. Friedrich Nietzsche se hunde para siempre en el abismo de la locura, lo hace abrazado al cuello de un caballo, rompe en llanto, murmura algunas palabras junto al animal que, vencido por la fatiga, se encuentra en el piso soportando el látigo de un cochero que lo castiga al verse incapaz de continuar con su carga. ¿Compasión? ¿Remordimiento? ¿Locura? Hay quienes sostienen como Kundera, en La insoportable levedad del ser que, el acto de Nietzsche y su posterior caída hablan de arrepentimiento, que fue este un pedido de perdón a los animales en nombre de la humanidad.

¿Por qué generalmente percibimos a los animales como el cochero de Turín y no con una mirada más compasiva como la de Nietzsche? La filosofía mecanicista y la estructura de valores del liberalismo económico con los que se inaugura la modernidad son la clave de la respuesta. En el primer caso, Descartes da forma a una visión, según la cual, los animales se conciben como máquinas: entidades incapaces de sentir, desprovistas de algo así como el alma y, por ende, desprovistas de racionalidad. En el segundo caso, el mandato divino en el que Dios ordena al hombre el dominio sobre la Tierra y la vida animal se suma a la visión prometeica del liberalismo económico que implica, que tanto la naturaleza como los animales son objetos que están en el mundo para ser explotados, para ser transformados y dominados, cosificados a través de la técnica en nombre del progreso.

Es así como la modernidad dio forma a nuestro círculo de consideración moral. A una triste estética que nos impide valorar la exquisita inteligencia de las aves, para asumir que su mundo debe ser la jaula colgada en nuestros balcones. Banal percepción del mundo en la que la complejidad afectiva, social, y la belleza de diversas especies está puesta al servicio del hombre. No vemos vidas, sino cosas: pieles de animales desollados vivos para abrigos, marfil de increíbles criaturas que padecen largas agonías por cuenta de la vanidad, animales salvajes convertidos en símbolos de poder, criaturas sintientes en fábricas de carne y leche; labiales, cosméticos y perfumes que justifican la cacería de ballenas en nombre de una horrorosa concepción de la belleza. Vivimos en la terrible paradoja de admirar la belleza de la naturaleza mientras destruimos la naturaleza. Tenemos cuadros, afiches, filtros y decorados que celebran la belleza la vida animal, mientras los dañamos con nuestros hábitos y decisiones. Añoramos ir de viaje o vivir en espectaculares escenarios naturales, mientras los arruinamos con lo que consumimos para llegar a cumplir esas expectativas.

Las historias de amor acontecen tras oscuros velos. Están revestidas de un signo trágico, como vimos con el episodio de Nietzsche, como las que conocemos con Shakespeare o Durrell, o tanto, como puede verse en el tormento de Psique abrazada a Eros. La historia de la defensa de los derechos animales no es menos trágica, pues es también una historia de amor. De amor y respeto más precisamente. De amor y respeto por la diferencia, por la biodiversidad, de amor y respeto por los intereses y necesidades de otro yo capaz de devolvernos la mirada, capaz de alegrarse, de temer y de sufrir tanto como nosotros.

Los rostros del amor son terribles. Los hemos visto en casos como el de Ángel, un perro desollado vivo por «diversión» en Chiquinquirá, o como en el de Champiñón, el perro, arrojado desde un sexto piso en Cartagena por un furibundo hincha. Casos, como los de Vayu, Flash, Silvestre, Teo, Marco Polo y Frank, entre muchos otros animales, que han sido rescatados de la basura, víctimas de desmembramiento, paraplejía debido a golpes y atropellamientos; casos tan increíbles de maltrato e indiferencia, como increíble es el inagotable amor de Álvaro José, líder independiente de proyecto Tawala, en La Guajira, quién además de su activismo en favor de los animales se ha empeñado en desarrollar una poderosa labor pedagógica en las rancherías porque «la educación es el camino», dice Álvaro José.

Es, también, grandiosa la labor de organizaciones como la Asociación de protección animal Mi mejor amigo, en Chiquinquirá, quienes aún luchan por sacar adelante a Ángel, la fundación Adopta un ronroneo, en Bogotá, que se dedican a la protección de los felinos en condición de vulnerabilidad y la fundación Mi última pulga, en Zipaquirá, dedicada al rescate de animales de diferentes especies en condiciones de vulnerabilidad.

