Dios ha muerto, ¡qué viva Dios!

¿Quién no ha sido selectivamente amado por sus feligreses devotos que diezman cada peso que les ingresa para mantener al pastor, pero que dejan morir de hambre a sus vecinos?

Opina - Sociedad

2020-04-21

Dios ha muerto, ¡qué viva Dios!

Columnista:

Daniel Fernando Rincón

 

Cuando los reyes mueren se suele decir, “El Rey ha muerto, ¡viva el Rey!”, en clara señal de la continuidad de la institución monárquica, y eso es precisamente lo que ha sucedido con el tema de la muerte de Dios, señalada por Nietzsche, basándose este en una frase de Martín Lutero pronunciada en 1539, en “Los Consejos y en la Iglesia”:

“Cristo es Dios y hombre en una persona. Por ello, lo que se dice de él como hombre, debe afirmarse también de él como Dios, a saber, Cristo murió y Cristo es Dios, por tanto Dios murió, no el Dios separado sino el Dios unido con la humanidad”.

Cuando Nietzsche anuncia (invita a) la muerte de Dios, lo hace dirigiéndose no a toda la humanidad, (¿se imaginan gritar “Muerte a Alá” en La Meca o “Muera Adonay” en Jerusalén? ¿Quién pudiera matar a Chango en Cuba? ¿Cómo acabar con Brahma y su panteón sempiterno en Calcuta?), sino que se dirige a la humanidad europeizada, acostumbrada a no cambiar las instituciones, o al menos a las más arraigadas a su memoria genética centenariamente doblegada a punta de guerra y hambre; sino que lo hace a la humanidad cristianizada, que aún le rinde honor y lealtad a la monarquía, que todavía le ofrece respeto y credulidad al obispado.

Cuando Nietzsche invitaba a matar al Dios judeocristiano, indudablemente único entre los dioses (inconfundiblemente antropomorfo, inconmensurablemente humanizado en Cristo), invitaba a abandonar la base moral que guiaba a dicha humanidad; estimulaba a asumir la responsabilidad de las acciones propias; excitaba a las hordas iluminadas por la razón de la ciencia a aplicar dicha luz a su propia moral, para que así desligase su destino de un ente externo (creado a su imagen y semejanza), superior y ajeno a esta realidad.

Sin embargo, si la Divinidad existe per se, eterna, autocontenida, lejana de lo terrenal y no se le puede asesinar, sino que la muerte de lo divino se asemeja a su ausencia, a su olvido, y el acto mismo del asesinato, se asocia a sus creyentes, tanto a la muerte de los mismos, como en la “conquista” de Abya Yala, (¡Oh divina Bachué, Excelentísimo Xue, Dignísima Xhía! ¡Perdónenos! ¡Perdonen a los hijos de los hijos de los tataranietos de tus sacerdotes, quienes hemos olvidado tus ritos!), como al desprecio hacia la observancia de los ritos por parte de los sacerdotes, a la conveniente amnesia de los feligreses; entonces sí es fácil matarla, como en efecto lo hemos hecho en varias épocas y lugares.

Sin embargo, leal a su costumbre doblegada, la humanidad europeizada y cristianizada, como en la muerte de los (sus) reyes, luego de la muerte del Dios judeocristiano, rápidamente le ha sustituido, ya no por uno, sino por varios.

Así, necesitada de un guardián que la vigile, de una niñera que la cuide y ante la horrenda expectativa de orfandad, de abandono, la humanidad cristianizada contemporánea, a veces premoderna, a veces postmoderna, ha entronizado por un lado, a un Dios al tamaño de su bolsillo y, por otro, ha resucitado a un Dios semejante al monstruo de Frankenstein.

Tenemos un ‘Dios Mercado’, un ‘Dios Riqueza’, un ‘Dios Capital’, cuyo código moral se ha sintetizado magistralmente en las líneas de una canción colombiana: … amigo, cuánto tienes, cuánto vales, principio de la actual filosofía…”. 

Un Dios, cuyos sacerdotes afirman, quiere que todo el mundo sea y se vea feliz, algo que no es otra cosa que la mala interpretación del utilitarismo.

