Carta para el profesor Guillermo Zuluaga

Esto no es una guerra de sexos, tampoco una cacería en su contra.

Opina - Sociedad

2020-02-22

Carta para el profesor Guillermo Zuluaga

Columnista: 

Ana Valdeón* 

 

El martes 18 de febrero, el que sería nombrado como director de los Eventos del Libro en Medellín, el docente y periodista Guillermo Zuluaga Ceballos, anunció por medio de un comunicado que renunciaba a esa posibilidad. Varias denuncias en su contra por presunto acoso sexual a alumnas y exalumnas de diversas facultades de comunicación de la ciudad (y que fueron recolectadas de manera anónima por colectivos ciudadanos y con el apoyo de un movimiento político de mujeres), habrían hecho mella para que el comunicador tomara la decisión.

En su pronunciamiento se declaró víctima de persecución y afirmó ser inocente de lo que se le acusa. Además, tildó de galantería y coqueteo el comportamiento que se ha calificado de acoso sexual por sus denunciantes. Así mismo, señaló que acudirá a los entes de investigación para “entablar las respectivas denuncias penales y acciones legales, contra quienes corresponda”.

Esta es una carta dirigida a Zuluaga que nos envía una periodista desde Medellín. El nombre fue cambiado para proteger su identidad.

 

Estimado profesor Zuluaga:

Soy una mujer profesional en comunicación social y periodismo, egresada de una universidad donde usted ha sido profesor catedrático en Medellín. No fui su alumna, no fui acosada por usted, no tengo nada personal en su contra. Llegué a conocerlo como periodista, desde mi experiencia siendo lectora de sus columnas de opinión en El Espectador, columnas que disfruté y que siempre consideré atinadas y, sobre todo, muy bien escritas. Las compartía en mis redes sociales y comentaba al respecto, casi siempre en sintonía con su pensamiento. Por otra parte, siempre lo he reconocido en eventos de ciudad a los que he asistido como periodista: seminarios, congresos, eventos académicos, culturales, sociales y hasta políticos. Sin conocerlo personalmente ni tener relación alguna con usted, siempre tuve una imagen de un hombre culto, con excelentes relaciones sociales y políticas, incansable escritor y buen periodista. Todavía hoy, no tengo duda de que usted sea todo eso.

Hoy le escribo desde el anonimato. Y lo hago no porque mi opinión esté basada en la mentira ni en el afán de perseguirlo o señalarlo, sino porque al igual que las mujeres que lo han denunciado o han dado su testimonio por acoso sexual, conocemos de antemano —tanto usted como nosotras— que habitamos un mundo en el que aún, con legislaciones avanzadas en cuestión de defensa de derechos individuales, libertades y hasta leyes que protegen especialmente a la mujer, somos parte —hombres y mujeres— de una cultura profundamente afincada en estereotipos de género, entre otras cosas, profundamente dañinas, en donde se espera que un hombre actúe de una manera, y una mujer de otra en la sociedad que nos reúne. Por lo general, entonces, a esta cultura le incomoda que una mujer alce la voz, denuncie, manifieste inconformidad, exprese molestia.

Usted no tiene la culpa de esto, nosotras tampoco. Es una cultura inserta en un sistema que cohonesta con el pacto del silencio, la mala conducta convertida en costumbre, convertida en norma social. Una cultura que nos ha enseñado de manera subrepticia a las mujeres, sobre todo a las mujeres, que “nos tenemos que portar bien para que no nos pase nada malo”, y que tenemos que aceptar ciertas cosas por el simple hecho de ser mujeres. Y dentro de eso, se espera que consintamos muchas cosas, que nos sometamos a otras, que ante un comportamiento injusto o inapropiado del que seamos objeto, tratemos de ser prudentes, discretas, tolerantes; en últimas, es bien visto que guardemos silencio. Y no crea que esto es propio de hace siglos, sigue siendo esperado hoy, en pleno siglo XXI.

Mire usted: si un hombre propone, la mujer dispone, dicen. Que nos tenemos que dar
nuestro lugar, nos advierten; que no debemos dar papaya, nos alertan. Que si nos
vestimos de tal manera o nos maquillamos de otra, no nos quejemos si se sobrepasan
con nosotras. Y sí, otra vez la cultura en la cual la mujer se tiene que amurallar, en la que
tiene que capotear un sinnúmero de situaciones cotidianas en la calle, en su casa, en su
universidad, en su escuela o su oficina. Situaciones que se entienden como naturales,
como costumbre, que se han impuesto muchas veces como norma, y que casi siempre se
manifiestan en forma de abuso, de maltrato o violencia, pero que no son percibidas o
estimadas como tal.

Por todo eso, yo comprendo cuando usted llama galanteo y coquetería a su comportamiento con algunas de sus alumnas o exalumnas. Usted, como muchos otros —hombres y mujeres— hemos ignorado por mucho tiempo que tomar ventaja de nuestra posición sobre otro, o que incomodarlo con nuestras palabras y acciones, que tramitar intenciones a través del privilegio que nos da ser un directivo, un profesor, un jefe, un sacerdote, un empleador, que observar con lascivia, tocar de manera insinuadora, provocar ciertas situaciones que nos ponen en ventaja sobre el otro, todo eso que quizá hemos permitido que pase de manera anecdótica, se configura en la ley como conductas
abusivas.

