Ella, la tan mentada comunidad LGBTI, ese amasijo de iniciales inconexas, no sirve ni para llenar chorizos. Poco de ella entienden quienes, con o sin quererlo, van parando ahí por su condición u orientación sexual o, cosa curiosa, por otras causas muy distintas. Nada entiende tampoco el mundo heterosexual, quien reforzó su creación por allá a finales de los ochenta, para ir arrimando allí, como en gueto de guerra, todo lo que olía mal sexualmente, todo lo que ya no cabía en otra cantera de la discriminación histórica.
Es que no hay nada más artificioso y falaz que la comunidad de lo LGBTI. Por eso, a pesar de la semántica tan amplia de la palabra comunidad, si uno la busca en el diccionario oficial, el añadido de letras que la prosigue nada comunica.
La comunidad, en principio, es la reunión de los que tienen algo en común, es el conjunto de personas que pertenecen a un pueblo o nación, son las mismas naciones unidas, son, al menos, los que comparten los mismos gustos, costumbre, tradiciones. Por eso, porque nada la comunica, a esta comunidad LGBTI le pasa lo del chiste del elefante y el pato.
Sí, ese en el que se pregunta en qué se parecen un elefante y un pato y, después de esperar a que el interrogado se rasque la cabeza, se responde que el pato nada, mientras que, el elefante, nada que se parece al pato. Claro, el ser humano, al hacer la ciencia, clasifica y agrupa, pero no lo hace por mero prurito clasificador, sino con el fin de acercarse mejor a la comprensión de un fenómeno, de abarcar sectores de la realidad que se comunican profunda e íntimamente.
Cuando eso se hace al garete, en la cultura, se termina metiendo a los negros en la categoría de los seres vivos sin alma o a las mujeres en la de seres inferiores a los hombres. Miren si esta comunidad no es mentirosa.
¿Alguien me puede explicar, por ejemplo, que le dice la sigla LGBTI a los bisexuales? Pues no les puede decir nada porque, de entrada, si el bisexual existe, y vive en alguna comunidad, esa ha de ser siempre la de los heterosexuales. Esto es así porque, corrientemente, el bisexual no es más que un heterosexual social que, como lo dicen muchos, “de vez en cuando me gusta el cuento”.
El bisexual, pues, no quiere ser representado por una asociación de maricas o travestis, no se asocia ni busca crear comunidad y, horror, no marcha orgulloso el día de la marcha de la diversidad: si mucho, la mira sorprendido, al lado de su mujer y sus hijos, sobre el balcón de la casa. El bisexual, finalmente, no quiere aparecer en las políticas públicas que han sido creadas para defender sus “diversos derechos”, porque, con contadas excepciones, lo suyo es vivir en el cómodo mundo de la heterosexualidad.
Corren igual suerte los llamados (o arrimados), a última hora, a esta comunidad. Si, esos, los que primero llamábamos hermafroditas y ahora denominamos intersexuados. ¿Conocen las asociaciones de intersexuados?, ¿conocen el movimiento de los intesexuados? Pregunto ¿conocen algún intersexuado? Claro, que los hay los hay, podría ser usted o yo mismo pero, por esencia, ¿no es más un asunto íntimo y personal, que una práctica de clubes de aficionados y grandes masas?
Como todo lo que es serio se trata en las secciones de farándula de los noticieros, hace poco, por ejemplo, una noticia venida del Japón (o de China, no importa el país), contaba como un hombre, ya maduro, había ido con su esposa donde el médico porque aquél tenía un sangrado prolongado por la uretra. La pareja quedó sorprendida luego de que el médico, después de realizarle varios exámenes al hombre, le dijo que la sangre era producto de su normal menstruación. Este hombre, tan de familia, tan heterosexual, sin embargo, internamente era poseedor de un aparato reproductor femenino. ¿Será, pregunta uno, que se sintió inmediatamente miembro de esta comunidad LGBTI? Qué disparate.
De las letras que nos quedan ni hablar. La mitad de los gay piensa siempre que la otra mitad es una parranda de maricas que en nada los identifica y los representa y, por el otro lado, cuando dos trans se encuentran (como en el mundo de los abogados) hay tres formas distintas de entender su condición.
No es ya la discusión más superada (pero de la que el mundo heterosexual tampoco entiende) entre eso de ser travesti, transexual o transgenerista; sino que, otra vez, nada le dice aquel que entiende lo trans como eso de sentirse un hombre atrapado en cuerpo de mujer y viceversa, a aquellos para los que lo trans es, precisamente, trasgresión y transito eterno, un discurso de poder si se quiere, donde, por lo tanto, no se quiere llegar a ninguna parte.
Las siglas de esta comunidad son tan arbitrarias que hay quienes quieren meter allí la A (la de los asexuados. Estado más o menos transitorio que aplica para toda la especie humana), la P (la de los pansexuales que, abiertamente, le pueden pegar a lo que se atraviese) y, miren el absurdo, la propia H. Claro, la de los heterosexuales, que al ser los únicos excluidos de toda exclusión también merecen un lugar sexual en el mundo.
Después de todo, quizá la única que me gusta es la Q, de los queer. En concreto, no es que me guste la letra, porque cosa odiosa sería también. Me gusta su filosofía, esa de que, simplemente, somos seres humanos (ahí sí, todos, toditos, todos), con necesidades, gustos y búsquedas, erótico afectivas a lo largo de la vida.
Es una tendencia fuerte a nivel mundial y la juventud, que impone todas las grandes revoluciones, terminará por imponerla más temprano que tarde. Mientras ese día llega, siempre sería bueno ir echando al cesto de la basura esta comunidad mentirosa.
Como miembro de la «comunidad» LGBTTTIQWXYZ debo decir que realmente no hay una comunidad. Cada quién toma por su lado, pero la idea de la «comunidad» es que entre todos juntos se luchen por los derechos que tanto se han negado durante tantos años. No es porque realmente sea una comunidad de gente con preferencias sexuales diferentes a los cristianos/católicos heteronormativos y toda esa basura que nos quieren imponer, tanto los unos como los otros, sino que, por conveniencia, es más fácil luchar por objetivos en común que ponernos a, digamos, crear leyes para las lesbianas, y otras para los gay.