Es claro que ni el amor de las tantas organizaciones animalistas y de activistas independientes ni el trabajo que ha venido desarrollando la filosofía en el campo de la ética aplicada son suficientes. De manera reciente, el movimiento de defensa por los derechos animales ha optado por el camino de la teoría y de la incidencia política, como posible camino que permita ampliar los límites de nuestro ideal de justicia, e implementar dentro del ordenamiento jurídico normas que garanticen la protección de los animales, y que, a la vez, delimiten nuestras obligaciones frente a estas otras formas de vida.

Los animales son reconocidos como seres sintientes, dotados de conciencia por parte de la comunidad científica internacional, tal y como lo estableció la Declaración de Cambridge de 2012. El que a los animales se les reconozca cierto estatus moral implica reconocer que estos tienen derechos morales, por lo que cualquier tipo de dominación y opresión ejercidos sobre ellos son un asunto de justicia social. Sin embargo, este reconocimiento del valor moral intrínseco de los animales no se traduce en políticas públicas que propicien una cultura del respeto y del cuidado por la vida, ni en el desarrollo de programas institucionales que promuevan la educación de los niños y jóvenes en el cuidado de los animales, pues, como muestra la experiencia de Álvaro José, «la educación es el camino».

En el marco de una democracia liberal, diversa e incluyente, las entidades del Estado deben promover y participar en la construcción de nuevas formas de relacionamiento con los animales, pues es la política el arte de lo posible, y es la biodiversidad el mejor indicativo de la salud de los ecosistemas, de los que también dependemos. Sin ellos no hay paz, y es la paz un mandato constitucional. En este sentido, resulta desconcertante que ninguno de los programas oficiales de los candidatos a la presidencia de Colombia presenta al menos una propuesta concreta frente a la protección de los animales ni una propuesta de política pública relativa a los deberes que tenemos frente a ellos. Hecho que prueba, que al menos los candidatos siguen presos de ese sesgo, de esa sensibilidad propia del cochero de Turín, para quien el sufrimiento animal es invisible.

El olvido y la invisibilización son formas de prolongación del dominio y la injusticia. Para muchas personas los animales hacen parte del significado de su felicidad, pero, mientras sigan invisibilizados en la agenda política nacional, la crueldad y el maltrato seguirán normalizados, seguirán atrapados en la lógica que los concibe como adornos u objetos, no como sujetos de consideración moral. ¿Qué explica la ausencia de los animales en sus programas de Gobierno? ¿Por qué la vida animal es incompatible con su concepción política?

Esperamos que, en el camino restante para la concertación política y para el establecimiento de compromisos claros frente a los electores, de cara a las próximas elecciones, que los candidatos a la presidencia pongan sobre la mesa el debate sobre la vida animal, y que estén dispuestos desde una perspectiva más profunda de democracia a incorporar los intereses de los animales en sus planes de gobierno. Si no ocurre, como es posible, la ausencia de respuestas dirá mucho de lo que somos y anhelamos como sociedad: de las emociones que nos gobiernan, de la ética y la estética de la que somos capaces y de los intereses ocultos tras las agendas y los discursos políticos. Por lo pronto, queda por seguir el camino de las organizaciones animalistas y de activistas independientes, que a pesar de ir contracorriente, con su ejemplo, han mostrado que es posible tejer la política desde abajo, que es posible ensanchar los límites de la justicia desde el trabajo popular y, sobre todo, que es posible, abrazar con locura a la vida en todas sus formas.

 

 

( 1 ) Comentario

  1. Usted tiene toda la razón cuando dice que los animales han sido ignorados en las agendas políticas a nivel nacional. Pero hay que echar una mirada al trabajo de Andrea Padilla durante muchos años, a todo lo que logró recientemente en el concejo de Bogotá en temas animalistas. Ahora Andrea es candidatas al Senado con una agenda puramente animalista y por consecuencia ambientalista. Sus logros, su trabajo, sus acciones lo dicen todo, su compromiso es con los animales, son su vida

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Iván Darío Molina