Para Jeremy Bentham, precursor de dicha corriente ética, el utilitarismo significaba “aquello que resulta del cálculo entre el placer que genera una acción menos el sufrimiento que dicha acción produce en las personas involucradas en ella”, lo anterior, que se conoce como el principio utilitarista, trata de alcanzar “la mayor felicidad para el mayor número de personas”, “la mayor cantidad posible de placeres para el individuo y su comunidad”, algo que los líderes de las grandes empresas, de las multinacionales, nos dicen que encontramos en la opulencia y la tenencia, en la fantasía y en el consumismo. 

¿Quién no ha sido tentado por los bienes de lujo y las comidas costosas asumiendo que allí reside la felicidad?

¿Quién no ha malentendido un polvo fugaz, un breve y lujurioso coito, con felicidad, con sentirse amado?

El contemporáneo placer egoísta al que el lujo y el dinero nos quiere acostumbrar, se ha olvidado de lo comunitario, de las relaciones sociales desinteresadas, de que tenemos más en común que la misma marca de ropa o de zapatos, de que a veces el descontrolado placer individual genera externalidades negativas para muchos, o ¿es que se nos olvida que el abuso en el consumo de azucares solubles causante de cuadros clínicos complejos genera altos costos financieros para el sistema de salud, que es pagado con nuestros impuestos? ¿Acaso hasta dónde llegaremos con este estilero ritmo de vida suntuoso?

No obstante, sin bastar con esta divinidad, otra cantidad de feligreses decidieron resucitar al Dios muerto, por lo que siguiendo el ejemplo del Prometeo moderno, fabricaron un monstruo como el de Víctor Frankenstein, eligiendo piezas grandes de cuerpos muertos que se creían perfectas y hermosas, pero que en su conjunto conforman un horripilante espectáculo.

A ese Dios que hoy se encuentra en los templos católicos y pentecostales, en las marchas de los evangélicos, en los discursos de los pastores carismáticos y los obispos católicos tridentinos, se le ha puesto la cabeza de la prosperidad económica, con la que a diario piensa en ganar dinero, a partir de la mágica fórmula de la ley de siembra y cosecha; se le ha puesto el pecho del amor selectivo, con el que se ama a todos por igual, pero es que hay algunos más iguales que otros y por eso hay que ser iguales, pero separados; se le han cocido los brazos del prejuicio que no duda en usar para asfixiar a aquellos que se alejan de lo establecido; se le ha puesto el vientre y los muslos del patriarcalismo y tiene las piernas del poder terrenal, con las que camina junto con los poderes opresores y opresivos. 

¿Quién no ha sido selectivamente amado por sus feligreses devotos que diezman cada peso que les ingresa para mantener al pastor, pero que dejan morir de hambre a sus vecinos?

¿Hay alguna persona que haya escapado del juicio moralista de los sacerdotes del monstruo de Frankenstein?

Esa mezcla de conservadurismos modernos, basados en malas interpretaciones del texto bíblico, de sensuales mensajes de prosperidad financiera, de medievales paranoias colectivas que ven con ojo apocalíptico por igual tanto a las tragedias naturales como a las innovaciones en las relaciones sociales, ha dominado de manera subrepticia las últimas décadas de la vida social en esta humanidad europeizada y cristianizada, socavando el tejido social y comunitario que nos hace seres humanos, primando la individualidad por encima de lo comunitario.

Pareciera que estos dos dioses, coexistentes ambos en este sincrético panteón monoteísta cristianizado, están blindados ante los atentados, son esquivos ante los intentos de asesinato que muchos quisiéramos hacerles. 

Y ante esto, surge una pregunta fundamental ¿estaremos condenados a vivir bajo la sempiterna guía de estos dioses o acaso algún día podremos ser liberados de su tutoría?

 

Posdata: ¡Felices Pascuas!

 

( 2 ) Comentarios

  1. ReplyLiber Fidel Castro Pineda

    Muy Pertinente este articulo, en estos tiempos de manipulación del concepto de Dios, y como cual vulgar empresa consumista.
    Se volvió la necesidad del ser humano de lo trascendente, se manipula la sencillez de las personas.

  2. Los dioses son como la moda de vestir.

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Daniel Fernando Rincón
Zootecnista Universidad Nacional de Colombia sede Bogotá. Candidato a Magíster en Producción Animal. Girardoteño. Protestante desde tiempos inmemorables. Luterano. A veces escribe en portales de opinión.