Sin embargo, y aunque no lo crea, sentí la misma tristeza que usted cuando leyó ese comunicado en el que se declara inocente de lo que se le acusa, y en el que toma la decisión de no aceptar un cargo que, dejó claro, era muy significativo en su carrera, lo llenaba de felicidad y orgullo. Sentí tristeza, no lástima, de escucharlo con voz acongojada, de ver a un hombre contrariado frente a un micrófono. Sentí, mientras lo escuchaba leer, que en su posición, en su lugar, podrían estar cientos de hombres que —pese a ser profesionales admirables, personas con una vida pública sin tacha, honestos, trabajadores, padres tiernos y amorosos, amigos incondicionales, profesores apasionados por su oficio como usted— han abusado de mujeres sin siquiera notarlo.

Me sentí triste porque en su lugar podría estar mi padre, mi hermano, o mi novio. Hombres que son buenos, como usted. Sentí tristeza genuina porque sé que es inocente, en la medida en que seguimos siendo víctimas, todos y todas, de una sociedad permisiva con los abusos y el maltrato físico y psicológico hacia la mujer, hacia los niños, hacia los seres que, por una condición u otra, son vulnerables o están más expuestos al riesgo en esta ciudad, en este país, en el mundo.

Seguimos teniendo instituciones paquidérmicas, incapaces de cumplir protocolos o rutas de protección de derechos, estancadas en el lastre de la burocracia y el absurdo. La educación pareciera estar desconectada del mundo moderno: mi sobrino, que está en primaria, tiene un libro de ciencias sociales donde en un paralelo señalan que las niñas deben ser “obedientes” y los niños deben ser “fuertes”. Y por ese camino nos quieren seguir conduciendo, para luego tener que presentarnos como inocentes, desconectados de todo aquello que nos permita avanzar como seres humanos pensantes y sintientes, responsables de lo que somos y de lo que hacemos.

Como feminista que soy, estoy a favor de la lucha por superar todo tipo de barreras que nos impide a las mujeres disfrutar del libre desarrollo de nuestra personalidad, poder gozar del espacio público y de las calles de nuestra ciudad con total libertad, de poder vestirnos o maquillarnos como nos gusta sin sentir que eso sea una invitación para el morbo, el manoseo, el piropo obsceno o la violencia sexual en cualquiera de sus formas.

Apoyo los movimientos políticos de mujeres a quienes usted califica como “viudos de poder” y a los colectivos feministas que se constituyen como organizaciones sociales de base, veedores ciudadanos, promotores de la participación y de visibilización de casos de violencias de género. Por otra parte, creo en los testimonios de esas mujeres, creo que en ningún caso confundieron los hechos, no las creo tontas ni faltas de juicio.

Tanto los movimientos políticos de mujeres como los colectivos que han escuchado y
recibido estas voces, se constituyen actualmente como espacios de debate, de toma de
decisiones, de diálogo abierto, diverso y respetuoso; espacios en donde se puede
construir y en donde es obligatorio el discernimiento y el aprendizaje. Sin duda, no son
viudas de nada, están en el poder y seguirán luchando con dignidad y valentía por
permanecer en él.

Esta manera de organización femenina, de encuentro de mujeres, nos ha permitido, esta vez, unirnos en torno a la palabra y el pensamiento, y no en torno a la cultura del pacto perverso del silencio, en donde antes se abrazaban cómplices y obedientes nuestras madres y abuelas. También allí, esas mujeres maravillosas de su vida: la mujer que lo trajo al mundo, la que lo crió, la que le enseñó a leer un día.

¡Hoy nos queremos vivas, felices, sin miedo! Nos estamos organizando para aprender, para superar barreras impuestas como naturales, para que no lo sigan siendo. Nos estamos organizando para trabajar por propósitos de vida que tenemos como mujeres, ciudadanas, madres, estudiantes, profesionales, emprendedoras y políticas. Nos negamos a seguir siendo objetos sexuales, dispuestas siempre y sin ningún reparo para el placer masculino. Nos negamos a obedecer el mandato del placer machista, exclusivo del hombre, cuando el goce sexual debe ser compartido.

Estimado profesor: esto no es una guerra de sexos, tampoco una cacería en su contra. Yo personalmente, espero verlo de nuevo en las aulas, dirigiendo importantes eventos de ciudad, recuperado como profesional y ser humano de este episodio. Me solidarizo con usted en este momento difícil de su vida y de su carrera como periodista. Estoy convencida de que lo verdaderamente importante no se librará en lo judicial, sino en el terreno íntimo de la reflexión, y en la conversación pendiente que tenemos, hombres y mujeres, instituciones y Estado, sobre la sociedad y los valores que queremos impulsar en un mundo en donde cada vez, con mayor ímpetu, se rechaza la violencia de género y sus nefastas consecuencias.

 

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Ana Valdeón