De la defensa de la vida al desarme

Imaginen que los problemas más elementales de convivencia fueran resueltos a bala cada vez que una persona armada deja escapar sus demonios.

Opina - Seguridad

2020-02-08

De la defensa de la vida al desarme

Columnista: Alicia Sarmiento

 

Es increíble la cantidad de excusas, justificaciones y argumentos que los seres humanos somos capaces de esgrimir, cuando de debatir la defensa de la vida se trata. El homicidio de tres hombres en un puente peatonal en Bogotá desató toda suerte de afirmaciones respecto de hechos que solo las almas de los difuntos y el homicida conocen, a menos que haya un testigo presencial.

La verdad es esquiva y quizá una pesquisa juiciosa y responsable de nuestro «CSI chibchombiano», es decir el CTI de la Fiscalía y Medicina Legal, podría llegar a establecer la realidad de lo acontecido.

Entre los argumentos que parecen justificar la «legítima defensa» de un lado y las mal «llamadas limpiezas sociales», del otro, aparece de nuevo el tema del desarme. No quisiera detenerme en las argumentaciones jurídicas de la legítima defensa como eximente de la responsabilidad penal, prefiero detenerme en la emocionalidad humana antes de llegar a los principios universales del derecho en esta materia.

En mayo del año pasado fui víctima de un intento de robo por parte de un hombre en moto sobre el andén por el que yo caminaba a las 7 de la noche y a pocos metros de llegar a mi casa.

El sujeto no logró sorprender a su presa que alertada por el ruido del motor a su espalda, se volvió justo a tiempo para ver cómo se inclinaba desde su vehículo para agarrar el bolso. El instinto me hizo cerrar el puño sobre las correas, con tal fuerza que la velocidad de la aceleración de la moto no logró arrancar la cartera de mi mano, caí y fui arrastrada varios metros, sostenida del bolso que ni él ni yo soltábamos.

En mi cabeza todo daba vueltas, todo sucedía tan rápida y vertiginosamente que no atinaba una respuesta adecuada, no grité, no pedí auxilio, lo único que atinó a salir por mi garganta fueron dos palabras que nunca utilizo ni porque tropiece y caiga ni aunque me queme o corte en la cocina: «hijueputa malparido» grité con toda la fuerza de mi voz.

No puedo imaginar tampoco que pasaba por la cabeza del hombre cuyo rostro nunca vi, un casco con visor oscuro ocultaba su cara. Quizá pensó que alguien saldría a la calle, que el semáforo daría vía a los vehículos que de la Avenida Roosevelt se desvían por esa calle 5B5 para llegar a Imbanaco.

Seguro pensó que era mejor renunciar al botín, soltó el bolso y las leyes de la física hicieron lo suyo, la inercia impulsó los 47 kilos de peso de mi cuerpo en sentido contrario a la dirección que llevaba el ladrón, caí de espalda sobre el pavimento que recibió mi cabeza y mi cadera en el lado derecho.

El primer pensamiento, el deseo primario que cruzó por mi mente mientras desde el suelo veía como el hombre de la moto se alejaba, fue haber tenido un arma de fuego en el bolso para dispararle.

De la nada, en esa calle solitaria aparecieron dos personas, un hombre y una mujer, me ayudaron a parar un taxi y a subir en él, no podía sostenerme sola en pie. El taxista me llevó a la EPS, donde fue necesaria una silla de ruedas para ingresar, seguía sin poder sostenerme.

Tomaron signos vitales así como radiografías de cráneo y pelvis. El médico dijo «la sacó barata». No hubo fractura en hueso alguno y por tanto ninguna hemorragia interna.

Milagro, es la palabra que define lo ocurrido, una mujer con 53 años, pre menopáusica, con varias maternidades frustradas y dos embarazos exitosos, alguna fragilidad en los huesos debía presentar, sin embargo mis huesos salieron airosos.

Al día siguiente, agradecida con Dios porque a pesar de los terribles hematomas y golpes, estaba viva y estaba bien, muchas voces me hicieron saber que el hombre sería hallado y castigado, incluso con la muerte porque «esas ratas hp no merecen vivir».

Ya no podía ni quería desear la muerte del asaltante, pensaba en sus circunstancias personales. Aunque se trate de un desconocido, es un ser humano con tejido social a su alrededor: padres, hermanos, novia, esposa, amante, hijos, amigos.

Si hubiese tenido un arma le habría disparado y déjenme decirles que la legítima defensa no habría sido eximente de responsabilidad. Él ya se alejaba, yo le habría disparado por la espalda cuando ya no representaba un riesgo para mi vida.

Me alegro por no haber llevado un arma conmigo porque estaría en la cárcel y mi conciencia me estaría carcomiendo por haber arrebatado la vida a un ser humano que seguramente es amado y extrañado por muchas personas.

Nosotros no tenemos la autoridad moral ni judicial para juzgar las acciones de los demás. Cada uno responde por sus acciones ante la justicia humana o divina, pero sobre todo la propia conciencia. Leí por ahí que el Tribunal Supremo está dentro de cada uno de nosotros.

Todo lo anterior para referirme a la emocionalidad humana y las razones para alzar mi voz en contra de una sociedad armada, sobre todo de una sociedad conformada por una mayoría de individuos disfuncionales porque casi todos llevamos a cuesta historias de dolor en la infancia que nos convirtieron en adultos llenos de rabia.

¿De dónde creen que viene tanta violencia doméstica y social? Imaginen a cada borracho sacando el revólver para resolver los problemas que surgen con el deshinibidor del alcohol.

Los problemas más elementales de convivencia serían resueltos a bala cada vez que una persona armada dejara escapar sus demonios.

Me pregunto qué tan preparados, qué tan sanos están los hombres y mujeres que llevan un arma de dotación porque pertenecen a una institución del Estado o a una banda criminal. Esta sociedad camina sobre un campo minado y nadie está haciendo algo para desactivar esa bomba de tiempo.

El juzgamiento basado en hechos que desconocen, la falta de compasión evidente en cada comentario de redes sociales, nos define, nos pone al descubierto. No hay compasión por los muertos pero tampoco por el hombre que disparó.

De los unos sabemos que tenían antecedentes judiciales, razón suficiente para muchas personas considerar que no valían el aire que respiraban; del otro, que es un médico, pero esas cosas no dicen nada de las personas que son y que eran ni mucho menos de lo que tienen por hacer y por cambiar para ser mejores.

Cuando encuentro razones para justificar la muerte de alguien, alguien puede estar encontrando razones para justificar mi muerte… hay quienes creen que los líderes sociales son peligrosos, las razones de ellos pueden ser tan válidas como las de quienes justifican los asesinatos selectivos de consumidores de alucinógenos, asaltantes, diversos sexuales, mujeres o cualquier forma de vida.

La vida es sagrada, ojalá pudiéramos ponernos de acuerdo en eso, lo demás, es lo demás.

 

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Alicia Sarmiento
Periodista, abogada de la Universidad Santiago de Cali y libre pensadora.
Alicia Sarmiento
Periodista, abogada de la Universidad Santiago de Cali y libre pensadora.