Llegamos al ocaso de la cita mundialista la cual desde siempre nos ha servido como bálsamo para olvidarnos por un mes de las tragedias con que nos levantamos todos los días y que representan la triste realidad en que nos movemos.
Durante estas semanas hemos logrado encontrar el único tema que ha servido para unir a este país disperso en torno a un solo objetivo: la selección Colombia.
Ni la paz en el plebiscito del 2 de octubre, ni el rechazo a la muerte de líderes sociales y defensores de derechos humanos, ni la amenaza latente del retorno a los peores tiempos de guerra, han podido encontrar la unanimidad que sí genera un partido de fútbol del seleccionado tricolor en la cita orbital.
Todo es júbilo y alegría en torno al nacionalismo exacerbado por la esperanza de alcanzar una fase más alta en el campeonato de futbol más importante del planeta.
No obstante, cada cuatro años cuando llega el mundial de fútbol la prensa y la gente en general recuerda el acontecimiento que puso en las primeras planas de los medios de comunicación del mundo entero el nombre de Colombia al ser el primer y único país que ha renunciado a ser la sede de tan magno evento en el año de 1986.
Las razones de la declinación mundialista fueron puramente económicas. El gobierno en cabeza de Belisario Betancur anunció la decisión y lanzó la respectiva dosis de demagogia que siempre suele acompañar los discursos politiqueros en este país. Se dijo en aquel momento que la carga presupuestal para la organización del evento era demasiado onerosa y que el país necesitaba de manera urgente e inmediata otro tipo de inversiones e intervenciones de carácter social.
Según las explicaciones del momento se prometió invertir los dineros y presupuestos destinados para la organización del mundial en la construcción de hospitales y escuelas para beneficio del pueblo en general. De igual manera la infraestructura del país se vería inmensamente favorecida por estos capitales que, en vez de ser destinados a la construcción de mega estadios, se dedicarían a llevar más y mejor bienestar a toda la población en general.
La sociedad colombiana, crédula como es costumbre, aceptó todos los argumentos esgrimidos y simplemente acató la decisión del alto gobierno y en principio de dedicó a esperar la llegada triunfal de las tan cacareadas promesas de educación y salud para todos.
Pero una vez más nuestra amnesia colectiva sirvió de cómplice a las tretas y argucias de los dirigentes de turno, y en últimas a ellos se les ‘olvidó’ construir los hospitales y megacolegios, y a nosotros se nos olvidó exigir que cumplieran con sus promesas.
Una vez más el mundial, al igual que ahora, sólo ha servido como cortina de humo para que los avivatos de siempre se acomoden y hagan de las suyas a su antojo. Hace treinta y dos años sirvió para robarse todo el presupuesto de un presunto y fantasioso mundial que nunca fue. Pero la historia a hoy no ha cambiado mucho ni dista tanto de la realidad de 1986.
Decíamos que los mundiales de futbol terminan cumpliendo la misión de ser oportunas cortinas de humo para quienes tratan a toda costa de hacer sus fechorías a la sombra de la clandestinidad, y qué mejor oportunidad que aprovechar el adormecimiento colectivo generado por los partidos de futbol para echar mano de su presa ante la pasividad general de un pueblo entretenido en otros menesteres.
Desde hace un mes, como por arte de magia los problemas de la nación parecieran haberse resuelto milagrosamente.
Por ejemplo, la crisis de Hidroituango se resolvió de la manera más expedita y simple que podía imaginarse. Si los noticieros no volvieron a abrir sus emisiones con la noticia de los miles de evacuados a la fuerza del seno de sus hogares y de la casi inminente debacle del proyecto hidroeléctrico más grande y ambicioso del país, es seguramente porque esa tal crisis ya no existe.
La muerte de líderes sociales y defensores de derechos humanos, cuya cifra viene aumentando durante los últimos años de manera alarmante y dramática, simplemente se desvaneció de los titulares de los informativos en medio del bullicio de los cientos de fanáticos que cantaban goles imaginarios frente a las cámaras en las afueras de los estadios de Moscú, San Petersburgo y Kazán.
La pobreza desapareció de las noticias del día, el desempleo y la violencia pasaron a la historia y de manera casi inexplicable pasamos a ser un país verdaderamente feliz.
El frenesí que acompaña siempre los partidos de la selección nos hizo olvidar el país que realmente somos y nos sustrajo de la podredumbre en la que vivimos a diario.
Pero mientras todos (me incluyo, por supuesto) gritábamos y nos sobrecogíamos frente a la tanda de tiros desde el punto penal de nuestra querida Selección, los malhechores de siempre seguían haciendo sus “vueltas”, robándose no solo el erario sino la ilusión de todo un pueblo de ser alguna vez un lugar realmente desarrollado.
En el Congreso de la República nos hicieron el primer gol trabando la JEP y el gobierno entrante mostró por primera vez sus afilados dientes demostrando el talante con que va a gobernar los siguientes cuatro años.
El fiscal sigue haciéndose el desentendido con el tema de los asesinatos sistemáticos de líderes sociales y defensores de derechos humanos, mientras las hordas uribistas justifican esos mismos crímenes llamando ‘buenos muertos’ a todos aquellos quienes caen ante las balas de los resurgidos grupos paramilitares.
Como si fuera poco, nombran en la comisión de empalme a José Félix Lafourie, famoso no solo por ser tal vez el único que logra soportar 24 horas al día a María Fernanda Cabal, sino también por ser uno de los más grandes enemigos del programa de restitución de tierras a los campesinos despojados a sangre y fuego de las mismas.
Así las cosas, al igual que en la década de los ochenta en que Colombia declinó la posibilidad de ser la anfitriona de la copa del mundo, hoy nuestra clase dirigente se sigue robando el país de la manera más infame y descarada, mientras la pasión de un pueblo entero se obnubila y ahoga en un colectivo grito de gol.